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En el siguiente semáforo cruza el bulevar. Toma la Calle Dieciséis en dirección a West Main, por un sector mayoritariamente negro como el que vio cuando acompañó a Joryleen a su casa después de oírla cantar en la iglesia. El modo en que abría desmesuradamente la boca, el rosa lechoso de su interior. La última vez que se vieron, en el segundo piso de la tienda, con todas esas camas una al lado de la otra, quizá debería haber aceptado la mamada que ella le propuso. Es más sencillo, había dicho Joryleen. Ahora todas las chicas, no sólo las putas, aprenden a hacerlo; en la escuela siempre se cotilleaba, sin ningún tipo de tapujos, sobre qué chicas no ponían reparos y cuáles decían que les gustaba tragárselo. «¡Manteneos, pues, apartados de las mujeres durante la menstruación y no os acerquéis a ellas hasta que se hayan purificado! Y cuando se hayan purificado, id a ellas como Dios os ha ordenado. Dios ama a quienes se arrepienten. Y ama a quienes se purifican.»

Mientras Ahmad, de blanco y negro, prosigue su camino a paso rápido, casi en marcha atlética y aun así conservando en su andar cierto deje del nativo americano, desenfadado y ligero, observa la pobreza en las calles: sobras de comida rápida y juguetes rotos en la basura, escalones sin pintar y porches aún oscurecidos por la humedad de la mañana, ventanas agrietadas y sin reparar. Junto a los bordillos se alinean coches estadounidenses del siglo pasado, más grandes de lo que jamás hizo falta y que hoy se caen a trozos, con los pilotos traseros rotos, sin tapacubos y con las ruedas deshinchadas obstruyendo los desagües laterales de la calzada. De las habitaciones interiores de las casas salen voces de mujer reprendiendo sin piedad a niños que llegaron a este mundo sin ser invitados y que ahora se congregan, desatendidos, alrededor de las únicas voces amables que los atienden, las del televisor. Los zanj del Caribe o de Cabo Verde plantan flores y pintan sus portales y conjuran esperanza y energías del hecho de vivir en Estados Unidos, pero los que nacieron aquí, en el seno de una familia establecida varias generaciones atrás, aceptan la suciedad y la dejadez en señal de protesta, la protesta de los esclavos que hoy día persiste como ansia de degradación, desafiando el precepto, común a todas las religiones, de mantenerse limpio. Ahmad va limpio. La ducha fría de esta mañana es como una segunda piel bajo su ropa, un anticipo de la gran purificación hacia la que se dirige. Su reloj indica que son las diez y ocho minutos.

Avanza veloz pero sin correr. No puede llamar la atención, debe deslizarse por la ciudad sin ser visto. Después vendrán los titulares, la cobertura de la CNN de los países de Oriente Medio en plena celebración, los tiranos temblando en sus opulentos despachos de Washington. Por ahora, el temblor y la misión únicamente son su secreto, su tarea. Se acuerda de sí mismo en las carreras, poniéndose en cuclillas para calentar las piernas y relajando sus brazos desnudos mientras esperaba que la pistola del juez de salida diese la señal y el amasijo de muchachos se fuera deshilando, envuelto en el granizo furioso de sus pisadas, por la anticuada pista de ceniza del Central High; cuando aguardaba el instante en que su cuerpo sería quien rigiese y su cerebro se disolviera en adrenalina, estaba más nervioso de lo que está en este momento, porque lo que hace ahora tiene lugar en la palma de la mano de Dios, en Su vasta voluntad que todo lo abarca. El mejor tiempo oficial de Ahmad en la milla fue de 4:48.6, en un tartán mullido, de color verde con los carriles señalados en rojo, en un instituto regional de Belleville. Llegó tercero, y a continuación sus pulmones se chamuscaron en el fuego provocado por el esprint final, los últimos cien metros; adelantó a dos chicos, pero otros dos quedaron lejos del alcance de sus piernas, espejismos a los que no pudo dar caza.

Después de cinco manzanas, la Calle Dieciséis desemboca en West Main. Ancianos musulmanes pasean como estatuas blandas en sus trajes oscuros y alguna que otra chilaba sucia. Ahmad da con los escaparates del Pep Boys y la Al-Aqsa True Value, y luego tuerce por el callejón que él y Charlie recorrieron para llegar a lo que en su día fue el taller mecánico Costello. Se cerciora de que no hay nadie vigilando mientras se acerca a la puertecita lateral de metal tachonado y pintada de un pardo vomitivo. Ni rastro de Charlie esperándole fuera. Tampoco dentro se oye ruido. El sol ha terminado de atravesar la capota de nubes, y Ahmad percibe el sudor en hombros y espalda; su camisa blanca ha dejado de estar impoluta. El lunes se ha puesto en marcha a media manzana de distancia, en West Main. En el callejón hay un poco de tráfico, coches y peatones. Intenta abrir el pomo de latón nuevo, pero no cede. Prueba suerte de nuevo, exasperado. ¿Cómo pueden unos trocitos de metal necio cerrar el paso a la voluntad de as-Samad, el Perfecto?

Dominando su pánico, Ahmad prueba ahora con la puerta grande, la persiana del garaje. En la parte de abajo tiene un tirador que, al ser accionado, mueve dos bielas que a su vez liberan dos pestillos laterales. El tirador no está atrancado, y la puerta lo sorprende al deslizarse hacia arriba a merced del contrapeso, como si levantara el vuelo, un traqueteo ascendente y curvado que se detiene cuando la puerta queda trabada en unos rieles que se pierden en la penumbra del techo.

Ahmad ha traído la luz a la cueva. Charlie tampoco está dentro, en este lugar mugriento, ni tampoco los dos expertos, el técnico y su joven ayudante. Los bancos de trabajo y los tableros de clavijas están justo donde Ahmad recordaba. La basura y los montones de recambios desechados de la ocasión anterior parecen haberse reducido. Alguien ha limpiado el garaje, lo ha ordenado con alguna finalidad. Reina el mismo silencio que en una tumba tras su último saqueo. El tráfico del callejón arroja en la cueva peligrosos destellos de luz reflejada; distraídamente, algunos transeúntes miran dentro. No hay nadie, pero el camión sí está: el GMC 3500 cuadrangular con su rótulo poco profesional de PERSIANAS AUTOMÁTICAS.

Ahmad abre con cautela la puerta del conductor y comprueba que la caja color gris militar sigue en su sitio, entre los dos asientos, fijada con cinta aislante a la caja de leche. La llave de contacto cuelga del salpicadero, invitando a cualquier intruso a usarla. Los dos gruesos cables aislados todavía salen del detonador y desaparecen en el remolque. La portezuela que lo comunica con la cabina, por la que un adulto sólo podría pasar agachado, está abierta unos diez centímetros, y tras ella los cables se tensan más. Por la abertura, Ahmad huele la mezcla de nitrato amónico del fertilizante con nitrometano de combustible para coches de carreras. Puede ver los tambores de plástico, fantasmagóricamente blancos; tienen una altura que a él le llegaría a la cintura, cada uno contiene ciento sesenta kilos de mezcla explosiva. El plástico blanco y lustroso de los recipientes tiene el brillo de alguna especie de piel. Unos cables amarillos, empalmados entre sí, se desovillan hasta conectarse a los detonadores, potenciados con polvo de aluminio y pentrita, que quedan engastados al fondo de cada tambor. Los veinticinco barriles -los puede contar pese a la penumbra- están dispuestos en un cuadrado de cinco por cinco, esmeradamente unidos con dos vueltas de cuerda para tender la ropa y bien afianzados, para protegerlos de posibles corrimientos, mediante unas ensambladuras que los sujetan a los fiadores y a los barrotes de la estructura del remolque. El conjunto constituye una obra de arte moderno, expeditiva y críptica. Ahmad se acuerda del técnico chaparro, de los finos y gráciles movimientos de sus manos manchadas de aceite, y se lo imagina sonriendo, la dentadura incompleta, con el orgullo inocente de un obrero. Todos ellos, los que participan en este proyecto, son partes de una bella máquina, encajados los unos con los otros. Los demás han desaparecido pero queda Ahmad, quien colocará la última pieza en su lugar.

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