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La firmeza de lo simple es lo que amarra a Ahmad en los remansos que preceden y suceden a los oleajes de terror y exaltación, que terminan precipitándose en la impaciencia inicial por acabar con todo de una vez; dejarlo detrás de uno, sea lo que sea ese «uno» cuando todo termine. Vive en cercana vecindad de lo inimaginable. El mundo, con sus pormenores iluminados por el sol, con el diminuto centelleo de sus engranajes, se cierne sobre él, cercándolo; conforma un reluciente cuenco de vacuidad ajetreada, mientras que en el interior de Ahmad obra el peso de una certeza empapada de negrura. No puede sacarse de la cabeza la transformación que le aguarda, lo que queda detrás, por así decirlo, del obturador de la cámara tras dispararse la fotografía, por mucho que sus sentidos sigan percibiendo el bombardeo habitual de imágenes y sonidos, aromas y sabores. El lustre del Paraíso va filtrándose en su vida cotidiana conforme ésta da sus últimos pasos. Los objetos tendrán ahí otra dimensión, una escala cósmica; de niño, cuando apenas tenía unos años, experimentaba al dormirse una sensación de inmensidad, en la cual cada célula era un mundo, y con ello quedaba probada la veracidad de la religión para su intelecto infantil.

En Excellency ha bajado su volumen de trabajo, lo cual le deja momentos de ocio que debería aprovechar para leer el Corán o estudiar, solícitamente llegados desde la otra punta del océano, los panfletos concebidos e impresos para preparar el fin -las abluciones, la purificación mental del espíritu- del shahid; o de la shahid, porque ahora a las mujeres, al ser sus negras y holgadas burkas un buen escondite para los chalecos de explosivos, también les han concedido, en Palestina, el privilegio del martirio. Pero su mente va a demasiadas revoluciones como para centrarse en el estudio. Toda su existencia ha quedado reducida a un rapto, quizá como el que se apoderó del Profeta al aceptar que Gabriel le dictara las divinas suras. Cada uno de sus minutos ha asumido el carácter doble de la oración, la autoliberación que efectúa al recluirse y dirigirse a un yo que no es el propio sino el de Otro, un Ser tan cercano a él como su yugular. Más de cinco veces al día encuentra el momento, muy generalmente en el yermo aparcamiento de la tienda, para extender su esterilla en dirección a oriente y tocar con la frente en el pavimento, y recibe cada vez, pese al hormigón, el cercano consuelo de la sumisión. El ceniciento peso oscuro que lo reconcome por dentro sesga su visión del mundo, y adorna cada rama, cada cable del tendido telefónico, con joyas que nunca antes había advertido.

El sábado por la mañana, antes de que abran la tienda, se sienta en un escalón de la plataforma de carga y observa un escarabajo negro debatiéndose panza arriba en el hormigón. El primer sol cae oblicuo y barre la áspera y despejada zona con una suavidad que, del mismo modo que la semilla que aún no ha germinado contiene la flor final, incluye el calor del día que ha de venir. El firme ha permitido que en sus grietas crezcan las malas hierbas, los altos tallos de la estación que toca a su fin, con sus babas lechosas y sus hojas aterciopeladas, húmedas del pesado rocío de otoño. En lo alto, el cielo está despejado salvo por algunos jirones secos de cirros y el desvanecente rastro de un avión a reacción. Su azul puro mantiene todavía, por alguna razón, el aspecto mullido y pálido de su reciente inmersión en la oscuridad y las estrellas. Las patitas negras del escarabajo se agitan en el aire, buscando a tientas algún asidero para enderezarse, lanzando sombras afiladas por la inclinación matinal del sol. Las patas de la pequeña criatura se menean y retuercen con una especie de furia, y luego se calman al sumirse el escarabajo en una especie de reflexión, como si buscara la lógica que lo ha de sacar del aprieto. Ahmad se pregunta: «¿De dónde ha salido este bicho? ¿Cómo ha caído aquí, si parece que no puede usar las alas?». La lucha se reanuda. ¡Qué nítidas son las sombras de sus patas, proyectadas con amantísima fidelidad por fotones que han viajado ciento cincuenta millones de kilómetros hasta este punto exacto!

Ahmad se levanta del basto escalón de madera y se sitúa ante el insecto con porte altivo, sintiéndose enorme. Pero aun así lo asusta tocar este pedazo de vida misteriosamente caído. Quizá su picadura sea venenosa o se trate de algún diminuto emisario del Infierno que se aferrará a su dedo y no lo soltará. Más de un muchacho -Tylenol, por ejemplo- simplemente aplastaría con el pie esta presencia irritante, pero Ahmad no contempla esa opción: propiciaría un cadáver ensanchado, un amasijo reventado de partículas y fluido vital derramado, y no desea contemplar semejante espanto orgánico. Mira rápidamente alrededor en busca de un instrumento, de algo rígido con lo que darle la vuelta al insecto -quizás el cartoncillo negro que se usa para unir las dos partes de las barras de chocolate Mounds o para dar firmeza a los envases de la mantequilla de cacahuete Reese's-, pero no encuentra nada apropiado. Excellency Home Furnishings procura mantener limpio su aparcamiento privado. A los «músculos» afroamericanos y al propio Ahmad les suelen asignar la tarea de salir a limpiar con una bolsa de basura verde. No divisa ninguna espátula tirada casualmente pero, la idea le sobreviene, se acuerda del permiso de conducir que lleva en la billetera, un rectángulo de plástico en el que una instantánea ceñuda y poco favorecida de él mismo comparte espacio con algunos datos numéricos relevantes para el estado de New Jersey y una reproducción holográfica y a prueba de falsificaciones del Gran Sello nacional. Con él consigue, tras varios intentos vacilantes y aprensivos, dar la vuelta a la diminuta criatura y dejarla sobre de sus patas. La luz del sol arranca chispas iridiscentes, púrpuras y verdes, del caparazón hendido que forman las alas plegadas. Ahmad vuelve a su asiento en la plataforma para disfrutar del resultado de su rescate, su clemente intervención en el orden natural. Vuela, vuela.

Pero el bicho, en la posición que le corresponde, un brillante cuerpo minuciosamente sustentado por sus seis patas sobre el áspero hormigón, apenas puede arrastrarse un trecho equivalente a su tamaño, y luego permanece quieto. Sus antenas se mueven inquisitivamente, después también paran. Durante cinco minutos que parecen una eternidad, Ahmad lo contempla. Devuelve su permiso de conducir, con toda su carga de información codificada, a la cartera. Algunos coches en los que suena a todo volumen música rap circulan veloces, sin que los vea, por Reagan Boulevard; el ruido crece y decrece. En el cielo, que va fraguando, un avión salido de Newark gana altura y retumba. El escarabajo, emparejado con su sombra microscópicamente menguante, sigue inmóvil.

Había agonizado mientras estaba boca arriba, y ahora está muerto, deja atrás una extensión que no pertenece a este mundo. La experiencia, tan extrañamente magnificada, ha sido, Ahmad está seguro, sobrenatural.

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