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Se ha aficionado a buscar por televisión los rastros de Dios en esta sociedad de infieles. Mira certámenes de belleza en que chicas de piel luminosa y dientes blancos, junto con el cupo de una o dos aspirantes negras, compiten por seducir al maestro de ceremonias desplegando su talento en el canto o el baile y también a la hora de dar las gracias -tan a menudo que son casi precipitadas- al Señor por los dones con que las ha bendecido, los cuales quieren consagrar, cuando sus días de cantar en traje de baño hayan pasado, a sus semejantes, en forma de tan elevadas ocupaciones como la de doctora, educadora, perita agrónoma o, la más santa de todas las vocaciones, ama de casa. Ahmad descubre un canal específicamente cristiano donde salen hombres de voz grave y mediana edad, vestidos con trajes de colores poco corrientes, de solapas anchas y lustrosas, que suspenden su apasionada retórica («¿Estáis listos para Jesús?», preguntan, y también: «¿Habéis recibido a Jesús en vuestros corazones?») para pasar de golpe a flirtear pícaramente con las mujeres de mediana edad de entre el público o para ponerse, chasqueando los dedos, a cantar. Las canciones cristianas interesan a Ahmad, sobre todo los coros de gospel ataviados, con túnicas irisadas, formados por negras gordas que saltan y se contonean con una intensidad que en ocasiones parece inducida artificialmente pero que en otras, mientras alargan el estribillo, parece ser genuinamente sentida. Las mujeres alzan bien altas las manos, a la par que sus voces, y empiezan a dar palmadas y a balancearse hasta que contagian incluso a los pocos blancos que están presentes: éste es un ámbito de la vida estadounidense donde sin duda predomina, como en los deportes y la criminalidad, la tez oscura. Ahmad sabe, por las alusiones cáusticas y medio en broma del sheij Rachid, que el islam estuvo aquejado antiguamente por los arrebatos y el entusiasmo de los sufíes, pero de ello no encuentra ni el más remoto eco en los canales islámicos que se emiten desde Manhattan y Jersey City; únicamente pasan las cinco llamadas al rezo sobre una diapositiva estática de la gran mezquita de Mehmet Ali de la Ciudadela de Saladino, solemnes tertulias con profesores y mulás con gafas que debaten acerca de la furia antiislámica que ha poseído perversamente al Occidente actual, y los sermones que da un imán con turbante sentado a una mesa tosca, captados por una cámara estática en un estudio estrictamente desprovisto de imágenes.

Es Charlie quien aborda el tema. Un día, en la cabina del camión, mientras van por una carretera, inusualmente vacía, del norte de New Jersey, entre un extenso cementerio y un terreno de prados que ha sobrevivido al tiempo -eneas y juncos de hojas brillantes arraigando en agua salobre-, pregunta:

– Te reconcome algo, campeón. ¿Me equivoco? Últimamente estás muy callado.

– Generalmente estoy callado, ¿no?

– Sí, pero creo que de un modo diferente. Al principio eran silencios del tipo «enséñame», pero ahora son del tipo «¿pasa algo?».

Ahmad no tiene tantos amigos en el mundo como para arriesgarse a perder uno. Desde este momento no hay marcha atrás, lo sabe; tampoco es que el trecho que deba retroceder sea largo. Le cuenta a Charlie:

– Hace unos días, cuando hice el reparto solo, vi algo raro. Vi a unos hombres sacando fajos de billetes de esa banqueta turca que llevé a la costa.

– ¿La abrieron delante de ti?

– No. Me fui y luego volví a escondidas y miré por la ventana. Su comportamiento me había parecido sospechoso. Me entró curiosidad.

– Sabes lo que le hizo la curiosidad al gato, ¿no?

– Lo mató. Pero la ignorancia también puede matar. Si tengo que hacer repartos, debería saber qué estoy repartiendo.

– ¿Por qué te pones así? -dice Charlie, casi con ternura-. Creía que no querías saber más de lo que puedes controlar. Para ser sinceros, el noventa y nueve de los muebles que transportas son sólo eso, muebles.

– Pero ¿quiénes son el uno por ciento de afortunados a los que les toca el gordo? -Ahmad siente una liberación tensa, ahora que el punto de no retorno ha pasado. Es como el alivio y la responsabilidad, imagina, que sienten un hombre y una mujer cuando se desnudan juntos por primera vez. También Charlie parece sentirlo, su voz suena más ligera tras haberse despojado de una capa de fingimiento.

– Los afortunados -explica- son verdaderos creyentes.

– ¿Creen -conjetura Ahmad- en la yihad?

– Creen -puntualiza cuidadosamente Charlie- en la acción. Creen que se puede hacer algo. Que el campesino musulmán de Mindanao no tiene por qué morir de hambre, que el niño bengalí no tiene por qué ahogarse en unas inundaciones, que el aldeano egipcio no tiene por qué quedarse ciego de esquistosomiasis, que los palestinos no tienen por qué ser ametrallados por helicópteros israelíes, que los fieles no tienen por qué tragar con la arena y los excrementos de camello del mundo mientras el Gran Satán engorda con azúcares, cerdo y petróleo a precio demasiado bajo. Ellos creen que mil millones de seguidores del islam no tienen por qué corromper sus ojos, orejas y almas con los entretenimientos ponzoñosos de Hollywood ni con el imperialismo económico despiadado para el cual el Dios judeocristiano es un ídolo decrépito, una simple máscara tras la que se oculta la desesperación de los ateos.

– ¿De dónde sale el dinero? -inquiere Ahmad al ver que ha llegado a su fin el discurso de Charlie, no tan distinto, después de todo, del panorama mundial que pinta quizá más refinadamente el sheij Rachid-. Y los que lo reciben, ¿qué hacen con él?

– El dinero sale -aclara- de quienes aman a Alá, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Piensa en esos cuatro hombres como semillas depositadas en un terreno, y en el dinero como agua para regarlo hasta que llegue el día en que las semillas se abran y germinen. Allāhu akbar!

– ¿Y puede ser que el dinero venga -insiste Ahmad- a través del tío Maurice? Con su llegada todo parece haber cambiado, a pesar de que no soporta el trabajo diario en la tienda. Y tu buen padre, ¿hasta qué punto está metido en esto?

Charlie ríe, indulgente; es uno de esos hijos que ha sobrepasado al padre pero sigue honrándolo, como Ahmad ha hecho con el suyo.

– Oye, ¿quién eres, la CIA? Mi padre es un inmigrante chapado a la antigua, leal al sistema que le dio cobijo y prosperidad. Si llegara a enterarse de las cosas de que tú y yo estamos hablando, nos denunciaría al FBI.

Ahmad, en su nueva posición de confidente, intenta hacer una broma:

– Quienes no tardarían en traspapelar la denuncia. Charlie no se ríe. Dice:

– Lo que me has arrancado es un secreto importante. Asuntos de vida o muerte, campeón. No sé si me habré equivocado al contarte todo esto.

Ahmad intenta minimizar lo ocurrido entre ellos. Se da cuenta de que ha engullido unos conocimientos que no puede escupir. «El saber es libertad», ponía en la fachada del Central High. El saber también puede ser una cárcel, no hay salida una vez que has entrado.

– No te has equivocado. Me has contado muy poco. No fuiste tú quien me llevó de vuelta hasta la casa para mirar por la ventanita cómo contaban el dinero. Podrías haberme dicho que no sabías nada de nada y te habría creído.

– Podría -concede Charlie-. Quizá debería haberlo hecho.

– No. Sólo habrías interpuesto falsedad entre nosotros, allí donde hasta ahora había confianza.

– Entonces dime: ¿estás con nosotros?

– Yo estoy con quienes -dice Ahmad lentamente- están con Dios.

– Vale. Con eso basta. Mantén el mismo silencio que Dios sobre todo esto. No se lo cuentes a tu madre. Ni a tu novia.

– No tengo novia.

– Es verdad. Te prometí que haría algo para arreglarlo, ¿no?

– Dijiste que tendría que echar un polvo.

– Exacto. Me ocuparé.

– No, por favor. No eres tú quien debe ocuparse.

– Los amigos se ayudan -insiste Charlie. Alarga el brazo y aprieta el hombro del joven conductor; a Ahmad el gesto no termina de gustarle del todo, le recuerda a Tylenol acosándolo en el vestíbulo del instituto.

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