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– Es bonito -comenta Charlie- sin las torres. -Ahmad está demasiado ocupado empapándose del panorama para responder; Charlie aclara-: Eran feas, extremadamente desproporcionadas. No quedaban bien.

– Se podían ver incluso desde New Prospect -señala Ahmad-, desde la colina que hay sobre la cascada.

– Medio New Jersey podía ver aquellas malditas cosas. Mucha de la gente que murió vivía en New Jersey.

– Me dieron lástima. Sobre todo los que saltaron. Qué horrible, estar tan atrapado en un calor asfixiante que arrojarse a una muerte segura parezca mejor. Piensa en qué vértigo, mirar abajo antes de tirarse.

De manera apresurada, como si recitara, Charlie dice:

– Esa gente trabajaba en finanzas, expandía los intereses del imperio americano, el imperio que mantiene a Israel y causa muertes cada día entre los palestinos y los chechenos, los afganos y los iraquíes. En la guerra, la lástima debe dejarse a un lado.

– Muchos eran simples guardias o camareras.

– Que a su modo servían al imperio.

– Algunos eran musulmanes.

– Ahmad, debes pensarlo en términos bélicos. La guerra no es limpia. Hay daños colaterales. Esos mercenarios de Hesse a los que George Washington despertó en mitad de la noche y mató a tiros sin duda eran buenos mozos alemanes que enviaban su paga a mamá. Un imperio chupa la sangre de sus súbditos con tanta habilidad que éstos no saben por qué mueren, por qué les fallan las fuerzas. Los enemigos que nos rodean, los niños y los obesos en pantalón corto que nos miran mal… ¿te has dado cuenta?… no se ven como opresores o asesinos. Se tienen por gente inocente, centrada en sus vidas privadas. Todo el mundo es inocente: la gente que saltaba de las torres era inocente, George W. Bush es inocente, un borracho rehabilitado y simple de Texas que ama a su adorable esposa y a sus disolutas hijas. Aun así, el mal se las arregla para surgir de toda esta inocencia. Las potencias occidentales nos roban el petróleo, ocupan nuestras tierras…

– Nos quitan a nuestro Dios -dice Ahmad con seriedad, interrumpiendo a su mentor.

La mirada de Charlie se pierde por unos segundos, luego manifiesta lentamente su acuerdo, como si no se le hubiera ocurrido antes:

– Sí, supongo que sí. A los musulmanes les quitan las tradiciones, un cierto sentimiento de identidad, el orgullo de sí mismos a que todos los hombres tienen derecho.

No es exactamente lo que Ahmad ha dicho, y suena un poco falso, un poco forzado y alejado del Dios concreto que está vivo en Ahmad y lo acompaña, que lo toca como el sol que calienta la piel de su cuello. Tiene a Charlie enfrente, de pie, enarcando sus espesas cejas y en la boca un rictus como de terquedad herida; ha adoptado la rigidez de un soldado, que anula la cordialidad del compañero de viaje que habitualmente se sienta a un lado del campo de visión de Ahmad. Visto de frente, Charlie, que esta mañana no se ha afeitado y cuyo ceño queda unido en las arrugas del caballete de la nariz, no armoniza con la belleza expansiva del día: un cielo despejado salvo por una lejana nube suelta sobre Long Island; el ozono en su cénit, tan intenso que parece una cuba de paredes lisas, un foso infernal de fuego azul; los altos edificios del sur de Manhattan unificados en el fulgor de una sola mole; las motoras ronroneando y los veleros meciéndose en la bahía; los gritos y las conversaciones de la masa de turistas emitiendo una simple mota de ruido inofensivo en los alrededores. «Esta belleza», piensa Amad, «debe de tener un significado», una señal de Alá, un presagio del Paraíso.

Charlie le está haciendo una pregunta:

– ¿Te enfrentarías a ellos, entonces?

Ahmad se ha perdido a qué «ellos» se refiere, pero dice «sí» como respondía cuando pasaban lista. Charlie parece repetirse:

– ¿Pondrías tu vida a disposición de la lucha?

– ¿Qué quieres decir?

Charlie insiste, con cierto apremio en las cejas.

– ¿Estarías dispuesto a dar tu vida?

El sol incide en el cuello de Ahmad.

– Por supuesto -contesta, intentando iluminar este intercambio con un ademán de la mano derecha-. Si Dios quiere.

El Charlie ligeramente falso y amenazador se resquebraja, y reaparece con una sonrisa el charlatán jovial, el sucedáneo de hermano mayor, que ya quiere dejar atrás la conversación, darla por cerrada.

– Lo que imaginaba -dice-. Campeón, eres un chaval muy valiente.

A veces, a medida que el verano avanza, con un agosto en que amanece más tarde y oscurece más temprano, a Ahmad lo ven como a un miembro de confianza del equipo de Excellency, le presuponen suficiente competencia para encargarse él solo de las entregas algunos días, con la ayuda de una carretilla. Él y dos negros que cobran el salario mínimo -«los músculos», los llama Charlie- cargan el camión y Ahmad se va, con una lista de direcciones, un manojo de albaranes y sus mapas Hagstrom a todo color del condado de Sussex hasta la otra punta del estado, Cape May. Un día debe llevar, entre otras entregas, una pieza pasada de moda, un escabel de cuero, estilo turco, relleno de crin de caballo, a un pueblo de la Costa, al sur de Asbury Park; será el recorrido más largo del día y la última parada. Después de la Ruta 18, toma la ronda del Garden State, que bordea por el este el Depósito Nacional de Munición de la Marina, y la deja en la salida 195 Este, dirección Camp Evans. Recorriendo carreteras secundarias, por un terreno bajo y cubierto de neblina, llega con el camión casi hasta el mar; el olor agreste y salado se intensifica, e incluso percibe, ajustadamente espaciado, el rumor del oleaje.

La costa es una zona de rarezas arquitectónicas, de edificios en forma de elefantes o tarros de galletas, de molinos de viento y faros de yeso. En los cementerios de este estado de antiguas raíces -se ha jactado Charlie más de una vez- se conservan lápidas esculpidas en forma de zapato gigante o de bombilla o del preciado Mercedes de algún hombre; en los pinares y junto a la carretera hay un buen número de mansiones supuestamente encantadas y manicomios, que acuden a la mente de Ahmad mientras el sol se esconde. Los faros del Excellency van descubriendo bungalows en tupidas filas, con descuidados patios delanteros de arena salpicada de vegetación. Moteles y centros nocturnos se bautizan a sí mismos con luces de neón cuyos destartalados circuitos chisporrotean en el ocaso. Las casas con ornamentos de madera, erigidas en su día como residencias de verano para pudientes familias numerosas con una larga nómina de criados, se han visto obligadas a plantar carteles donde se ofrecen habitaciones y bed amp; breakfast. Ni siquiera en agosto es un enclave turístico muy animado. A lo largo de lo que parece ser la calle principal, uno o dos restaurantes tienen sus puertas y ventanas tapadas con madera barata; siguen anunciando sus ostras, almejas, langostas y cangrejos, pero han dejado de servirlos recién sacados de su baño de vapor.

Desde los entablados desvaídos que hacían las veces de aceras y paseos marítimos, la gente observa su enorme y rectangular camión naranja, como si la aparición fuera en sí un acontecimiento; en su miscelánea de trajes de baño, toallas de playa, raídos bermudas y camisetas estampadas con lemas hedonistas y chascarrillos, parecen refugiados que no tuvieron tiempo de recoger sus efectos personales antes de huir. Entre ellos hay niños que llevan sombreros altísimos de gomaespuma, y los que deben de ser sus abuelos, habiendo renunciado a toda dignidad, quedan en ridículo vistiendo ceñidos trajes multicolores. Quemados por el sol y sobrealimentados, algunos se tapan la cabeza, en complaciente burla de sí mismos, con sombreros de carnaval iguales que los de sus nietos, altos y a rayas como los de los libros del Dr. Seuss, o se ponen por montera trastos en forma de tiburón con las fauces abiertas o de langostas que alargan una tenaza enfundada en un enorme guante de béisbol rojo. «Demonios.» Las tripas de esos tipos cuelgan exageradamente y las nalgas monstruosas de las mujeres se bambolean mientras andan por el entarimado con zapatillas deportivas que han dado de sí. A bien pocos pasos de la muerte, estos viejos de Estados Unidos desafían el decoro y se visten como niños pequeños.

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