– No pasa nada, según ella. Quiere que te diga algo.
– ¿Ah, sí?
Los demás chicos, los secuaces de camiseta azul, están escuchando. El plan de Ahmad es que, tras dejar a Tylenol boqueando y doblado en el hormigón, sorteará a los otros, sumidos en el desconcierto, hasta llegar a la seguridad relativa del instituto.
– Dice que te odia. Joryleen dice que no le importas un puto carajo. ¿Sabes lo que es un puto carajo, árabe?
– He oído la frase. -Nota cómo la cara se le pone rígida, como si algo caliente la estuviera recubriendo poco a poco.
– O sea que tu rollo con Joryleen ya no me preocupa -concluye Tylenol, inclinándose hacia él, en un gesto casi de cortejo-. Nos reímos de ti, los dos. Sobre todo cuando me la tiro. Últimamente follamos mucho. El puto carajo es lo que tú te meneas a solas, como hacéis todos los árabes. Sois una panda de maricas, tío.
El reducido público de alrededor ríe, y Ahmad sabe por el calor de su cara que se está ruborizando. Eso lo enfurece hasta el punto de que, cuando se abre paso a empujones entre los cuerpos musculados hacia las puertas del vestuario -llega tarde a ducharse, tarde a clase-, nadie se mueve para detenerle. En lugar de eso, se oyen silbidos y guasas, como si fuera una chica blanca de piernas bonitas.
La mezquita, la más humilde de las varias que hay en New Prospect, ocupa el segundo piso sobre un salón de manicura y una oficina donde se pueden cobrar cheques en efectivo; entre los comercios de esa acera hay también una casa de empeños con el escaparate lleno de polvo, una librería de segunda mano, un zapatero remendón y fabricante de sandalias, una lavandería china a la que se accede bajando unos escalones, un garito donde hacen pizzas y una tienda especializada en comida de Oriente Medio: lentejas y habas secas, hummus y halva, falafel, cuscús y taboulé, pudriéndose en envases sencillos en los que sólo hay palabras, que a los ojos americanos de Ahmad tienen un aspecto extraño, sin fotografías ni letras en negrita. Unas cuatro manzanas al oeste se extiende el sector árabe, así lo llaman, que empezaron los turcos y los sirios empleados como curtidores y tintoreros en las viejas fábricas textiles, pero Ahmad nunca se adentra en esa zona de Main Street; su exploración de la identidad islámica termina en la mezquita. Ahí lo acogieron cuando era un niño de once años, ahí pudo volver a nacer.
Abre una puerta verde desconchada, la del número 278I½, entre el salón de manicura y el establecimiento, cuyo escaparate está velado con largas persianas amarillas, que anuncia se cambian cheques: comisión mínima. Unas escaleras estrechas suben hasta al-masjid al-jāmi', el lugar de la postración. La puerta verde y el largo tramo de escaleras sin ventanas lo asustaron las primeras veces que acudió en busca de algo que había oído mencionar a sus compañeros de clase negros, algo acerca de las mezquitas, de sus predicadores que «no venían con los típicos rollos». Otros chicos de su edad se apuntaban a una coral o a los boy scouts. Él pensó que podría encontrar en esa religión algún rastro del apuesto padre que se había alejado de él en el momento en que comenzaban sus recuerdos. Su frívola madre, que nunca iba a misa y criticaba las restricciones de su propia confesión, consintió en llevarlo en coche, aquellos primeros días y aun después cuando los horarios se lo permitían, hasta que entró en la adolescencia y podía moverse con relativa seguridad por aquellas calles hasta la mezquita del segundo piso. La amplia sala convertida en lugar de oración había sido antes un estudio de danza, y el despacho del imán ha sustituido al vestíbulo donde los alumnos, con atuendos de bailes de salón y de claqué, acompañados de los padres si eran todavía niños, esperaban para las lecciones. El contrato de arrendamiento y la transformación databan de la última década del siglo pasado, pero el aire cargado aún conserva, imagina Ahmad, ecos de piano aporreado y un tufo a esfuerzos torpes, impíos. El suelo de madera, gastado y combado en algunas partes, donde un día se ensayaron pasos enrevesados, está ahora cubierto por extensas alfombras orientales, una junto a otra, que a su vez ya dan muestras de desgaste.
El cuidador, un libanés arrugado y viejo que anda encorvado y cojea, aspira las alfombras y limpia el despacho del imán y la guardería creada para satisfacer las costumbres occidentales en el cuidado de niños, pero las ventanas, lo bastante altas para desalentar a los curiosos que quisieran espiar tanto a bailarines como a devotos, quedan fuera del alcance del tullido conserje, y la mugre acumulada las ha vuelto medio opacas. Lo único que puede verse a través de ellas son las nubes, y ni siquiera con claridad. Incluso en el saldt al-Jum'a de los viernes, cuando se dice el sermón desde el minbar, la sala de postración queda infrautilizada, mientras que las florecientes mezquitas más modernas de Harlem y Jersey City engordan con los nuevos emigrantes de Egipto, Jordania, Malasia y Filipinas. Los musulmanes negros de New Prospect, y los partidarios apóstatas de la Nación del Islam, no salen de sus áticos y sus santuarios de escaparate. La ilusión del sheij Rachid de inaugurar, en uno de los espacios que tiene en el tercer piso, una escuela coránica, un kuttab, para enseñar el Corán a rebaños de niños de primaria está lejos de poder realizarse. Las lecciones que empezó Ahmad hace siete años en compañía de más o menos otros ocho niños, de edades comprendidas entre los nueve y los trece, ahora ya sólo las sigue él. Está solo con el profesor, cuya suave voz, en cualquier caso, llega mejor a un público reducido. Ahmad no se siente cómodo del todo con su maestro; no obstante, como exigen el Corán y los hadices, lo venera.
Ha ido durante siete años dos veces por semana, hora y media, para instruirse en el Corán, pero en el resto de su tiempo no tiene oportunidad de usar el árabe clásico. El elocuente idioma, al-lugha al-fushā, todavía se asienta torpemente en la boca de Ahmad, con todas sus sílabas guturales y sus consonantes enfáticas; y resulta desconcertante para sus ojos: las letras en cursiva, con sus correspondientes salpicaduras de signos diacríticos, le parecen pequeñas, y leerlas de derecha a izquierda aún precisa de un cambio de marcha en su cabeza. En cuanto las enseñanzas, tras haber avanzado poco a poco por el texto sagrado, se someten a revisión, recapitulación y perfeccionamiento, el sheij Rachid muestra su preferencia por las suras cortas más antiguas, las mequíes, poéticas, intensas y crípticas en comparación con los fragmentos prosaicos de la primera parte del Libro, en la que el Profeta se proponía gobernar Medina con leyes pormenorizadas y consejos mundanos.
Hoy el profesor dice:
– Empecemos por «El elefante». Es la sura ciento cinco.
Como el sheij Rachid no quiere contaminar el árabe clásico, concienzudamente aprendido por su alumno, con los sonidos de una variedad coloquial moderna, al-lugha al-'āmmiyya -así lo dice en apresurado dialecto yemení-, da las clases en un inglés fluido pero algo solemne, hablando con cierta repugnancia, acomodando sus labios de color violeta, enmarcados entre su cuidada barba y su bigote, como si quisiera mantener una distancia irónica.
– Lee en voz alta -le indica a Ahmad-, que se note el ritmo, por favor. -Y cierra los ojos para escuchar mejor; en sus párpados bajados asoman capilares púrpura, vívidos sobre su ceroso rostro.
Ahmad recita la fórmula invocatoria:
– bi-smi llāhi r-rah-māni r-rahlī m. -Con tensión por la demanda de ritmo de su maestro, emprende alzando la voz la primera aleya de la sura-: a-lam tara kayfa fa'ala rabbuka bi-asha'bi 'l-fīl.
Con los ojos todavía cerrados, recostado en los cojines de su espaciosa butaca de orejas, de color gris plata y respaldo alto, en la que recibe sentado al escritorio a su pupilo, el cual toma lugar junto a una esquina de la mesa en una espartana silla de plástico moldeado como las que se encuentran en los bares de aeropuerto de las ciudades pequeñas, el sheij lo previene: