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«Dios mío», piensa Levy, «se está dejando llevar, va a describirme su morada polla tercermundista.»

A ella no se le escapa el rechazo, se contiene y dice:

– Yo no me preocuparía por un exceso de estima por parte de Ahmad. Desprecia a su padre, como toca.

– Dígame, Terry. Si su padre estuviera presente, ¿cree que Ahmad se propondría encontrar trabajo de camionero tras la graduación, con los resultados que ha obtenido en las pruebas preuniversitarias?

– No sé. Omar no habría llegado ni a eso. Se habría dedicado a soñar despierto hasta salirse algún día de la carretera. Era un desastre como conductor; incluso entonces, siendo la joven y sumisa esposa que él suponía, era yo quien se ponía al volante si íbamos juntos. Le decía: «Yo también debo cuidar de mi vida». Y le preguntaba: «¿Cómo pretendes ser un americano si no sabes conducir un coche?».

¿Cómo se había convertido Omar en el tema de conversación? ¿Acaso es Jack Levy la única persona en el mundo que se preocupa por el futuro del chico?

– Tiene que ayudarme -le propone a la madre muy seriamente- a darle a Ahmad un futuro más acorde con su potencial.

– Oh, Jack -dice ella; con un ademán despreocupado agita el cigarrillo y se balancea ligeramente en el taburete, una sibila en su trípode, lanzando una proclama-. ¿No cree que la gente termina por encontrar su potencial, del mismo modo que el agua acaba nivelándose? Nunca he creído que las personas fueran vasijas de barro, moldeables. El molde está dentro, desde el principio. He tratado a Ahmad de igual a igual desde que tenía once años, cuando empezó a ser tan religioso. Lo animé. Durante el invierno iba a la mezquita a recogerlo, después de clase. También debo decir que ese imán casi nunca salía a saludar. Incluso me atrevería a afirmar que le repugnaba estrecharme la mano. Jamás mostró el mínimo interés en convertirme a mí. Si Ahmad hubiera hecho todo lo contrario, si le hubiera venido en gana rebelarse contra todo ese latazo de Dios, como hice yo, también habría dejado que pasara. Para mí la religión es simplemente una manera de posicionarse. Es decir sí a la vida. Tienes que confiar en que hay un motivo, si no te hundirás. Cuando pinto, estoy obligada a creer que la belleza surgirá. Con la pintura abstracta no tienes un bonito paisaje o un cuenco de naranjas en el que apoyarte; tiene que salir puramente de ti. Debes cerrar los ojos, por así decirlo, y dar el salto. Tienes que decir sí. -Una vez satisfecha con su proclama, se inclina estirándose hacia el banco de trabajo y aplasta el cigarrillo en una tapa de tarro con cenizas. La camisa se le ciñe a causa del esfuerzo, abre mucho los ojos. Vuelve esos mismos ojos, de un pálido verde cristal, hacia el invitado y añade, por si acaso-: Si Ahmad cree tanto en Dios, dejemos que Dios cuide de él. -Suaviza la aparente crueldad y frivolidad de esta frase adoptando un tono de súplica-: La vida no es algo que uno pueda controlar. No controlamos la respiración, ni la digestión, ni el latir del corazón. La vida es algo que se vive. Dejemos que discurra.

Todo se ha enrarecido. Ella ha percibido sus preocupaciones, la desolación de las cuatro de la mañana, y lo está atendiendo, lo masajea con la voz. A él le gusta, hasta cierto punto, cuando las mujeres empiezan a desnudar sus mentes frente a él. Pero ya lleva demasiado tiempo allí. Beth estará preocupada; le dijo que tenía que pasar por el Central High a por algunos materiales universitarios. No era mentira, ahora ya los ha distribuido.

– Gracias por el descafeinado -dice-. Tengo un poco de sueño.

– Yo también. Y a las seis tengo que estar en el trabajo.

– ¿A las seis?

– El primer turno en el Saint Francis. Soy auxiliar de enfermería. De hecho, no quise ser enfermera: demasiada química y también demasiado ajetreo administrativo; acaban siendo tan pretenciosas como los médicos. Las auxiliares hacen lo que antes solían hacer las enfermeras. Me gusta la parte práctica: tratar con las personas precisamente ahí, al nivel de sus necesidades. Poner cuñas. ¿No creerá que me gano la vida con esto? -y señala, con esas manos que hacen cosas, de uñas cortas, las paredes estridentes.

– No -reconoce.

Ella sigue como si nada.

– Es un pasatiempo, un capricho que me permito. Es mi dicha, como decía aquel hombre en televisión hace unos años. Algunos los vendo, sí, pero no me importa mucho. Pintar es mi pasión. ¿Usted no tiene una pasión, Jack?

Él se echa atrás; su interlocutora está empezando a parecer poseída, una sacerdotisa en un trípode con serpientes en el pelo.

– La verdad es que no. -Cuando se levanta por la mañana tiene que apartar la manta como si fuera de plomo, arremeter sin miramientos contra el día que le espera: decir adiós a chicos que caerán al cenagal del mundo-. ¿Nunca ha pensado -no puede evitar añadir-, trabajando de enfermera, en alentar a Ahmad para que sea médico? Tiene solemnidad, presencia. Si estuviera enfermo, yo pondría mi vida en sus manos.

Teresa entorna los ojos, se vuelven sutiles y -es una palabra que solía usar la madre de Levy, sobre todo para referirse a otras mujeres- ordinarios.

– Es una carrera larga y cara, Jack. Y los médicos que conozco no hacen más que quejarse del papeleo y del asedio de las compañías de seguros. Antes era una profesión respetada en la que se podía ganar mucho dinero. Pero la medicina ya no es lo que era. De un modo u otro terminará siendo algo tan vulgar que los doctores tendrán sueldos de maestros de escuela.

Él se ríe con la pulla, tiene golpes rápidos.

– Claro, eso no sería bueno -reconoce.

– Que espere a ver cuál es su pasión -aconseja ella al asesor-. Por el momento son los camiones, ponerse en marcha. Me dice: «Mamá, necesito ver mundo».

– Tal y como creo que funciona el permiso de conducción comercial, hasta que cumpla los veintiuno lo único que verá es New Jersey.

– Por alguna parte se empieza -dice ella, y ágilmente se baja del taburete. Tiene desabrochados los dos botones de arriba de su camisa de hombre manchada de pintura, de modo que él ve cómo sube y baja la parte superior de sus pechos. Esta mujer tiene muchos síes.

Pero la entrevista ha terminado; son las ocho y media. Levy carga con los tres catálogos universitarios no deseados hasta la habitación donde el chico sigue estudiando y se detiene frente a la mesa oscura y redonda, vieja y sólida; debe de ser alguna herencia, le recuerda a los muebles tristes que sus padres y abuelos tenían en la casa donde creció, en Totowa Road. Desde detrás, el cuello de Ahmad parece vulnerable y fino, y en las puntas de sus orejas pulcras, con muchos repliegues, se ven algunas pecas robadas a su madre. Con cautela, Levy deja los catálogos en el borde de la mesa y casi con confianza toca el hombro del muchacho, a través de la camisa blanca, para reclamar su atención.

– Ahmad, échales un vistazo cuando tengas un momento y mira si hay algo que despierte tu interés como para que tengamos otra charla. Aún no es tarde para que cambies de opinión, todavía puedes pedir plaza.

El chico nota el contacto y replica:

– Aquí hay algo interesante, señor Levy.

– ¿Qué? -Tras conocer a su madre, se siente más cerca de Ahmad, más cómodo.

– Es una de las típicas preguntas que me harán.

Levy lee por encima de su hombro:

«55. Usted conduce un camión cisterna y las ruedas delanteras empiezan a derrapar. ¿Cuál de las opciones siguientes es más probable que ocurra?

»a. Girará usted el volante en sentido contrario lo necesario para mantener el control.

»b. El oleaje de la carga enderezará el remolque.

»c. El oleaje de la carga enderezará el camión tractor.

»d. Usted continuará en línea recta y seguirá adelante independientemente de cómo haga girar el volante».

– Parece una situación preocupante -admite Levy. -¿Cuál cree usted que es la respuesta?

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