Su madre podría haberse apresurado a abrir porque esperaba a alguno de sus amigos masculinos, pero su voz, a oídos de Ahmad, suena sorprendida, perpleja pero no inquieta, respetuosa. La otra voz, cortés, cansada, que Ahmad reconoce vagamente, se presenta como el señor Levy, responsable de tutorías en el Central High. Ahmad se relaja, no es Tylenol ni nadie de la mezquita. Pero ¿por qué el señor Levy? El encuentro había dejado a Ahmad intranquilo, el tutor había expresado su disconformidad con los planes de futuro de Ahmad y, peor aún, su voluntad de entrometerse.
¿Cómo ha llegado tan lejos, hasta su puerta? El edificio de apartamentos es uno de los tres que se construyeron hacía veinticinco años para reemplazar unas viviendas adosadas, tan en decadencia e infestadas de droga que los administradores de New Prospect pensaron que levantar bloques de diez pisos para inquilinos de renta media supondría una mejora. Además, calcularon, en los terrenos expropiados podían instalar un parque con zonas de recreo y, por si fuera poco, un paseo de circunvalación con árboles que debería reavivar las relaciones con ciudades donde imperasen «mejores factores». Pero, como sucede al drenar terrenos para erradicar la malaria, los problemas volvieron: los hijos de los anteriores camellos retomaron el negocio, y los drogadictos empezaron a usar los bancos, los arbustos y las escaleras de los bloques, y se pasaban las noches rondando por los portales. El plan original preveía guardias de seguridad en cada portería, pero el ayuntamiento tuvo que asumir recortes presupuestarios y las garitas con monitores proyectando imágenes de vestíbulos y pasillos fueron dotadas de personal de forma irregular. «Vuelvo en 15 minutos», podía leerse durante horas seguidas en carteles escritos a mano. A esta hora de la noche, inquilinos y visitas solían entrar sin más. El señor Levy debía de haber accedido al edificio, mirado los buzones, tomado el ascensor y llamado a su puerta. Ahí estaba, dentro de casa, junto a la cocina, diciendo quién era con un tono más alto y formal que el que había utilizado con Ahmad en la sesión de tutoría. Entonces le había parecido perezoso, con segundas intenciones, aquejado de dolor de huesos. La madre de Ahmad se ha ruborizado y su voz suena más aguda, atropellada. Está exaltada por esta visita de un delegado de la burocracia distante que planea sobre sus vidas solitarias.
El señor Levy percibe los nervios e intenta relajar la tensión.
– Disculpen que invada su intimidad -dice mirando a un lugar intermedio entre la madre, que está de pie, y el hijo, sentado y que no se levanta de la mesa marrón-. Pero cuando llamé al número de teléfono que figura en el expediente escolar de Ahmad, salió una grabación diciendo que habían dado de baja la línea.
– Tuvimos que hacerlo, después del 11-S -explica ella, aún sin mucho aliento-. Recibíamos llamadas insultantes, de odio. Contra los musulmanes. Cambié el número y pedí que lo quitaran del listín, aunque cueste un par de dólares más al mes. Vale la pena, se lo aseguro.
– No sabe cómo lo siento, señora Ahmw…, señora Mulloy -dice el tutor, y parece lamentarlo de veras, como trasluce su expresión más triste de lo habitual.
– No fueron más que un par de llamadas -interviene Ahmad-. No es para tanto. Casi todo el mundo se portó bien. Yo sólo tenía quince años cuando pasó. ¿Quién podía culparme de nada?
Su madre, con esa manera exasperante que tiene de hacer de cualquier nimiedad un problema, dice:
– Fueron más de un par, créame, señor Levine.
– Levy. -Aún quiere explicar por qué se ha presentado así-. Podría haber pedido a Ahmad que fuera a mi despacho del instituto, pero es con usted con quien me gustaría hablar, señora Mulloy.
– Teresa, por favor.
– Teresa. -Se acerca a la mesa y mira por encima del hombro de Ahmad-. Veo que ya se ha puesto. A estudiar para el permiso comercial, me refiero. Como ya sabrá, no lo pongo en duda, hasta que cumpla los veintiuno no conseguirá más que una categoría C. Ni camiones articulados ni materiales peligrosos.
– Sí, lo sé -responde Ahmad sin apartar la vista, intencionadamente, de la página que trataba de estudiar-. Pero resulta interesante. Quiero aprenderlo todo, ya que me pongo.
– Mejor para usted. Para un joven tan listo, debería ser bastante fácil.
A Ahmad no le da miedo discutir con el señor Levy.
– Es más complejo de lo que cree. Hay un montón de normas estrictas, aparte de todas las partes del camión y qué mantenimiento requieren. No puedes permitirte averías, sería peligroso.
– Muy bien, siga con ello, hijo. Pero no deje que esto interfiera en sus estudios, aún queda un mes de curso, y muchos exámenes. Quiere graduarse, ¿no?
– Sí, claro. -Tampoco quiere discutirlo todo, aunque en verdad le molesta la amenaza indirecta. Se mueren por que se gradúe, por librarse de él. Pero ¿y tras la graduación? Un sistema económico imperialista manipulado en favor de los cristianos ricos.
El señor Levy, al oír ese tono malhumorado, pregunta:
– ¿Le importa si hablo un minuto con su madre?
– No. ¿Debería? ¿Serviría de algo que me importara?
– ¿Quería verme a mí? -interviene la mujer para encubrir la falta de educación de su hijo.
– Será sólo un momento. Se lo vuelvo a decir, señora… seño… ¡bueno, Teresa! Siento molestarla, pero soy de esas personas que, cuando se les mete algo en la cabeza, no paran hasta tomar cartas en el asunto.
– ¿Quiere una taza de café, señor…?
– Jack. Mi madre me llamaba Jacob, pero la gente prefiere Jack. -La mira a la cara, con su rubor, sus pecas y sus ojos saltones, excesivamente solícitos. Parece ansiosa por quedar bien. El personal del instituto ya no recibe como antes el respeto de los padres, para algunos de ellos eres un enemigo más, como la policía, sólo que un tanto ridículo porque no llevas pistola. Pero esta mujer, pese a ser una generación más joven que él, es suficientemente mayor, intuye, para haber recibido educación religiosa y que las monjas le hayan inculcado respeto-. No, gracias -responde-. Duermo fatal.
– Le puedo preparar uno descafeinado -promete ella, demasiado entusiasta-. ¿Le gusta el instantáneo? -Sus ojos son de un verde claro, como el de las botellas de cristal en que venía antes la Coca-Cola.
– Me está tentando -se permite decir él-. Bueno, pero sólo si es rápido. ¿Adónde podemos ir, y así dejamos de molestar a Ahmad? ¿A la cocina?
– Está muy desordenada. Aún no he recogido los platos. Esperaba centrarme en mi cuadro mientras me quedasen energías. Vayamos a mi estudio, allí tengo un hornillo eléctrico.
– ¿Estudio?
– Yo lo llamo así. También es mi dormitorio. Haga como si no viera la cama. Me veo obligada al multiuso, para que a Ahmad no le falte privacidad en su habitación. Compartimos cuarto durante años, quizá demasiado tiempo. Estos apartamentos baratos, ya sabe, las paredes son como de papel.
Abre la puerta por la que había salido diez minutos antes.
– ¡Vaya! -dice Jack Levy al entrar-. Creo que Ahmad me dijo que pintaba, pero…
– Intento trabajar con formatos grandes, más luminosos. La vida es muy corta, me dije un día de repente, ¿por qué preocuparme tanto de los detalles? La perspectiva, las sombras, las uñas… la gente no se fija, y tus colegas, los otros pintores, te acusan de hacer mero figurativismo. Algunos de mis clientes habituales, como los de la tienda de regalos de Ridgewood, que venden mi material desde hace años, están un poco desconcertados por el nuevo rumbo que he tomado, pero yo les digo: «No puedo evitarlo, es la dirección que debo seguir». Si no creces, estás muerto, ¿no?
Rodeando la cama, hecha con descuido, la manta arrebujada, Levy contempla las paredes entornando los ojos, con respeto.
– ¿Y dice que los vende?
Se arrepiente de cómo lo ha expresado; ella salta a la defensiva.
– Algunos, no todos. Ni Rembrandt ni Picasso vendieron toda su obra de buenas a primeras.