– Soy un buen musulmán en un mundo que se burla de la fe.
– En lugar de ser bueno, de portarte bien, ¿no te apetece nunca sentirte bien? -pregunta Joryleen. Ahmad cree que su interés es sincero; al pertenecer a una confesión tan rígida, él debe de resultarle un enigma, un espécimen curioso.
– Puede que ambas cosas vayan juntas -expone-. El ser y el sentir.
– Has venido a mi iglesia -dice ella-. Yo podría ir contigo a tu mezquita.
– No serviría de nada. No podríamos sentarnos juntos, y no podrías participar del rito sin un curso previo, y sin una demostración de sinceridad.
– Uau. Podría llevarme más tiempo del que dispongo. Dime, Ahmad, ¿qué haces cuando quieres divertirte?
– Algunas de las mismas cosas que tú, aunque «divertirse», como dices, no es la meta en la vida de un buen musulmán. Dos veces por semana voy a clases de lengua e interpretación del Corán. También voy al Central High. En otoño juego con el equipo de fútbol: la temporada pasada no lo hice mal, marqué cinco goles, uno de penalti. Y en primavera hago atletismo. Para mis gastos, y para ayudar a mi madre… la típica irlandesa con pecas, como tú la llamas…
– Como Tylenol la llama.
– …como queda claro que vosotros dos la llamáis, trabajo en el Shop-a-Sec entre doce y dieciocho horas por semana. Tiene algo de «divertido»: observar a los clientes y lo variado de los vestuarios y de las locuras individuales que fomenta la permisividad americana. No hay nada en el islam que prohíba ver la televisión o ir al cine, pero de hecho todo está tan saturado de desesperanza e impiedad que me repugna y deja de interesarme. Y tampoco va contra el islam relacionarse con miembros del sexo opuesto, siempre que se acaten algunas estrictas prohibiciones.
– Tan estrictas que al final no pasa nada, ¿es eso? Ahora a la izquierda, si es que quieres acompañarme a casa. No estás obligado, ya sabes. Entramos en malos barrios. No querrás meterte en líos.
– Lo que quiero es que llegues bien a casa. -Y prosigue-: Las prohibiciones se establecen en interés no tanto del varón como de la hembra. La virginidad y la pureza son valores importantísimos.
– ¡Venga ya! -dice Joryleen-. ¿A ojos de quién? O sea, ¿quién es el que impone esos valores?
Lo está llevando, Ahmad se da cuenta, a un punto en que tendrá que traicionar sus creencias si responde a las preguntas que le plantea. En clase, lo ha visto en el instituto, ella es de las que saben hablar, encandilan a los profesores y no se percatan de que está apartándolos de la materia y haciéndoles perder tiempo docente. Tiene un punto pícaro.
– A ojos de Dios -responde Ahmad-, como reveló el Profeta: «Di a las creyentes que bajen la vista con recato, que sean castas». Es de la misma sura que aconseja a las mujeres que no muestren sus adornos, que cubran su escote con el velo y que ni siquiera batan con los pies para que no tintineen sus ajorcas, los brazaletes de tobillo.
– Tú crees que enseño demasiado las tetas… La mirada te delata.
Con sólo oír la palabra «tetas» pronunciada por sus labios, Ahmad se estremece de manera indecente. Mirando al frente, contesta:
– La pureza es un fin en sí mismo. Como te decía, portarse bien y sentirse bien ha sido todo uno.
– ¿Y qué es de las vírgenes del otro mundo? ¿Qué pasa con la pureza de los jóvenes mártires que llegan allí, rebosantes de semen?
– Su virtud recibe recompensa a la vez que conservan la pureza en el contexto creado por Dios. Mi profesor en la mezquita cree que las huríes de oscuros ojos rasgados simbolizan una dicha que no se podría concebir sin imágenes concretas. Centrarse en esa imagen y ridiculizar al islam por ella es típico del Occidente obsesionado con el sexo.
Siguen en la dirección que Joryleen ha indicado. El vecindario es cada vez más destartalado; los arbustos están sin cuidar, las casas sin pintar, hay partes en que las losas de la acera o bien están sueltas o bien rotas por la presión de las raíces de los árboles; se ve basura esparcida en los reducidos patios delanteros. Las hileras de casas no siempre están completas, son como bocas con algún diente arrancado, y los solares se han cercado; sin embargo, las gruesas cadenas que cierran las vallas están cortadas y retorcidas, han cedido al empuje invisible de gente a quien no le gustan las cercas, que quiere llegar rápido a algún sitio. En algunas manzanas, las hileras de casas se han convertido en un único edificio alargado con muchas puertas descascarilladas y gradas de cuatro escalones, tanto las viejas casas de madera como las nuevas de hormigón. Arriba, las ramas más altas de los árboles se entrelazan con el tendido eléctrico que transporta la energía por la ciudad, un arpa destensada que se precipita en oquedades nacidas tras la poda. Salpican el paisaje flores y brotes abriéndose, de un color entre amarillo y verde; tienen apariencia luminosa, en contraste con el cielo manchado de nubes.
– Ahmad -dice Joryleen con súbita exasperación-, supongamos que nada de eso es verdad, supón que mueres y no hay nada en el otro lado, nada de nada. ¿Qué sentido tiene entonces toda esa pureza?
– Si nada de eso es cierto -manifiesta Ahmad, con el estómago encogido sólo de pensarlo-, entonces es que el mundo es demasiado horrible como para sentir ningún afecto por él, y no lamentaría dejarlo.
– ¡Tío! Eres único, no va en broma. En esa mezquita deben de quererte a muerte.
– Allí hay muchos como yo -confiesa, a la vez con frialdad y delicadeza, casi como un reproche-. Algunos son -no quiere decir «negros» ya que, aunque sea una denominación políticamente correcta, no suena amable- lo que llamáis «vuestros hermanos». La mezquita y sus profesores les dan lo que el Estados Unidos cristiano les niega: respeto; y les plantean desafíos que les exigen poner algo de su parte. El islam exige austeridad. Exige templanza. Lo único que Estados Unidos pide a sus ciudadanos, lo ha dicho vuestro presidente, es que compremos: gastar un dinero que no podemos permitirnos y así impulsar la economía en beneficio de él y otros hombres ricos.
– No es mi presidente. Si este año pudiera votar, yo votaría para echarle, apoyaría a Al Sharpton.
– Tanto da qué presidente haya. Todos quieren que los americanos sean egoístas y materialistas, que desempeñen su papel en el consumismo. Pero el espíritu humano pide abnegación. Desea decirle «no» al mundo físico.
– Cuando hablas así me asustas. Suena como si odiaras la vida. -Y no lo deja ahí, desvelándose con la misma libertad que cuando canta-. Para mí, el espíritu es lo que sale del cuerpo, como salen las flores de la tierra. Odiar tu cuerpo es odiarte a ti mismo, los huesos, la sangre, la piel y la mierda que hacen que tú seas tú.
Como cuando estaba ante el rastro irisado de un gusano o una babosa desaparecida, Ahmad se siente alto, lo bastante alto como para sentir vértigo al mirar a esta chica bajita y redonda cuya indignación ante sus anhelos de pureza da vivacidad a su voz y a sus labios. En el punto donde sus labios se funden con la piel de la cara hay un filo, una fina línea parecida al poso que deja el cacao en las tazas. Las cavilaciones de Ahmad se centran en sumirse en el cuerpo de ella, y sabe por la suntuosidad y ligereza de los mismos que son malos pensamientos.
– No hablo de odiar tu cuerpo -la corrige-, sino de no convertirse en su esclavo. Miro a mi alrededor y veo esclavos: esclavos de las drogas, esclavos de las modas, esclavos de la televisión, esclavos de ídolos deportivos que ni siquiera saben que sus admiradores son seres humanos, esclavos de las opiniones profanas y absurdas de los demás. Tienes buen corazón, Joryleen, pero con esa actitud tan indolente te encaminas derecha al infierno.
Ella se ha parado en la acera, en una calle desolada, sin árboles, y Ahmad piensa que se ha detenido por rabia hacia él, víctima de una desilusión que casi le hace saltar las lágrimas, pero entonces se da cuenta de que esa portería anodina es la suya, con sus cuatro escalones de madera moteada de gris como por una lluvia interminable. Al menos el apartamento donde él vive está en un edificio de ladrillo, en la parte norte del bulevar. La decepción de Joryleen lo hace sentirse culpable ya que, al invitarlo a pasear, ella seguramente había esperado algo más de él.