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Arthur y Lauren llegaron una hora más tarde. Cuando el primero salió del Ford, miró a Pilguez directamente a los ojos y éste se dirigió hacia él.

– ¡Dos cosas! -dijo Arthur-. ¡La primera, que esta casa no está ni estará en venta! ¡La segunda, que es una propiedad privada!

– Lo sé, y me da absolutamente lo mismo que esté en venta o no lo esté. Ya es hora de que me presente. -Le mostró la placa y añadió-: Tengo que hablar con usted.

– ¡Creo que eso es lo que está haciendo!

– Tranquilamente.

– Tengo tiempo.

– ¿Podemos entrar?

– ¡Sin una orden, no!

– Hace mal en adoptar esa actitud.

– Usted ha hecho mal en mentirme. Yo le he recibido en mi casa y le he invitado a beber.

– ¿Podemos al menos sentarnos en el porche?

– Podemos. Pase delante.

Se sentaron en el balancín.

Lauren, de pie ante la escalinata, estaba aterrorizada. Arthur le hizo un guiño para tranquilizarla y darle a entender que controlaba la situación y que no había que preocuparse.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -le preguntó al policía.

– Explicarme su motivo. Ahí es donde me quedo bloqueado.

– ¿Mi motivo para qué?

– Voy a ser muy franco. Sé que es usted.

– Aún a riesgo de parecerle un poco tonto, le diré que, efectivamente, soy yo. Yo soy yo desde que nací; nunca he padecido esquizofrenia. ¿De qué demonios habla?

Quería hablarle del cuerpo de Lauren Kline, que él había robado del Memorial Hospital durante la noche del domingo al lunes con ayuda de un cómplice y utilizando una vieja ambulancia. Le informó que la ambulancia había sido encontrada en un taller de reparación de carrocerías. Siguiendo con su táctica, afirmaba estar convencido de que el cuerpo estaba allí, en aquella casa, más concretamente en la única habitación con los postigos cerrados.

– Lo que no entiendo es por qué, y no puedo parar de darle vueltas.

Le faltaba poco para jubilarse y lo que menos le apetecía era acabar su carrera con un enigma sin resolver. Quería descubrir los pormenores de aquel caso.

Lo único que le interesaba era saber por qué lo había hecho.

– Me importa un carajo meterlo entre rejas. Llevo toda la vida enchironando a la gente, total, para que salgan al cabo de unos años y vuelvan a empezar. Por un delito así le caerán cinco años como máximo, así que no voy ni a molestarme, pero quiero conocer el motivo.

Arthur fingió no comprender una sola palabra de lo que decía el policía.

– ¿Qué es toda esa historia de cuerpos y ambulancias?

– Intentaré robarle el menos tiempo posible. ¿Acepta dejarme entrar en la habitación de los postigos cerrados sin una orden de registro?

– ¡No!

– ¿Y por qué, si no tiene nada que ocultar?

– Porque esa habitación, como usted dice, era el dormitorio y el despacho de mi madre y está cerrada desde que ella murió.

»Es el único sitio donde no he tenido valor para entrar, y por eso están cerrados los postigos. Hace más de veinte años que esa estancia está cerrada, y no cruzaré el umbral de esa puerta si no estoy solo y preparado para hacerlo, ni siquiera para evitar que usted imagine una solución para su rocambolesca historia. Espero haber sido claro.

– Su explicación es lógica. En fin, me voy a marchar…

– Exacto, váyase, tengo que vaciar el maletero.

Pilguez se dirigió hacia su coche. Mientras abría la portezuela, se volvió y miró a Arthur directamente a los ojos, vaciló un instante y decidió llevar hasta el final el farol que se había marcado.

– Si quiere visitar esa estancia en la más estricta intimidad, cosa que comprendo, hágalo esta noche. Porque yo soy testarudo y volveré mañana a última hora con una orden, y entonces ya no podrá estar solo. Puede intentar trasladar el cuerpo por la noche, por supuesto, pero en el juego del gato y el ratón yo tengo más experiencia, llevo treinta años en el oficio, y su vida se convertiría en una pesadilla. Dejo mi tarjeta sobre la balaustrada con el número del móvil por si tiene algo que decirme.

– ¡No tendrá ninguna orden!

– Cada oficio tiene sus trucos. Buenas noches.

Pilguez se alejó deprisa. Arthur se quedó inmóvil unos minutos, con los brazos en jarras y el corazón latiéndole aceleradamente. Lauren no tardó en interrumpir el hilo de sus pensamientos.

14

– ¡Hay que confesarle la verdad y negociar con él!

– Tengo que darme prisa en sacar tu cuerpo de aquí.

– ¡No, no quiero! ¡Ya basta! Seguro que estará escondido por ahí y te pillará en flagrante delito. Para, Arthur, es tu vida. Ya lo has oído, te arriesgas a que te caigan cinco años de prisión.

Arthur presentía que el poli estaba marcándose un farol, que no tenía nada, que no conseguiría una orden judicial, y expuso su plan de salvamento: al caer la noche, saldrían por la parte de delante de la casa y meterían el cuerpo en la barca.

– Bordearemos la costa y te esconderemos en una gruta durante dos o tres días.

Si el policía indagaba, se quedaría con un palmo de narices y no tendría más remedio que abandonar.

– Te seguirá, porque es policía y porque es testarudo -replicó ella-. Todavía tienes una posibilidad de salir de este lío si le haces ganar tiempo en la investigación, si le ofreces la clave del enigma a cambio de un arreglo. Hazlo ahora; después será demasiado tarde.

– Está en juego tu vida, así que esta noche trasladaremos tu cuerpo.

– Arthur, tienes que ser razonable. Esto es una huida hacia delante, y es demasiado peligroso.

– Esta noche nos haremos a la mar -repitió Arthur, dándole la espalda.

Luego vació el maletero del coche. El resto del día se hizo largo. Se hablaron poco y apenas cruzaron unas miradas. Al final de la tarde, ella se plantó delante de él y lo estrechó entre sus brazos. El la besó con dulzura.

– No puedo dejar que te lleven, ¿lo entiendes? -dijo Arthur.

Ella lo entendía, pero le resultaba muy difícil permitir que comprometiera su vida.

Arthur esperó a que cayera la noche para salir por la puerta-ventana que daba a la parte de abajo del jardín. Anduvo hasta las rocas y comprobó que el mar se oponía a su proyecto. Grandes olas rompían contra la costa, imposibilitando la ejecución del plan que había trazado. La barca se estrellaría al primer golpe de mar. Y empezaba a soplar un viento que todavía empeoraba la situación. Se puso en cuclillas, con la cabeza entre las manos.

Lauren, que se había acercado a él sin hacer ruido, se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

– Volvamos -le dijo-, vas a quedarte frío.

– Yo…

– No digas nada, interpreta esto como una señal. Pasaremos esta noche sin atormentarnos y ya verás como mañana se te ocurre algo; además, a lo mejor el viento amaina al amanecer.

Pero Arthur sabía que el viento de alta mar anunciaba una tormenta que duraría por lo menos tres días. Cuando el mar se enfurecía nunca se calmaba en una noche. Cenaron en la cocina y encendieron la chimenea del salón. Hablaban poco. Arthur no paraba de pensar, pero no se le ocurría nada. Fuera, el viento soplaba con más fuerza, doblando los árboles hasta casi partirlos, la lluvia azotaba los cristales de las ventanas y el mar había iniciado un ataque sin cuartel contra la muralla de rocas.

– Antes me encantaba cuando la naturaleza se desmandaba así. Esta noche parece la banda sonora de Tornado.

– Te veo muy triste, Arthur, pero no deberías estarlo. No estamos despidiéndonos. No paras de decirme que no piense en el mañana, así que aprovechemos este momento que todavía nos pertenece.

– No lo consigo. Ya no sé vivir el momento sin pensar en el que le seguirá. ¿Cómo lo consigues tú?

– Pienso en los minutos presentes; son eternos.

Lauren decidió contarle una historia, un juego para distraerlo. Le pidió que imaginara que había ganado un concurso cuyo premio sería el siguiente: todas las mañanas, un banco le abriría una cuenta con 86.400 dólares. Pero como todo juego tiene sus reglas, éste tendría dos.

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