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He hecho las cosas lo mejor que he podido, cariño, lo mejor que ha podido esta mujer, con sus cualidades y sus defectos, pero debes saber que tú has sido toda mi vida, toda mi razón de vivir, lo más hernioso y lo más extraordinario que me ha sucedido. Rezo para que experimentes un día la sensación única de tener un hijo, porque entonces comprenderás muchas cosas.

Mi mayor orgullo es ser tu madre y seguir siéndolo siempre.

Te quiero.

Lili

Arthur dobló la carta y volvió a dejarla en la maleta. Lauren lo vio llorar, se acercó a él y enjugó sus lágrimas con el reverso del índice. El alzó los ojos, sorprendido, y toda su pena quedó borrada por la ternura de la mirada de ella, cuyo dedo comenzó a deslizarse hacia la barbilla con un movimiento oscilante. Arthur posó una mano en su mejilla, después alrededor de su nuca, y acercó la cara a la suya. Cuando sus labios se rozaron, ella retrocedió.

– ¿Por qué haces esto por mí, Arthur?

– Porque te quiero, y eso es cosa mía.

La tomó de la mano y la condujo al exterior de la casa.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Lauren.

– Al mar.

– No, aquí, ahora -dijo ella, situándose frente a él y desabrochándole la camisa.

– Pero ¿cómo lo haces? Si no podías…

– No hagas preguntas. No lo sé.

Le quitó la camisa y le pasó las manos por la espalda. Arthur se sintió desconcertado. ¿Cómo se desnudaba a un fantasma? Ella sonrió, cerró los ojos y se quedó instantáneamente desnuda.

– Basta que piense en una prenda de vestir para que aparezca sobre mi cuerpo inmediatamente. Si supieras cómo he aprovechado esa capacidad…

Allí mismo, en el porche de la casa, enlazó a Arthur y lo besó.

El alma de Lauren fue penetrada por su cuerpo de hombre y entró a su vez en el cuerpo de Arthur, invadiéndolo mientras duró el abrazo, como en la magia de un eclipse… La maleta estaba abierta.

12

El inspector Pilguez se presentó en el hospital a las once. La enfermera jefe de guardia había llamado a la comisaría nada más empezar su turno, a las seis de la mañana. Una paciente en coma había desaparecido del hospital; se trataba de un secuestro.

Pilguez había encontrado la nota sobre su mesa al llegar y se había encogido de hombros, preguntándose por qué siempre le tocaban a él esa clase de asuntos. Había despotricado ante Nathalia, la encargada de repartir los casos en la Central.

– Oye, guapa, ¿te he hecho yo algo para que me asignes semejantes casos un lunes por la mañana?

– Habrías podido afeitarte mejor para empezar la semana -había contestado ella con una amplia sonrisa culpable.

– Una respuesta interesante. ¡Espero que le tengas cariño a tu silla giratoria, porque presiento que va a pasar mucho tiempo antes de que la dejes!

– ¡Eres un monumento a la amabilidad, George!

– ¡Sí, exacto, y eso me da derecho a elegir los palomos que me van a cagar encima!

Y había dado media vuelta. Empezaba una mala semana; aunque, para ser exactos, empalmaba con otra mala semana que había acabado dos días antes.

Para Pilguez, una buena semana estaría compuesta de días en los que sólo llamaran a los polis para resolver problemas de vecindad o de respeto al Código Civil. La existencia de la Brigada Criminal era un despropósito, pues significaba que en aquella ciudad había bastantes perturbados para matar, violar, robar y, ahora, secuestrar a personas en coma que estaban en el hospital. A veces pensaba que después de treinta años de profesión debería haberlo visto todo, pero cada semana ampliaba los límites de la demencia humana.

– ¡Nathalia! -gritó desde su despacho.

– ¿Sí, George? -dijo la encargada del reparto-. ¿No ha ido bien el fin de semana?

– ¿Podrías bajar a buscarme unos donuts?

Ella, con los ojos clavados en la barandilla de la comisaría mientras mordisqueaba el bolígrafo, hizo un gesto negativo con la cabeza.

– ¡Nathalia! -volvió a gritar el inspector.

Ella estaba copiando las referencias de los informes de la noche en el espacio reservado a tal efecto. En parte porque las casillas eran demasiado pequeñas y en parte porque el jefe del distrito séptimo, su superior, como ella lo llamaba irónicamente, era un maniático, se esforzaba en hacer una letra minúscula para no salirse de los recuadros.

– Sí, George, dime que te jubilas esta noche -contestó sin levantar siquiera la cabeza.

Pilguez se levantó de un salto y se plantó delante de ella.

– ¡Eso es una crueldad!

– ¿Por qué no te compras algo con lo que desahogarte?

– Porque para desahogarme te tengo a ti. Eso justifica el cincuenta por ciento de tu sueldo.

– Oye, los donuts esos te los voy a poner de sombrero. Venga, no seas ganso.

– ¿Ganso yo?

– Sí, tú. Eres un ganso horrible que ni siquiera sabe volar, andas como un ganso. Venga, vete a currar y déjame en paz.

– Eres preciosa, Nathalia.

– Claro, claro…, y tu belleza es comparable a tu simpatía.

– Venga, ponte la rebeca de tu abuela que voy a llevarte a tomar un café.

– ¿Y quién hace el reparto?

– Espera, no te muevas, voy a enseñártelo.

Se volvió y se acercó a paso rápido al joven en prácticas que clasificaba expedientes en el otro extremo de la habitación. Lo agarró del brazo y le hizo cruzar la gran sala hasta la mesa de la entrada.

– Bueno, amigo, ahora te sientas en esa silla de ruedas con brazos porque a la señora le ha correspondido un ascenso: un par de brazos mullidos. Tienes permiso para girar, pero sin dar más de dos vueltas completas en el mismo sentido. Descuelgas el teléfono cuando suene, dices: «Buenos días. Comisaría Central, Brigada Criminal, dígame…», escuchas lo que te digan, lo anotas todo en estos papeles y no vas a mear hasta que volvamos. Y si alguien te pregunta dónde está Nathalia, le dices que ha tenido de repente una indisposición propia de su sexo y que se ha ido corriendo a la farmacia. ¿Crees que serás capaz de hacerlo?

– ¡Con tal de no tomar café con usted, sería capaz hasta de limpiar los lavabos, inspector!

George hizo oídos sordos, agarró a Nathalia del brazo y la arrastró por la escalera.

– ¡Esa rebeca debía de sentarle bien a tu abuela! -le dijo sonriendo.

– ¡Cómo voy a aburrirme en este curro cuando te jubilen, George!

En la esquina de la calle parpadeaba un rótulo de neón rojo de los años cincuenta. Las letras luminosas que formaban el nombre, The Finzy Bar, enviaban un pálido resplandor al ventanal del viejo establecimiento. Finzy había tenido sus momentos gloriosos. Ahora sólo quedaba de aquel lugar anticuado una decoración de paredes y techos amarillentos, alféizares de madera envejecidos por el tiempo, parqué gastado por los miles de pasos ebrios y las pisadas de encuentros de una noche. Desde la acera de enfrente, parecía un cuadro de Hooper. Cruzaron la calle, se sentaron ante la vieja barra de madera y pidieron dos cafés largos.

– ¿Tan malo ha sido el domingo, grandullón?

– No puedes ni imaginarte lo que me aburro los fines de semana, preciosa.

– ¿Lo dices porque no pude almorzar contigo el domingo? -Él asintió con la cabeza-. Pero ve a algún museo, sal un poco…

– Si voy a un museo, al cabo de dos segundos veo a un carterista y tengo que acabar en el despacho.

– Pues vete al cine.

– Me duermo en la oscuridad.

– ¡Pues entonces vete a pasear!

– Esa es una buena idea. Iré a pasear, así no tendré pinta de gilipollas deambulando por las calles. ¿Qué haces? ¡Nada, estoy paseando! Estamos hablando de todo un fin de semana. ¿Qué tal con tu nuevo novio?

– Nada del otro mundo, pero estoy entretenida.

– ¿Sabes cuál es «el» defecto de los hombres? -preguntó George.

– No. ¿«Cuáles»?

– Los hombres no deberían aburrirse con una chica como tú. Si yo tuviera quince años menos, me apuntaría en tu carnet de baile.

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