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Pero, eso sí, la rosaleda se había salvado.

– ¡Mira! -dijo Lauren al entrar en el jardín-. ¡Todavía hay muchísimas!

– Sí, son rosas silvestres. Esas no le temen ni al sol ni a la lluvia, y conviene ponerse guantes para cortarlas porque están repletas de espinas.

Pasaron buena parte del día descubriendo y redescubriendo el inmenso jardín que rodeaba la casa. Arthur le enseñó a Lauren los árboles, las inscripciones que había hecho en la corteza de algunos. Pasado un pino piñonero, le señaló el lugar donde se había roto la clavícula.

– ¿Cómo fue?

– Estaba maduro y caí del árbol.

Y el día transcurrió sin que se dieran cuenta. A la hora prevista, fueron de nuevo a la orilla del mar, se sentaron en las rocas y contemplaron ese espectáculo que gente de todo el mundo va a ver. Lauren abrió los brazos y exclamó:

– ¡Miguel Ángel está en forma esta tarde!

Arthur la miró sonriendo. La noche cayó muy deprisa. Se refugiaron en la casa. Arthur se ocupó de «los cuidados del cuerpo» de Lauren. Luego encendió la chimenea del saloncito, donde se instalaron ambos después de que él hubiera tomado una cena ligera.

– Y esa maleta negra que has mencionado antes, ¿qué es?

– ¡No se te escapa nada!

– Presto atención, simplemente.

– Es una maleta que pertenecía a mamá. Ahí guardaba todas sus cartas y todos sus recuerdos. Creo que esa maleta contiene lo esencial de su vida.

– ¿Por qué lo crees?

Esa maleta era un gran misterio. Él podía disponer de toda la casa, salvo del armario donde estaba guardada. Prohibición expresa de acercarse.

– ¡Y te aseguro que no me hubiera arriesgado a hacerlo!

– ¿Dónde está?

– Ahí al lado, en el despacho.

– ¿Y no has venido nunca para abrirla? ¡No puedo creerlo!

Debía de contener toda la vida de su madre, y no había querido precipitar ese momento; se había dicho que tenía que ser adulto y estar dispuesto de verdad a exponerse a abrirla para comprender.

– Bueno, la verdad es que siempre me ha dado mucho miedo -confesó finalmente al observar la expresión escéptica de Lauren.

– ¿Por qué?

– No sé…, miedo de que cambie la imagen que he conservado de ella, miedo de que me invada la tristeza.

– ¡Ve a buscarla!

Arthur no se movió. Ella insistió en que fuera a buscarla, diciéndole que no tenía por qué tener miedo. Si Lili había metido toda su vida en una maleta, sin duda era para que un día su hijo supiese quién había sido. Ella no lo había querido para que viviera con el recuerdo de una imagen.

– El riesgo de amar es amar tanto los defectos como las cualidades, porque son indisociables. ¿De qué tienes miedo? ¿De juzgar a tu madre? No tienes alma de juez. No puedes fingir que el contenido de la maleta no existe, estás infringiendo su ley… ¡Te lo dejó para que lo sepas todo sobre ella, para prolongar lo que el tiempo no le dejó hacer, para que la conozcas de verdad, no sólo como niño, sino con tus ojos y tu corazón de hombre!

Arthur reflexionó unos instantes en lo que Lauren acababa de decirle. Se levantó sin dejar de mirarla, fue al despacho y abrió el famoso armario. Contempló la pequeña maleta negra que había ante él, sobre un estante, la agarró de la gastada asa y arrastró todo aquel pasado hacia el presente. De vuelta en el saloncito, se sentó en el suelo junto a Lauren y los dos se miraron como dos niños que acabaran de encontrar el tesoro de Barbarroja. Tras haber recobrado el aliento, empujó los dos pestillos y la tapa se abrió. La maleta rebosaba de sobres de todos los tamaños llenos de cartas y fotos; también había pequeños objetos: un avioncito de pasta de sal que Arthur había hecho un año para el Día de la Madre, un cenicero de arcilla con motivo de una Navidad, un collar de conchas de origen desconocido, su cuchara de plata y sus zapatitos de bebé. Una auténtica cueva de Alí Baba. En el interior de la tapa había una carta doblada y cerrada con una grapa. Lili había escrito el nombre de Arthur en grandes letras. Él la abrió.

Querido Arthur:

Por fin estás en tu casa. El tiempo cura todas las heridas, aunque nos deje algunas cicatrices. En esta maleta encontrarás todos mis recuerdos, los que tengo de ti y los de antes de que nacieras, todos los que no pude contarte porque todavía eras pequeño. Descubrirás a tu madre con otra mirada, te enterarás de muchas cosas; porque, además de ser tu madre, he sido una mujer, con mis miedos, mis dudas, mis fracasos, mis pesares y mis victorias. Para darte todos los consejos que te prodigaba, fue preciso también que me equivocara, cosa que me sucedió con frecuencia. Los padres son montañas que uno se pasa la vida escalando, sin saber que un día nosotros representaremos su papel.

No hay nada más complejo que educar a un hijo. Te pasas la vida entera dando todo lo que crees que es justo y sabiendo al mismo tiempo que estás constantemente equivocándote. Pero, para la mayoría de los padres, todo es amor, aun cuando a veces no se puede evitar cierto egoísmo. La vida no es un sacerdocio. El día que cerré esta pequeña maleta, temí decepcionarte. No te dejé tiempo de emitir juicios de adolescente. No sé qué edad tendrás cuando leas esta carta. Te imagino un apuesto joven de treinta años, tal vez un poco mayor. ¡Cómo me hubiera gustado vivir todos esos años a tu lado! Si supieras lo vacía que me deja la idea de no volver a verte por la mañana cuando abras los ojos, de no volver a oír el sonido de tu voz cuando me llames… Pensarlo me hace más daño que la enfermedad que me lleva tan lejos de ti.

Siempre he estado enamorada de Antoine, pero no he vivido ese amor por miedo. Miedo de tu padre, miedo de hacerle daño, miedo de destruir lo que había construido, miedo de confesarme que me había equivocado. Tuve miedo del orden establecido, miedo de volver a empezar, miedo de que no funcionara, miedo de que todo fuese un sueño. No vivirlo fue una pesadilla. Pensaba en él día y noche, y me lo prohibía.

Tras la muerte de tu padre, el miedo continuó: miedo de traicionar, miedo por ti. Todo aquello fue una inmensa mentira. Antoine me ha amado como toda mujer desearía ser amada al menos una vez en la vida. Y yo no he sabido corresponderle por culpa de una increíble cobardía. Yo disculpaba mis debilidades, me complacía en ese melodrama barato, y me negaba a ver que mi vida pasaba a toda velocidad y que yo pasaba por su lado. Tu padre era un hombre admirable, pero Antoine era para mí un hombre único; nadie me miraba como él, nadie me hablaba como él. A su lado, nada podía pasarme, me sentía protegida de todo. Él comprendía todos mis deseos y no cejaba hasta satisfacerlos. Toda su vida estaba basada en la armonía, la delicadeza, el saber dar, mientras que yo buscaba batallas como razón de existir y lo ignoraba todo del saber recibir. Estaba aterrorizada, me obligaba a creer que esa felicidad era imposible, que la vida no podía ser tan agradable. Una noche, cuando tú tenías cinco años, hicimos el amor. Concebí un hijo y no lo conservé. Nunca se lo dije, pero estoy segura de que lo supo. Lo adivinaba todo de mí.

Quizás haya sido mejor así debido a lo que ahora me pasa, pero también creo que tal vez esta enfermedad no se habría desarrollado si hubiese estado en paz conmigo misma. Hemos vivido todos estos años a la sombra de mis mentiras, he sido hipócrita con la vida y ella no me lo ha perdonado. Ya sabes más cosas de tu madre. He dudado en contarte todo esto, he tenido miedo una vez más de que me juzgaras, pero ¿no te he enseñado que la peor mentira es mentirse a uno mismo? Hay muchas cosas que hubiera querido compartir contigo, pero no hemos tenido tiempo. Antoine no te ha criado por mi culpa, por culpa de mi ignorancia. Cuando supe que estaba enferma, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Encontrarás muchas cosas en este batiburrillo que te dejo: fotos tuyas, mías, de Antoine, sus cartas… No las leas, me pertenecen; están aquí porque nunca he sido capaz de deshacerme de ellas. Te preguntarás por qué no hay fotos de tu padre. Las rompí todas una noche que me dejé llevar por la cólera y la frustración. Estaba furiosa conmigo misma.

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