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– La primera regla es que todo lo que no te has gastado a lo largo del día, se te retira por la noche. No puedes hacer trampas, no puedes traspasar ese dinero a otra cuenta, sólo puedes gastarlo. Pero a la mañana siguiente, al despertar, el banco te abre otra cuenta con 86.400 dólares para ese día.

»La segunda regla es que el banco puede interrumpir este juego sin previo aviso. En cualquier momento puede decirte que se ha acabado, que cancela la cuenta y ya no te abre ninguna más. ¿Qué harías?

Arthur no acababa de entenderlo.

– Pero si es muy sencillo, hombre, es un juego. Todas las mañanas, al despertar, te dan 86.400 dólares con la única condición de que los gastes durante ese día, pues el saldo no utilizado se te retirará cuando te vayas a dormir. Pero ese don del cielo o ese juego puede acabar en cualquier momento, ¿comprendes? Y la pregunta es: ¿qué harías si te encontraras en esa situación?

El respondió espontáneamente que se lo gastaría todo en lo que le apeteciera y en hacer multitud de regalos a las personas que quería. Emplearía hasta el último céntimo que le diera ese «banco mágico» en llevar la felicidad a su vida y a la de los que lo rodeaban.

– Incluso a la de gente que no conozco, porque no creo que pudiera gastar en mí y en mis allegados 86.400 dólares al día. Pero ¿adónde quieres ir a parar?

– Ese banco mágico lo tenemos todos -contestó ella-. Es el tiempo. El cuerno de la abundancia de los segundos que pasan.

»Todas las mañanas, al despertar, se nos abonan 86.400 segundos de vida en nuestra cuenta para ese día, y cuando nos dormimos por la noche no hay suma y sigue; lo que no se ha vivido en el día se ha perdido, ayer acaba de pasar. Todas las mañanas se repite ese prodigio, se nos abonan 86.400 segundos de vida, pero jugamos con esa regla inevitable: el banco puede cancelarnos la cuenta en cualquier momento sin previo aviso; en cualquier momento, la vida puede acabar. ¿Qué hacemos, pues, con nuestros 86.400 segundos diarios? ¿No son más importantes unos segundos de vida que unos dólares?

Desde el accidente, comprobaba a diario que muy pocas personas se percataban de lo que se cuenta y se aprecia el tiempo. Le expuso entonces las conclusiones de su historia:

– ¿Quieres entender qué es un año de vida? Pregúntaselo a un estudiante que acaba de suspender el examen de fin de curso. ¿Un mes de vida? Díselo a una mujer que acaba de traer al mundo a un niño prematuro y espera que salga de la incubadora para estrecharlo entre sus brazos, sano y salvo. ¿Una semana? Que te lo cuente un hombre que trabaja en una fábrica o en una mina para mantener a la familia. ¿Un día? Háblales del asunto a dos que están locamente enamorados uno de otro y esperan el momento de volver a estar juntos. ¿Una hora? Pregúntale a una persona claustrofóbica encerrada en un ascensor averiado. ¿Un segundo? Mira la expresión de un hombre que acaba de salvarse de un accidente de coche. ¿Y una milésima de segundo? Pregúntale al atleta que acaba de ganar la medalla de plata en los Juegos Olímpicos, en vez de la medalla de oro para la que lleva toda su vida entrenándose. La vida es mágica, Arthur, y hablo con conocimiento de causa, porque desde que sufrí el accidente saboreo el premio que es cada instante. Así que, por favor, aprovechemos todos estos segundos que nos quedan.

Arthur la tomó entre sus brazos y le susurró al oído:

– Cada segundo contigo cuenta más que cualquier otro segundo.

Pasaron así el resto de la noche, abrazados ante el hogar. El sueño los invadió al amanecer. La tormenta no había amainado, sino todo lo contrario. El timbre del móvil los despertó hacia las diez. Era Pilguez. Le pedía a Arthur que lo recibiera, tenía que hablar con él, y también le pedía disculpas por su comportamiento del día anterior. Arthur vaciló; no sabía si aquel hombre intentaba manipularlo o era sincero. Pensó en la lluvia torrencial, que no les permitiría quedarse fuera, y en que Pilguez utilizaría ese argumento para entrar en la casa. Sin apenas reflexionar, lo invitó a comer en la cocina. Tal vez para ser más fuerte que él, más desconcertante. Lauren no hizo ningún comentario; esbozó una sonrisa melancólica que a Arthur le pasó inadvertida.

El inspector de policía se presentó dos horas más tarde. Cuando Arthur abrió la puerta, una violenta ráfaga de viento se coló en el pasillo y Pilguez tuvo que ayudarle a cerrar el batiente.

– ¡Esto es un huracán! -exclamó.

– Estoy seguro de que no ha venido para hablar de meteorología.

Lauren los siguió hasta la cocina. Pilguez dejó la gabardina en una silla y se sentó a la mesa. Había dos cubiertos. Una ensalada César con pollo asado y una tortilla de champiñones constituirían la comida. Todo ello acompañado de un cabernet del Nappa Valley.

– Le agradezco mucho su amabilidad. Yo no quería causarle tanto trastorno.

– Lo que me trastorna, inspector, es que se empeñe en darme la tabarra con sus disparatadas historias.

– Si son tan disparatadas como dice, no le daré la tabarra mucho tiempo… Usted es arquitecto, ¿verdad?

– Lo sabe de sobra.

– ¿Qué tipo de arquitectura?

– Me he especializado en la restauración del patrimonio.

– Que consiste…

– En rehabilitar edificios antiguos; conservar la piedra, reestructurándola para adaptarla a la vida actual.

Pilguez había dado en el clavo; estaba llevando a Arthur a un terreno que le cautivaba. Pero lo que Pilguez descubrió es que a él también le apasionaba, de modo que el viejo inspector cayó en su propia trampa. Él, que había querido suscitar el interés en Arthur, abrir un camino a través del cual comunicarse, se dejó atrapar por el relato del sospechoso.

Arthur le dio una auténtica clase de historia de la piedra, desde la arquitectura antigua hasta la arquitectura tradicional, adentrándose en la arquitectura moderna y contemporánea. El viejo poli estaba fascinado, encadenaba unas preguntas con otras y Arthur respondía a todas ellas. La conversación se prolongó más de dos horas sin que en ningún momento les resultara pesada. Pilguez se enteró de cómo había sido reconstruida su propia ciudad después del gran terremoto, de la historia de los grandes edificios que veía todos los días, de un montón de anécdotas sobre cómo nacen las ciudades y las calles donde vivimos.

Los cafés se iban sucediendo, y Lauren asistía estupefacta e impasible a la extraña complicidad que iba tejiéndose entre los dos hombres.

Cuando Arthur estaba contando cómo fue concebido el Golden Gate, Pilguez lo interrumpió poniendo una mano sobre la suya y cambió bruscamente de tema. Quería hablarle de hombre a hombre, prescindiendo de su placa. Necesitaba comprender. Se describió como un viejo policía al que su instinto jamás había engañado. Intuía y sabía que el cuerpo de esa mujer estaba escondido en la habitación cerrada del fondo del pasillo. Sin embargo, no comprendía las motivaciones del secuestro. Arthur era para él el tipo de hombre que un padre querría tener por hijo; le parecía una persona sana, culta, apasionante. Entonces, ¿por qué iba a exponerse a echarlo todo a rodar robando el cuerpo de una mujer en coma?

– Es una lástima, yo creía que simpatizábamos de verdad -dijo Arthur, levantándose.

– ¡Y así es! Esto no tiene nada que ver… o, mejor dicho, lo tiene todo que ver. Estoy seguro de que tiene buenas razones y le propongo ayudarlo.

Sería totalmente honrado con él, y empezó por confesarle que no conseguiría la orden para esa noche porque le faltaban pruebas. Tendría que ir a San Francisco a ver al juez, discutir con él, convencerlo, pero lo lograría. Tardaría tres o cuatro días, el tiempo suficiente para que Arthur trasladara el cuerpo, pero le aseguró que semejante maniobra sería un error. El desconocía sus motivos, pero iba a arruinar su vida. Todavía podía ayudarlo, y se ofrecía a hacerlo si Arthur aceptaba hablar con él y explicarle las claves de aquel misterio. La réplica de Arthur estuvo teñida de cierta ironía. Le conmovía la generosa propuesta del inspector y su benevolencia, y al mismo tiempo le sorprendía haber conectado tanto con él en dos horas de conversación. Pero también se quejó de no comprender a su invitado. Se presentaba en su casa, lo recibía, lo agasajaba, y él se obstinaba en acusarlo sin pruebas ni motivos de un delito absurdo.

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