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– ¡No estoy hablando de ti con la guantera sino con ella!

– ¡Muy bien, pues pídele a lady Casper que vaya a plancharse la sábana para que nosotros podamos hablar un poco!

Lauren desapareció.

– ¿Se ha ido ya el fantasma? -preguntó Paul, un poco nervioso.

– ¡No es «el», es «la»! Sí, se ha marchado. ¡Qué grosero eres! ¿A qué juegas?

– ¿Que a qué juego? -respondió Paul, haciendo una mueca. Volvió a arrancar-. A nada. Quería que estuviéramos solos, simplemente; tengo que hablarte de cosas personales.

– ¿De qué cosas?

– De los efectos secundarios que a veces aparecen varios meses después de haberse separado.

Paul soltó un rollo interminable: Carol-Ann no estaba hecha para él; en su opinión, esa mujer le había hecho sufrir mucho para nada y, además, no valía la pena; no era más que una desgraciada; apeló a su honradez para que reconociese que Carol-Ann no merecía que él viviera en el estado en que había vivido desde su separación; desde Karine, nunca había estado tan hundido. En el caso de Karine, lo entendía, pero en el de Carol-Ann, francamente…

Arthur le señaló que en la época de la famosa Karine tenían diecinueve años, y además él nunca había flirteado con ella. ¡Llevaba veinte años hablándole de aquella chica, simplemente porque la había visto primero! Paul negó haberla mencionado siquiera.

– ¡Como mínimo, dos o tres veces al año! -replicó Arthur-. Yo la tengo metida en el baúl de los recuerdos. ¡Ni siquiera consigo acordarme de su cara!

Paul comenzó a gesticular, súbitamente exasperado.

– Pero ¿por qué no has querido decirme nunca la verdad? Confiésalo, cabezota, reconoce que saliste con ella. ¡Puesto que hace veinte años, como bien dices, ya ha prescrito!

– ¡Me estás hartando, Paul! Supongo que no habrás bajado corriendo del despacho ni estaremos cruzando la ciudad porque de repente te han entrado ganas de hablarme de Karine Lowenski… Y por cierto, ¿adónde vamos?

– ¡No te acuerdas de su cara, pero no has olvidado su apellido!

– ¿Era ésa la cosa tan importante de la que querías hablarme?

– No, quiero hablarte de Carol-Ann.

– ¿Por qué quieres hablarme de ella? Es la tercera vez que la sacas a relucir desde esta mañana. No he vuelto a verla y no nos hemos telefoneado. Si estás preocupado por eso, no merece la pena que vayamos con mi coche hasta Los Ángeles, porque, no es por nada, pero acabamos de atravesar el puerto y estamos ya en South-Market. ¿Qué pasa? ¿Te ha invitado a cenar?

– ¿Cómo se te puede ocurrir que quiera cenar con Carol-Ann? En la época en la que estabais juntos ya me costaba hacerlo, y eso que tú estabas a la mesa…

– Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué me haces atravesar media ciudad?

– Por nada, para que hablemos.

– ¿De qué?

– ¡De ti!

Paul giró a la izquierda y entró en el aparcamiento de un gran edificio de cuatro pisos con las paredes recubiertas de azulejos blancos.

– Paul, sé que esto va a parecerte una cosa de locos, pero de verdad que he conocido a un fantasma…

– Arthur, sé que esto va a parecerte una cosa de locos… pero voy a llevarte de verdad a que te hagan una revisión médica.

Arthur volvió bruscamente la cabeza y miró el frontispicio que adornaba la fachada delantera del inmueble.

– ¿Me has traído a una clínica? ¿Va en serio? ¿Es que no me crees?

– ¡Claro que te creo! Y te creeré todavía más cuando te hayan hecho un escáner.

– ¿Quieres que me hagan un escáner?

– Escúchame bien, calamidad. Si yo llego un día al estudio con cara de haber estado un mes embutido en una escalera mecánica, monto en cólera cuando habitualmente nunca pierdo los estribos, me ves desde la ventana andando por la acera con un brazo levantado formando un ángulo de noventa grados, después abrirle la portezuela del coche a un pasajero que no existe, y no contento con el efecto provocado, sigo hablando y gesticulando dentro del coche como si me dirigiera a alguien pero sin que haya nadie, nadie de nadie, y la única explicación que te doy es que acabo de conocer a un fantasma, espero que en ese caso estés tan preocupado por mí como yo lo estoy por ti en estos momentos.

Arthur esbozó una sonrisa.

– Cuando la vi en el armario, creí que se trataba de una broma tuya.

– Acompáñame. Necesito tranquilizarme.

Arthur se dejó llevar del brazo hasta el vestíbulo de la clínica. La recepcionista los siguió con la mirada. Paul instaló a Arthur en una silla y le ordenó que no se moviera. Se comportaba con él como si se tratara de un niño travieso que fuera a desaparecer de su vista en cualquier momento. Luego se acercó al mostrador y abordó a la joven.

– ¡Es una urgencia! -dijo elevando la voz y modulando exageradamente para que quedara bien claro.

– ¿De qué tipo? -preguntó ella en los mismos términos aunque con cierta impertinencia en la voz, mientras que el tono que Paul había empleado revelaba claramente su impaciencia y su nerviosismo.

– ¡Del tipo que está sentado allí, en aquel sillón!

– Le estoy preguntando de qué naturaleza es la urgencia.

– Traumatismo craneal.

– ¿Cómo ha ocurrido?

– El amor es ciego y no para de darle bastonazos en la cabeza y, claro, al final eso acaba por destrozarlo.

A ella le pareció una réplica muy ingeniosa, aunque no estaba segura de haberla entendido del todo. Sin cita y sin prescripción, no podía hacer nada por él. Lo sentía mucho.

– Espere para sentirlo.

Lo sentiría cuando él hubiera acabado de hablar, anunció Paul, antes de preguntar con voz autoritaria si esa clínica era la del doctor Bresnik. La recepcionista asintió con la cabeza. El le explicó en el mismo tono que en el seno de ese establecimiento era donde los sesenta colaboradores de su estudio de arquitectura se hacían un reconocimiento médico anual, traían sus hijos al mundo, y llevaban a sus retoños a que los vacunaran y les curaran resfriados, gripes, anginas y otras porquerías.

Sin hacer ninguna pausa, siguió explicándole que todos esos amables pacientes y, sin embargo, clientes de esa institución médica, dependían del energúmeno que tenía delante, así como del señor que estaba sentado con aire de desamparo en el sillón de enfrente.

– Así que, señorita, o el doctor Bresloquesea se ocupa de mi socio ahora mismo, o le aseguro que ni uno solo de ellos vuelve a pisar el felpudo de su suntuosa clínica ni siquiera para que le pongan un parche.

Una hora más tarde, Arthur, acompañado de Paul, empezaba a someterse a un chequeo completo. Después de un electrocardiograma realizado en estado de actividad (le hicieron pedalear en una bicicleta estática con montones de electrodos pegados al pecho), le sacaron sangre. Un médico le hizo después unos tests neurológicos (le pidieron que levantara una pierna -con los ojos abiertos y con los ojos cerrados-, le golpearon con un martillito en los codos, las rodillas y la barbilla, y hasta le arañaron la planta de los pies con una aguja). Por último, presionados por Paul, aceptaron hacerle un escáner. La sala donde se llevaba a cabo estaba dividida por un tabique de cristal. En un lado se encontraba la impresionante máquina cilíndrica, hueca en el centro para permitir la entrada total del paciente (por eso se la comparaba con un gigantesco sarcófago); en el otro lado había montones de tableros de mandos y monitores unidos por gruesos haces de cables negros. Arthur se tumbó sobre una estrecha plataforma cubierta con una sábana blanca y lo sujetaron con correas a la altura de la cabeza, y de las caderas; a continuación, el doctor pulsó un botón para introducirlo en el aparato. El espacio que había entre su piel y las paredes del tubo era tan sólo de unos pocos centímetros; no podía moverse. Le habían advertido que quizá sintiera una intensa sensación de claustrofobia.

Permanecería completamente solo mientras durara la prueba, pero podría comunicarse en todo momento con Paul y el médico, instalados al otro lado del tabique de cristal. La cavidad en la que se encontraba encerrado estaba provista de dos altavoces. Se podía hablar con él desde la sala de control. Apretando la pequeña pera de plástico que le habían puesto en una mano, activaría un micrófono y podría hacerse oír. Cerraron la puerta y la máquina comenzó a emitir una serie de sonidos.

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