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– ¿Sabe que hay que reaccionar en cuanto aparecen los primeros síntomas? De lo contrario, uno puede tardar meses en recuperarse.

– Maureen, yo no tengo ninguna depresión causada por el estrés. He pasado una mala noche, eso es todo.

– ¿Lo ve? -intervino Lauren-. Mala noche, pesadilla…

– Basta, por favor, esto no puede ser, concédame un minuto.

– ¡Pero si yo no he dicho nada! -replicó Maureen.

– Maureen, déjeme solo, tengo que concentrarme. Haré un poco de relajación y ya está.

– ¿Va a hacer relajación? Me preocupa, Arthur, me preocupa mucho.

– No tiene por qué preocuparse, estoy bien.

Le rogó que lo dejara solo y que no le pasara ninguna llamada; necesitaba tranquilidad. Maureen salió del despacho a regañadientes y cerró la puerta. En el pasillo se cruzó con Paul y le dijo que le gustaría hablar con él un momento en privado.

Una vez solo en su despacho, Arthur clavó la mirada en Lauren.

– No puede aparecer así, de improviso. Va a ponerme en situaciones muy comprometidas.

– Quería disculparme por lo de esta mañana. Me he puesto insoportable.

– La culpa ha sido mía. Estaba de un humor de perros.

– No nos pasemos la mañana pidiéndonos perdón. Tenía ganas de hablar con usted.

Paul entró sin llamar.

– ¿Puedo decirte dos palabras?

– Es lo que estás haciendo.

– Acabo de hablar con Maureen. ¿Qué te pasa?

– ¿Queréis dejarme en paz de una vez? Si uno llega un día tarde y cansado no es como para que le diagnostiquen una depresión.

– Yo no he dicho que tengas una depresión.

– No, pero Maureen me lo ha dado a entender. Al parecer, esta mañana tengo una cara de alucine.

– De alucine, no, de alucinado.

– Es que estoy alucinado, chico.

– ¿Por qué? ¿Has conocido a alguien?

Arthur abrió los brazos e hizo un signo afirmativo con expresión picara.

– ¿Lo ves como no puedes ocultarme nada? Estaba seguro. ¿La conozco?

– No, es imposible.

– Bueno, cuéntame. ¿Quién es? ¿Cuándo la has conocido?

– Va a ser complicado… porque es un espectro. En mi apartamento hay una aparición, lo descubrí anoche por casualidad. Se trata de una mujer fantasma que vive en el armario de mi casa. He pasado la noche con ella, pero todo ha sido muy casto, no vayas a creer…, como fantasma es muy guapa, pero… -imitó a un monstruo-. No, en serio, es realmente una aparición bellísima… Aunque, bien pensado, no es una aparición, porque no ha llegado a irse, lo que explicaría lo del atractivo… En fin, ¿lo ves más claro ahora?

Paul dirigió a su amigo una mirada compasiva.

– Está bien, te llevaré a un médico.

– Nada de médicos, Paul, estoy perfectamente. -Y dirigiéndose a Lauren, añadió-: No va a ser fácil.

– ¿Qué es lo que no va a ser fácil? -preguntó Paul.

– No hablaba contigo.

– Ya, le hablabas al fantasma. ¿Está aquí, en esta habitación?

Arthur le recordó que se trataba de una mujer y le informó que estaba sentada justo a su lado, en una esquina de la mesa. Paul lo miró, pensativo, y pasó muy lentamente la palma de la mano por la mesa de su socio.

– Oye, ya sé que me he pasado muchas veces con mis bromas, pero ahora eres tú el que me asustas a mí, Arthur. Tú no te ves, pero tienes cara de estar ido.

– Estoy cansado, he dormido poco y seguramente tengo mala cara, pero por dentro estoy en plena forma. Te aseguro que no me pasa nada.

– ¿No te pasa nada por dentro? Pues por fuera estás hecho polvo. ¿Qué tal los lados?

– Paul, déjame trabajar. Eres mi amigo, no mi psiquiatra. Además, no tengo psiquiatra; no lo necesito.

Paul le pidió que no fuera a la reunión que tenían un rato más tarde para firmar un contrato. Conseguiría que lo perdieran.

– Creo que no te das cuenta de tu estado. Das miedo.

Arthur se levantó mosqueado, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta.

– De acuerdo, doy miedo, tengo cara de alucinado, así que me voy a mi casa. Aparta, déjame salir. ¡Vámonos, Lauren!

– Eres un genio, Arthur, tu representación es increíble.

– No estoy haciendo ninguna representación, Paul. Lo que pasa es que tú tienes una mente demasiado…, ¿cómo lo diría?…, una mente demasiado convencional para imaginar lo que estoy viviendo. No te culpo, desde luego; la verdad es que yo he evolucionado mucho en ese sentido desde anoche.

– Pero ¿te das cuenta de qué historia me has contado? ¡Es sensacional!

– Sí, tú lo has dicho. Oye, no te preocupes por nada. Me parece perfecto que vayas a la firma solo. Realmente he dormido poco, así que me voy a descansar. Te lo agradezco. Vendré mañana y todo irá mucho mejor.

Paul lo invitó a tomarse unos días libres, por lo menos hasta el fin de semana; una mudanza siempre resulta agotadora. Le ofreció sus servicios durante el fin de semana por si necesitaba algo, fuera lo que fuera. Arthur le dio las gracias con ironía, salió del estudio y bajó la escalera. Al salir del edificio, buscó a Lauren en la acera.

– ¿Está aquí?

Lauren apareció sentada sobre el capó de su coche.

– Le estoy creando un montón de problemas, lo siento muchísimo.

– No, no lo sienta. Después de todo, no hago esto desde hace la tira de tiempo.

– ¿El qué?

– Novillos. ¡Todo un día laborable sin dar golpe!

Desde la ventana, Paul, con el entrecejo fruncido, miraba a su socio hablar solo por la calle, abrir sin ninguna razón la portezuela del lado del acompañante y cerrarla de inmediato, dar la vuelta al coche y sentarse al volante. Aquello lo convenció de que su mejor amigo sufría una depresión causada por el estrés o que había tenido una conmoción cerebral.

Arthur, instalado en su asiento, apoyó las manos en el volante y suspiró. Luego miró fijamente a Lauren, sonriendo en silencio. Ella, sintiéndose violenta, le devolvió la sonrisa.

– Es irritante que lo tomen a uno por loco, ¿verdad? ¡Y gracias que a usted no lo han tratado de puta!

– ¿Por qué? ¿Ha sido confusa mi explicación?

– No, en absoluto. ¿Adonde vamos?

– A tomar un buen desayuno. Y mientras, usted me lo contará todo con detalle.

Paul seguía vigilando desde la ventana del despacho a su amigo, metido en el coche que tenía aparcado delante de la puerta del edificio. Cuando lo vio hablar solo, dirigiéndose a un personaje invisible e imaginario, decidió llamarlo al teléfono móvil.

En cuanto Arthur contestó, le pidió que no se marchara, que bajaba de inmediato, que tenía que hablar con él.

– ¿De qué? -preguntó Arthur.

– ¡Para eso voy a bajar!

Paul se precipitó escaleras abajo, cruzó el patio y, al llegar ante el automóvil, abrió la puerta del conductor y se sentó prácticamente sobre las rodillas de su mejor amigo.

– ¡Córrete!

– ¡Pero sube por el otro lado, zoquete!

– ¿Te importa que conduzca yo?

– No entiendo nada. ¿Vamos a hablar, o a ir a algún sitio?

– Las dos cosas. Venga, cambia de asiento.

Paul empujó a Arthur, se puso al volante e hizo girar la llave de contacto. El coche se alejó de la zona de aparcamiento. Al llegar al primer cruce, frenó bruscamente.

– Una cuestión previa: ¿tu fantasma va en el coche con nosotros en este momento?

– Sí. En vista de tu caballerosa forma de entrar, se ha sentado en el asiento posterior.

Paul abrió entonces la puerta de su lado, bajó del coche e inclinó el respaldo del asiento.

– Sé bueno -le dijo a Arthur-, pídele a Casper que se baje y nos deje solos. Necesito mantener una conversación contigo en privado. ¡Ya os veréis en tu casa!

Lauren apareció en la ventanilla del lado del acompañante.

– Ven a buscarme a North-Point -dijo-, voy a pasear por allí. Oye, si es muy complicado, no hace falta que le digas la verdad. No quiero ponerte en una situación comprometida.

– Es mi socio y mi amigo, no puedo mentirle.

– ¡Adelante, habla de mí con la guantera! -repuso Paul-. Anoche, sin ir más lejos, yo abrí la nevera y, al ver que había luz, entré y me pasé media hora hablando de ti con la mantequilla y una lechuga.

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