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Llevo varios días evitando el momento de relatar el fin de Pedro de Valdivia. Durante veintisiete años he procurado no pensar en eso, pero supongo que ha llegado la hora de hacerlo. Quisiera creer la versión menos cruel, que Pedro se batió hasta ser derribado de un mazazo en la cabeza, pero Cecilia me ayudó a descubrir la verdad. Sólo un yanacona logró escapar al desastre de Tucapel para contar lo ocurrido ese día de Navidad, pero él nada sabía de la suerte del gobernador. Dos meses más tarde, Cecilia vino a verme y me dijo que una muchacha mapuche, recién llegada de la Araucanía, estaba sirviendo en su casa. Cecilia estaba enterada de que la india, quien no hablaba ni una palabra de castellano, había sido encontrada cerca de Tucapel. Una vez más, el mapudungu aprendido de Felipe -ahora Lautaro- me fue útil. Cecilia me la trajo y pude hablar con ella. Era una joven de unos dieciocho años, baja, delicada de facciones, fuerte de espaldas. Como no entendía nuestro idioma, parecía lerda, pero cuando le hablé en mapudungu comprendí que era habilísima. Esto es lo que pude averiguar por el yanacona que sobrevivió en Tucapel y lo que esa mapuche, quien estuvo presente en la ejecución de Pedro de Valdivia, me contó.

El gobernador se hallaba en las ruinas del fuerte, luchando a la desesperada con un puñado de valientes contra miles de mapuche, que se renovaban en frescos escuadrones, mientras ellos no podían dar descanso a las espadas. Transcurrió el día entero lidiando. Al atardecer, Valdivia perdió la esperanza de que Juan Gómez acudiera con refuerzos. Su gente estaba extenuada, los caballos sangraban tanto como los hombres y por las colinas ascendían obstinadamente nuevos destacamentos enemigos.

– Señores, ¿qué hacemos? -preguntó Valdivia a los nueve hombres que quedaban en pie.

– ¿Qué quiere vuestra merced que hagamos, sino que luchemos y muramos? -replicó uno de los soldados.

– ¡Entonces, hagámoslo con honra, señores!

Y los diez tenaces españoles, seguidos de los yanaconas que quedaban en pie, se lanzaron a luchar y morir de frente, las espadas en alto y el apóstol Santiago en los labios. En pocos minutos, ocho soldados fueron arrancados de sus cabalgaduras con boleadoras y lazos, arrastrados por el suelo y aniquilados por centenares de mapuche. Sólo Pedro de Valdivia, un fraile y un fiel yanacona pudieron romper el cerco y huir por la única vía abierta ante ellos, las demás estaban bloqueadas por el enemigo. Escondido en el fuerte había otro yanacona que soportó la humareda del incendio debajo de un montón de escombros y logró escapar con vida dos días más tarde, cuando ya los mapuche se habían retirado. El sendero abierto ante Valdivia había sido hábilmente dispuesto por Lautaro. Era un callejón sin salida, que conducía por el bosque oscuro a una ciénaga, donde las patas de los caballos se empantanaron, tal como Lautaro había calculado. Los fugitivos no podían retroceder porque tenían al enemigo a sus espaldas. En la luz de la tarde vieron salir de los matorrales a cientos de indígenas, mientras ellos se hundían irremisiblemente en aquel lodo podrido, del que se desprendía un hálito sulfuroso de infierno. Antes de que el pantano se los tragara, los mapuche los rescataron, porque no era así como planeaban darles fin.

Al verse perdido, Valdivia quiso negociar su libertad con el enemigo, prometiendo que abandonaría las ciudades fundadas en el sur, los españoles se irían de la Araucanía para siempre y además les daría ovejas y otros bienes. El yanacona debió traducir, pero antes de que alcanzara a terminar los indios se le fueron encima y lo mataron. Habían aprendido a despreciar las promesas de los huincas. Al fraile, quien había formado una cruz con dos palos y pretendía dar la extremaunción al yanacona, como antes se la había dado al gobernador, le destrozaron el cráneo de un mazazo. Y entonces comenzó el martirio de Pedro de Valdivia, el más odiado enemigo, la encarnación de todos los abusos y crueldades infligidas al pueblo mapuche. No habían olvidado los miles de muertos, los hombres quemados, las mujeres violadas, los niños reventados, los centenares de manos que se llevó el río, los pies y las narices cercenados, los látigos, las cadenas y los perros.

Obligaron al cautivo a presenciar el suplicio de los yanaconas sobrevivientes de Tucapel y la profanación de los cadáveres de los españoles. Lo arrastraron del cabello, desnudo, hacia el rancherío donde aguardaba Lautaro. En el trayecto, las piedras y ramas filudas del bosque le rompieron la piel, y cuando lo depositaron a los pies del ñidoltoqui era un guiñapo cubierto de barro y sangre. Lautaro ordenó que le dieran de beber, para que despertara del desmayo, y lo ataran a un poste. Como simbólica burla, quebró en dos la espada toledana, inseparable compañera de Pedro de Valdivia, y la plantó en tierra a los pies del prisionero. Una vez que éste se repuso lo suficiente para abrir los ojos y darse cuenta de dónde estaba, se encontró frente a frente con su antiguo criado.

– ¡Felipe! -exclamó, esperanzado, porque al menos era una cara conocida y podría hablarle en castellano.

Lautaro le clavó los ojos, con infinito desprecio.

– ¿No me reconoces, Felipe? Soy el Taita -insistió el cautivo.

Lautaro lo escupió en el rostro. Había esperado ese momento durante veintidós años.

A una orden del ñidoltoqui los mapuche, enardecidos, desfilaron ante Pedro de Valdivia con afiladas conchas de almeja, sacándole bocados del cuerpo. Hicieron un fuego y con las mismas conchas le arrancaron los músculos de los brazos y las piernas, los asaron y se los comieron delante de él. Esta macabra orgía duró tres noches y dos días, sin que la madre Muerte socorriese al infeliz cautivo. Por fin, al amanecer del tercer día, al ver Lautaro que Valdivia se moría, le vertió oro derretido en la boca, para que se hartase del metal que tanto le gustaba y tanto sufrimiento causaba a los indios en las minas.

¡Ay, qué dolor, qué dolor! Estos recuerdos son un lanzazo aquí, en medio del pecho. ¿Qué hora es, hija? ¿Por qué se fue la luz? Las horas han retrocedido, debe de ser de nuevo el alba. Creo que será el amanecer para siempre…

Nunca se encontraron los restos de Pedro de Valdivia. Dicen que los mapuche devoraron su cuerpo en un rito improvisado, que hicieron flautas con sus huesos y que su cráneo sirve hasta hoy como recipiente para el muday de los toquis. Me preguntas, hija, por qué me aferro a la terrible versión de la criada de Cecilia, en vez de la otra, más misericordiosa, de que Valdivia fue ejecutado de un garrotazo en la cabeza, como escribió el poeta y como era la costumbre entre los indios del sur. Te lo diré. Durante esos tres días aciagos de diciembre de 1553 estuve muy enferma. Fue como si mi alma supiera lo que mi mente aún ignoraba. Imágenes horrendas pasaban ante mis ojos, como en una pesadilla de la que no lograba despertar. Me parecía ver dentro de mi casa los cestos llenos de manos y narices amputadas, en mi patio a los indios cargados de cadenas y aquellos que fueron empalados; el aire olía a carne humana chamuscada y la brisa de la noche me traía chasquidos de latigazos. Esta conquista ha costado inmensos padecimientos… Nadie puede perdonar tanta crueldad, y menos los mapuche, que jamás olvidan las ofensas, tal como no olvidan los favores recibidos. Me atormentaban los recuerdos, estaba como poseída por un demonio. Ya sabes, Isabel, que salvo algunos sobresaltos del corazón he sido siempre sana, con el favor de Dios, así es que no tengo otra explicación para la enfermedad que me aquejó en esos días. Mientras Pedro soportaba su horrendo fin, a la distancia mi alma lo acompañaba y lloraba por él y por todas las víctimas de esos años. Caí postrada, con vómitos tan intensos y fiebres tan ardientes, que temieron por mi vida. En mi delirio oía con claridad los alaridos de Pedro de Valdivia y su voz despidiéndose de mí por última vez: «Adiós, Inés del alma mía…».

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