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– Quería contarte, hija, que el gobernador ha solicitado al rey que me nombre obispo de Chile -me dijo.

– Eso ya lo sabe todo Santiago, padre. Decidme a qué habéis venido en realidad.

– ¡Qué atrevida eres, Inés! -se rió el clérigo.

– Vamos, desembuchad, padre.

– El gobernador desea hablarte en privado, hija, y como es lógico no puede ser en tu casa, en la de él ni en un lugar público. Se deben guardar las apariencias. Le ofrecí que se encontrara contigo en mi residencia…

– ¿Sabe Rodrigo de esto?

– El gobernador no cree necesario molestar a tu marido con esta nimiedad, Inés.

Me resultaron sospechosos el mensajero, el recado y el secreto, así es que se lo comuniqué a Rodrigo ese mismo día, para evitar problemas, y entonces me enteré de que éste ya lo sabía, porque Valdivia le había pedido permiso para citarse conmigo a solas. ¿Por qué, entonces, pretendía que yo se lo ocultara a mi marido? ¿Y por qué Rodrigo no me lo mencionó? Supongo que el primero quiso ponerme a prueba, pero no creo que ésa fuese la intención del segundo; Rodrigo era incapaz de tales manejos.

– ¿Sabes para qué quiere hablar conmigo Pedro? -le pregunté a mi marido.

– Desea explicarte por qué actuó como lo hizo, Inés.

– ¡Han pasado más de tres años! ¿Y ahora viene con explicaciones? Muy raro me parece.

– Si no quieres hablar con él, se lo diré derechamente.

– ¿No te molesta que me encuentre a solas con él?

– Tengo plena confianza en ti, Inés. Jamás te ofendería con celos.

– Tú no pareces español, Rodrigo. Debes de tener sangre de holandés en las venas.

Al día siguiente acudí a la casa de González de Marmolejo, la más grande y lujosa de Chile después de la mía. La fortuna del clérigo sin duda era de origen milagroso. Me recibió su ama de llaves quechua, una mujer muy sabia, conocedora de plantas medicinales y tan buena amiga mía que no necesitaba disimular que hacía vida marital con el futuro obispo desde hacía años. Cruzamos varios salones, comunicados por puertas dobles talladas por un artesano, que el clérigo hizo traer del Perú, y llegamos a una habitación pequeña, donde tenía su escritorio y la mayor parte de sus libros. El gobernador, vestido con esmero en jubón rojo oscuro de mangas acuchilladas, calzas verdosas y gorra de seda negra con una pluma coqueta, se adelantó para saludarme. El ama de llaves se retiró con discreción y cerró la puerta. Entonces, al verme a solas con Pedro, sentí que me latían las sienes y se me desbocaba el corazón, pensé que no sería capaz de sostener la mirada de esos ojos azules, cuyos párpados había besado a menudo cuando él dormía. Por mucho que Pedro hubiese cambiado, en algún momento fue el amante a quien seguí al fin del mundo. Pedro me puso las manos en los hombros y me dio vuelta hacia la ventana, para observarme a la luz.

– ¡Eres tan hermosa, Inés! ¿Cómo puede ser que para ti no pase el tiempo? -suspiró, conmovido.

– Necesitas vidrios para ver -le dije, dando un paso atrás para desprenderme de sus manos.

– Dime que eres feliz. Es muy importante para mí que lo seas.

– ¿Por qué? ¿Mala conciencia, acaso?

Sonreí, él se rió también y ambos respiramos aliviados, se había roto el hielo. Me contó en detalle el juicio que enfrentó en el Perú y la condena de La Gasca; la idea de casarme con otro se le ocurrió a él como única forma de salvarme del destierro y la pobreza.

– Al proponerle esa solución a La Gasca me clavé una daga en el pecho, Inés, y todavía sangro. Siempre te he amado, eres la única mujer de mi vida, las demás no cuentan. Saberte casada con otro me causa un dolor atroz.

– Siempre fuiste celoso.

– No te burles, Inés. Sufro mucho por no tenerte conmigo, pero celebro que seas rica y te hayas desposado con el mejor hidalgo de este reino.

– En aquella ocasión, cuando mandaste a González de Marmolejo a darme la noticia, él insinuó que tú habías elegido a alguien para mí. ¿Era Rodrigo?

– Te conozco demasiado bien como para tratar de imponerte algo, Inés, y menos un marido -me contestó, evasivo.

– Entonces, para tu tranquilidad, te diré que la solución que se te ocurrió fue excelente. Soy feliz y amo mucho a Rodrigo.

– ¿Más que a mí?

– A ti ya no te amo con esa clase de amor, Pedro.

– ¿Estás segura de eso, Inés del alma mía?

Volvió a sujetarme por los hombros y me atrajo, buscándome los labios. Sentí el cosquilleo de su barba rubia y el calor de su aliento, volví la cara y lo empujé suavemente.

– Lo que más apreciabas de mí, Pedro, era la lealtad. Todavía la tengo, pero ahora se la debo a Rodrigo -le dije con tristeza, porque presentí que en ese momento nos despedíamos para siempre.

Pedro de Valdivia partió de nuevo a continuar la conquista y reforzar las siete ciudades y los fuertes recién fundados. Se descubrieron varias minas de ricas vetas, que atrajeron a nuevos colonos, incluso a vecinos de Santiago que optaron por dejar sus fértiles haciendas en el valle del Mapocho y partir con sus familias a los bosques misteriosos del sur, encandilados por la posibilidad del oro y la plata. Tenían a veinte mil indios trabajando en las minas y la producción era casi tan buena como la del Perú. Entre los colonos que se fueron iba el alguacil Juan Gómez, pero Cecilia y sus hijos no lo acompañaron. «Yo me quedo en Santiago. Si quieres ir a hundirte en esos pantanos, allá tú», le dijo Cecilia, sin imaginar que sus palabras serían ominosas.

Al despedirse de Valdivia, Rodrigo de Quiroga le aconsejó que no abarcase más de lo que podía controlar. Algunos fuertes disponían apenas de un puñado de soldados, y varias ciudades estaban desprotegidas.

– No hay peligro, Rodrigo, los indios nos han dado muy pocos problemas. El territorio está sometido.

– Me parece raro que los mapuche, cuya fama de indomables nos había llegado al Perú antes de iniciar la conquista de Chile, no nos hayan combatido como esperábamos.

– Comprendieron que somos un enemigo demasiado poderoso para ellos y se han dispersado -le explicó Valdivia.

– Si es así, en buena hora, pero no te descuides.

Se estrecharon efusivamente y Valdivia partió sin preocuparse por las advertencias de Quiroga. Durante varios meses no tuvimos noticias directas de él, pero nos llegaron rumores de que hacía vida de turco, echado entre almohadones y engordando en su casa de Concepción, que él llamaba su «palacio de invierno». Decían que Juana Jiménez escondía el oro de las minas, que llegaba en grandes bateas, para no tener que compartirlo ni declararlo a los oficiales del rey. Agregaban, envidiosos, que era tanto el oro acumulado y el que todavía quedaba en las minas de Quilacoya, que Valdivia era más rico que Carlos V. Así es de apresurada la gente para juzgar al prójimo. Te recuerdo, Isabel, que a su muerte Valdivia no dejó ni un maravedí. A menos que Juana Jiménez, en vez de ser raptada por los indios, como se cree, haya logrado robarse esa fortuna y escapar a alguna parte, el tesoro de Valdivia nunca existió.

Tucapel se llamaba uno de los fuertes destinados a desalentar a los indígenas y proteger las minas de oro y plata, aunque sólo contaba con una docena de soldados, que pasaban sus días vigilando la espesura, aburridos. El capitán que estaba a cargo del fuerte sospechaba que los mapuche tramaban algo, a pesar de que su relación con ellos había sido pacífica. Una o dos veces por semana los indios llevaban provisiones al fuerte; eran siempre los mismos, y los soldados, que ya los conocían, solían intercambiar señales amistosas con ellos. Sin embargo, había algo en la actitud de los indios que indujo al capitán a capturar a varios de ellos y, mediante suplicio, averiguó que se estaba gestando una gran sublevación de las tribus. Yo podría jurar que los indios confesaron sólo aquello que Lautaro deseaba que los huincas supieran, porque los mapuche nunca se han doblegado ante el tormento. El capitán mandó pedir refuerzos, pero tan poca importancia dio Pedro de Valdivia a esta información, que por toda ayuda mandó cinco soldados a caballo al fuerte de Tucapel.

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