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A pesar de simpatizar con el acusado, a quien tanto debía, La Gasca llevó a cabo el juicio hasta las últimas consecuencias. No se hablaba de otra cosa en el Perú y mi nombre andaba de boca en boca: que era bruja, usaba pociones para enloquecer a los hombres, había sido meretriz en España y luego en Cartagena, me mantenía lozana bebiendo sangre de recién nacidos, y otros horrores que me abochorna repetir. Pedro probó su inocencia, desbaratando los cargos uno a uno, y al final la única que salió perdiendo fui yo. La Gasca ratificó una vez más su nombramiento de gobernador, sus títulos y honores, sólo le exigió que pagara sus deudas en un plazo prudente; pero respecto a mí este clérigo -que merece cocinarse en el infierno- fue durísimo. Ordenó al gobernador despojarme de mis bienes y repartirlos entre los capitanes, separarse de mí de inmediato y enviarme al Perú o a España, donde tendría oportunidad de expiar mis pecados en un convento.

Pedro estuvo ausente un año y medio y regresó del Perú con doscientos soldados, de los cuales ochenta llegaron con él en barco y el resto por tierra. Cuando supe que venía me entró una fiebre de actividad que casi enloquece a la servidumbre. Puse a todos a pintar, lavar cortinas, plantar flores en los maceteros, preparar las golosinas que a él le gustaban, tejer mantas y coser sábanas nuevas. Era verano y ya producíamos en las huertas de los alrededores de Santiago las frutas y verduras de España, sólo que más sabrosas. Con Catalina nos dedicamos a preparar conservas y los postres favoritos de Pedro. Por primera vez en años me preocupé de mi aspecto, incluso me hice primorosas camisas y sayas para recibirlo como una novia. Tenía alrededor de cuarenta años, pero me sentía joven y atractiva, tal vez porque el cuerpo no me había cambiado, como es el caso de las mujeres sin hijos, y porque me veía reflejada en los ojos tímidos de Rodrigo de Quiroga, pero temía que Pedro notara las finas arrugas de los ojos, las venas en las piernas, las manos callosas por el trabajo. Decidí abstenerme de hacerle reproches: lo hecho, hecho estaba; deseaba reconciliarme con él, volver a los tiempos en que fuimos amantes de leyenda. Teníamos mucha historia juntos, diez años de lucha y pasión, que no podían perderse. Me saqué de la imaginación a Rodrigo de Quiroga, una fantasía inútil y peligrosa, y fui a visitar a Cecilia para averiguar sus secretos de belleza, que tantas habladurías provocaban en Santiago, porque era una verdadera maravilla cómo esa mujer, al revés del resto del mundo, rejuvenecía con los años. La casa de Juan y Cecilia era mucho más pequeña y modesta que la nuestra, pero ella la había decorado de manera espléndida con muebles y adornos del Perú, algunos incluso del antiguo palacio de Atahualpa. Los suelos estaban cubiertos con varias capas de alfombras de lana de diversos colores en diseños incaicos; al pisar se hundían los pies. El interior olía a canela y chocolate, que ella conseguía mientras los demás nos conformábamos con mate y yerbas locales. Durante su infancia en el palacio de Atahualpa se acostumbró tanto a esa bebida, que en los tiempos del estropicio en Santiago, cuando padecíamos de hambre, ella no lloraba por necesidad de un trozo de pan, sino por deseo de beber chocolate. Antes de que los españoles llegáramos al Nuevo Mundo, el chocolate estaba reservado a la realeza, los sacerdotes y los militares de alto rango, pero nosotros lo adoptamos con rapidez. Nos sentamos en almohadones y sus silenciosas criadas nos sirvieron el fragante brebaje en pocillos de plata labrada por artífices quechuas. Cecilia, quien en público siempre se vestía como española, puertas adentro usaba la moda de la corte del Inca, más cómoda: falda recta hasta los tobillos y túnica bordada, sujeta en la cintura con una faja tejida de brillantes colores. Iba descalza y no pude menos que comparar sus pies perfectos de princesa con los míos, de tosca campesina. Llevaba el cabello suelto y su único adorno eran unos pesados pendientes de oro, herencia de su familia, traídos a Chile por los mismos misteriosos conductos que los muebles.

– Si Pedro se fija en tus arrugas, es que ya no te quiere y nada que hagas cambiará sus sentimientos -me advirtió cuando le manifesté mis dudas.

No sé si sus palabras resultaron proféticas o si ella, que conocía hasta los secretos mejor guardados, ya estaba al tanto de lo que yo ignoraba. Para darme gusto, compartió conmigo sus cremas, lociones y perfumes, que me apliqué durante varios días esperando impaciente la llegada de mi amante. Sin embargo, pasó una semana y luego otra y otra más sin que Valdivia apareciera por Santiago. Estaba instalado en el barco anclado frente a la rada de Concón y gobernaba mediante emisarios, pero ninguno de sus mensajes fue para mí. Me resultaba imposible entender lo que pasaba, me debatía en la incertidumbre, la ira y la esperanza, aterrada ante la idea de que hubiese dejado de quererme y pendiente de los menores signos positivos. Le pedí a Catalina que me viera la suerte, pero por una vez ella nada descubrió en las conchas, o tal vez no se atrevió a decirme lo que vio. Pasaban los días y las semanas sin noticias de Pedro; dejé de comer y casi no dormía. Durante el día trabajaba hasta agotarme y en las noches paseaba como toro bravo por las galerías y salones de la casa, sacando chispas del suelo con mi taconeo impaciente. No lloraba, porque en realidad no sentía tristeza, sino furia, y no rezaba, porque me pareció que Nuestra Señora del Socorro no entendería el problema. Mil veces tuve la tentación de ir a visitar a Pedro en el barco para averiguar de una vez por todas qué pretendía -eran sólo dos jornadas a caballo-, pero no me atreví, porque el instinto me advirtió que en esas circunstancias no debía desafiarlo. Supongo que presentí mi desgracia, pero no la formulé en palabras por orgullo. No quise que nadie me viese humillada, y menos que todos, Rodrigo de Quiroga, quien por fortuna no me hizo preguntas.

Por fin, una tarde de mucho calor se presentó en mi casa el clérigo González de Marmolejo con aire extenuado; había ido y vuelto a Valparaíso en cinco días y tenía las posaderas molidas por la cabalgata. Lo recibí con una botella de mi mejor vino, ansiosa, porque sabía que me traía noticias. ¿Venía Pedro en camino? ¿Me llamaba a su lado? Marmolejo no me permitió seguir preguntando, me entregó una carta cerrada y se fue cabizbajo a beber su vino bajo la buganvilla de la galería, mientras yo la leía. En pocas palabras y muy precisas, Pedro me comunicó la decisión de La Gasca, me reiteró su respeto y admiración, sin mencionar el amor, y me rogó escuchar atentamente a González de Marmolejo. El héroe de las campañas de Flandes e Italia, de las revueltas del Perú y la conquista de Chile, el militar mas valiente y famoso del Nuevo Mundo, no se atrevía a enfrentarme y por eso llevaba dos meses escondido en una nave. ¿Qué le sucedió? Me resultaba imposible imaginar las razones que tuvo para salir huyendo de mí. Tal vez yo me había convertido en una bruja dominante, un marimacho; tal vez confié demasiado en la firmeza de nuestro amor, ya que nunca me pregunté si Pedro me amaba como yo a él, lo asumí como una verdad incuestionable. No, decidí por fin. La culpa no me correspondía. No era yo quien había cambiado, sino él. Al sentir que envejecía se asustó y quiso volver a ser el militar heroico y el amante juvenil que fuera años antes. Yo lo conocía demasiado, junto a mí no podía reinventarse o comenzar de nuevo con frescas vestiduras. Ante mí le sería imposible ocultar sus debilidades o su edad y, como no podía engañarme, me hizo a un lado.

– Leed esto, por favor, padre, y decidme qué significa -dije, y tendí la carta al clérigo.

– Conozco su contenido, hija. El gobernador me hizo el honor de confiar en mí y pedirme consejo.

– Entonces, ¿esta maldad es idea vuestra?

– No, doña Inés, son órdenes de La Gasca, máxima autoridad del rey y de la Iglesia en esta parte del mundo. Aquí tengo los papeles, puedes verlos por ti misma. Tu adulterio con Pedro es motivo de escándalo.

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