Esta mañana me vestí y salí a la calle, a pesar de que sentía fatiga en los huesos y el corazón, porque es martes y me toca ir donde Marina Ortiz de Gaete. Me llevan los criados en silla de manos porque vive cerca y no vale la pena sacar el coche; la ostentación es muy mal vista en este reino, y me temo que el coche que me regaló Rodrigo peca de vistoso. Marina tiene algunos años menos que yo, pero comparada con ella me siento un pimpollo; se ha convertido en una beata escrupulosa y fea, y que Dios me perdone la mala lengua. «Poned un centinela en vuestros labios, madre», me aconsejas, Isabel, riéndote, cuando me oyes hablar así, aunque sospecho que te divierten mis disparates; además, hija, me he ganado el derecho a decir lo que otros no se atreven. Las arrugas y melindres de Marina me producen cierta satisfacción, pero lucho contra este cicatero sentimiento porque no deseo pasar más días de los necesarios en el purgatorio. Nunca me ha gustado la gente achacosa y débil de carácter, como Marina. Me da lástima, porque hasta los parientes que trajo consigo de España, y ahora son prósperos vecinos de Santiago, la olvidaron. No los culpo demasiado, porque esta buena señora es muy aburrida. Por lo menos no vive en la pobreza, tiene una viudez digna, aunque eso no compensa su mala suerte de esposa abandonada. Cómo estará de sola esa desventurada mujer, que espera mis visitas con ansiedad y si me atraso la encuentro lloriqueando. Bebemos tazas de chocolate mientras disimulo los bostezos y hablamos de lo único que tenemos en común: Pedro de Valdivia.
Marina vive en Chile desde hace veinticinco años. Llegó alrededor de 1554, dispuesta a asumir su papel de esposa del gobernador, con una corte de familiares y aduladores decididos a disfrutar de la riqueza y el poder de Pedro de Valdivia, a quien el rey había otorgado el título de marqués y la Orden de Santiago. Pero Marina se encontró con la sorpresa de que era viuda. Unos meses antes su marido había muerto en manos de los mapuche, sin siquiera haberse enterado de los honores recibidos del rey. Para colmo, el tesoro de Valdivia, que tantas habladurías provocara, resultó ser puro humo. Habían acusado al gobernador de enriquecerse en demasía, de quedarse con las más extensas y fértiles tierras, de explotar a un tercio de los indios para su propio peculio, pero a fin de cuentas demostró ser más pobre que cualquiera de sus capitanes, incluso debió vender su casa en la plaza de Armas para pagar sus deudas. El cabildo no tuvo la decencia de asignar una pensión a Marina Ortiz de Gaete, esposa legítima del conquistador de Chile, ingratitud tan frecuente por estos lados que incluso tiene nombre: «el pago de Chile». Tuve que comprarle una casa y correr con sus gastos, para evitar que el fantasma de Pedro me halase las orejas. Menos mal que puedo darme ciertos gustos, como fundar instituciones, asegurarme un nicho en la iglesia para ser sepultada, mantener a una multitud de allegados, dejar a mi hija bien colocada y tender una mano a la esposa de mi antiguo amante. ¿Qué importa ahora si alguna vez fuimos rivales?
Acabo de darme cuenta de que llevo muchas cuartillas escritas y todavía no he explicado por qué este apartado territorio es el único reino de América. El sacro emperador Carlos V pretendía casar a su hijo Felipe con María Estuardo, reina de Inglaterra. ¿Qué año sería eso? Por allí por la misma época en que murió Pedro, me parece. El joven necesitaba título de rey para realizar el enlace y como su padre no pensaba dejarle el trono todavía, decidieron que Chile sería un reino y Felipe su soberano, lo que no mejoró nuestra suerte, pero nos dio categoría.
En la misma nave en la que llegó Marina -quien entonces tenía cuarenta y dos años y era corta de luces pero hermosa, con esa belleza deslavada de las rubias maduras- venían Daniel Belalcázar y mi sobrina Constanza, de quienes me había despedido en Cartagena en 1538. Pensé que no volvería a ver a esa sobrina, quien en vez de hacerse monja, como habíamos quedado, se casó apurada a los quince años con el cronista que la sedujo en el barco. La sorpresa que nos llevamos fue mayúscula, porque yo suponía que habían perecido tragados por la selva y ellos jamás imaginaron que yo terminaría fundando un reino. Se quedaron casi dos años en Chile estudiando el pasado y las costumbres de los mapuche, de lejos, eso sí, porque no era cosa de ir a meterse entre ellos, la guerra estaba en su apogeo. Belalcázar decía que los mapuche se parecen a algunos asiáticos que había visto en sus viajes. Los consideraba grandes guerreros y no disimulaba su admiración por ellos, tal como después le sucedió al poeta ese que escribió una epopeya sobre la Araucanía. ¿Lo he mencionado antes? Tal vez no, pero ya es un poco tarde para ocuparme de él. Ercilla se llamaba. Al comprender que nunca podrían acercarse a los mapuche para dibujarlos y hacerles preguntas personales, los esposos Belalcázar continuaron su peregrinaje por el mundo. Eran socios perfectos para las empresas científicas, ambos padecían de la misma insaciable curiosidad y el mismo desprecio olímpico por los peligros de sus descabelladas empresas.
Daniel Belalcázar me plantó en la cabeza la idea de fundar un establecimiento de enseñanza, pues consideró el colmo que en Chile nos diéramos ínfulas de ser una colonia civilizada y que se contaran con los dedos de una mano los que sabían leer. Se lo propuse a González de Marmolejo y ambos luchamos por años para crear escuelas, pero nadie se interesó en el proyecto. ¡Qué gente tan bruta! Temen que si el pueblo aprende a leer, caerá en el vicio de pensar, y de allí a rebelarse contra la Corona no hay sino un suspiro.
Como decía, hoy no ha sido un buen día para mí. En vez de atenerme al relato de mi vida, me he puesto a divagar. Cada día me cuesta más centrarme en los hechos, porque me distraigo; en esta casa hay mucho bochinche, aunque tú asegures que es la más tranquila de Santiago.
– Son ideas vuestras, madre. Aquí no hay ningún bochinche, por el contrario, penan las ánimas -me dijiste anoche.
– Exactamente, Isabel, a eso me refiero.
Eres como tu padre, práctica y razonable, por eso no percibes a la multitud que se pasea sin permiso por mis habitaciones. Con la edad se adelgaza el velo que separa este mundo del otro, y empiezo a ver lo invisible. Supongo que cuando yo me muera renovarás este ambiente, regalarás mis viejos muebles y pintarás las paredes con otra mano de cal, pero recuerda que me has prometido que guardarás estas páginas, escritas para ti y también para tus descendientes. Si prefieres, puedes entregárselas a los curas mercedarios o dominicos, que me deben algunos favores. Acuérdate también de que dejaré un fondo de dinero para mantener a Marina Ortiz de Gaete hasta el último día de su vida y para dar de comer a los pobres, que están acostumbrados a recibir su plato diario en la puerta de esta casa. Creo que ya te he dicho todo esto, perdona si me repito. Estoy segura de que cumplirás mis disposiciones, Isabel, porque también en eso saliste a tu padre: eres recta de corazón y tu palabra es sagrada.
La suerte de nuestra colonia dio un vuelco una vez que establecimos contacto con el Perú y empezaron a llegar provisiones y gente dispuesta a poblar. Gracias a los galeones que iban y venían pudimos encargar lo indispensable para prosperar. Valdivia compró hierro, pertrechos y cañones, yo encargué árboles y semillas de España, que se dan muy bien en este clima chileno, ovejas, cabras y ganado. Por error, me trajeron ocho vacas y doce toros; con uno habría bastado. Aguirre quiso aprovechar el malentendido para inaugurar la primera plaza de toros, pero los animales venían ensimismados por el viaje marítimo y no servían para dar cornadas. No se perdieron, ya que diez fueron convertidos en bueyes y se usaron para labranza y transporte. Los otros dos sirvieron de buen talante a las vacas y ahora hay abundante ganadería desde los pastizales de Copiapó hasta el valle del Mapocho. Construimos un molino y hornos públicos, teníamos una cantera y aserraderos, establecimos sitios para hacer tejas y adobes, formamos talleres de curtiembre, alfarería, mimbre, velas, arreos y muebles. Había dos sastres, cuatro escribanos, un médico -que por desgracia no servía de mucho- y un estupendo veterinario. Al paso acelerado en que crecía la ciudad, pronto el valle quedaría despojado de árboles, tanta era la pujanza de nuestras construcciones. No puedo decir que la vida fuese holgada, pero no volvió a faltar alimento y hasta los yanaconas engordaron y se pusieron flojos. No tuvimos problemas graves, salvo la plaga de ratas que provocaron las machis de los indios con sus falsas artes para molestar a los cristianos. No podíamos defender las sementeras, las casas ni las ropas, las ratas se comían todo menos el metal. Cecilia ofreció la solución que usaban en el Perú: tinajas llenas con agua hasta la mitad. En la noche poníamos varias en cada casa y amanecían hasta quinientos ratones ahogados, pero la plaga no acabó hasta que Cecilia consiguió un hechicero quechua capaz de deshacer el encantamiento de las machis chilenas.