Felipe tenía una puntería natural, donde ponía el ojo ponía la flecha, y siempre estaba dispuesto a salir de caza. El herrero le hizo flechas con puntas de hierro, más efectivas que sus piedras afiladas, y el chico regresaba de sus excursiones con liebres y pájaros, a veces incluso con un gato de montaña. Era el único que se atrevía a salir solo por los alrededores, mimetizado con el bosque, invisible para el enemigo; los soldados andaban en grupos y así no podían cazar ni un elefante, en caso de que los hubiera en el Nuevo Mundo. De igual forma, desafiando el peligro, traía brazadas de pasto para los animales y gracias a él los caballos se mantenían de pie, aunque flacos.
Me avergüenza contarlo, pero sospecho que en ocasiones hubo canibalismo entre los yanaconas y también entre algunos de nuestros hombres desesperados, tal como trece años más tarde lo hubo entre los mapuche, cuando el hambre se extendió por el resto del territorio chileno. Los españoles se sirvieron de eso para justificar la necesidad de someterlos, civilizarlos y cristianizarlos, ya que no existía mayor prueba de barbarie que el canibalismo; pero los mapuche nunca habían caído en eso antes de nuestra llegada. En ciertos casos, muy raros, devoraban el corazón de un enemigo para adquirir su poder, pero era rito y no costumbre. La guerra de la Araucanía causó hambruna. Nadie podía cultivar el suelo, porque lo primero que hacían tanto indios como españoles era quemar las siembras y matar el ganado del otro bando, después vino una sequía y el chivalongo o tifus, que causó terrible mortandad. Para mayor castigo, cayó una plaga de ranas que infestaron el suelo con una baba pestilente. En esa época terrible, los españoles, que eran pocos, se alimentaban de lo que arrebataban a los mapuche, pero éstos, que eran miles y miles, vagaban desfallecientes por los campos yermos. La falta de alimento les indujo a comer la carne de sus semejantes. Dios ha de tener en cuenta que esa desdichada gente no lo hizo por pecar, sino por necesidad. Un cronista, que hizo las campañas del sur en 1555, escribió que los indios acudían a comprar cuartos de hombre como quien compra cuartos de llama. El hambre… quien no la ha sufrido no tiene derecho a pasar juicio. Me contó Rodrigo de Quiroga que en el infierno de la selva caliente de los Chunchos los indios devoraban a sus propios compañeros. Si la necesidad forzó a los españoles a participar en ese pecado, se abstuvo de mencionarlo. Catalina, sin embargo, me aseguró que los viracochas no son diferentes de cualquier otro mortal, algunos desenterraban a los muertos para asar los muslos y salían a cazar indios en el valle con el mismo fin. Cuando se lo dije a Pedro me hizo callar, temblando de indignación, pues le parecía imposible que un cristiano cometiera semejante infamia; entonces debí recordarle que, gracias a mí, él comía un poco mejor que los demás en la colonia, y por lo mismo debía callarse. Bastaba ver la alegría demente de quien lograba cazar una rata en la ribera del Mapocho para comprender que incluso el canibalismo podía suceder.
Felipe, o Felipillo, como llamaban al joven mapuche, se convirtió en la sombra de Pedro y llegó a ser una figura familiar en la ciudad, mascota de los soldados, a quienes divertía la forma en que imitaba los modales y la voz del gobernador, sin ánimo de burla, sino por admiración. Pedro fingía no darse cuenta, pero sé que le halagaba la callada atención del muchacho y su prontitud para servirlo: bruñía su armadura con arena, afilaba su espada, ensebaba sus correas si conseguía un poco de grasa, y, sobre todo, cuidaba a Sultán como si fuese su hermano. Pedro lo trataba con esa jovial indiferencia con que se convive con un perro fiel; no necesitaba hablarle, Felipe adivinaba los deseos del Taita. Pedro ordenó a un soldado que enseñara al chico a usar un arcabuz «para que defienda a las mujeres de la casa en mi ausencia», manifestó, lo cual me ofendió, porque siempre era yo quien defendía no sólo a las mujeres, también a los varones. Felipe era un muchacho contemplativo y silencioso, capaz de pasar horas inmóvil, como un monje anciano. «Es flojo, como todos los de su raza», decían de él. Con el pretexto de las clases de mapudungu -una imposición casi intolerable para él, porque me despreciaba por ser mujer-, averigüé buena parte de lo que sé sobre los mapuche. Para ellos la Santa Tierra provee, la gente toma lo necesario y agradece, no toma más y no acumula; el trabajo es incomprensible, puesto que no hay futuro. ¿Para qué sirve el oro? La tierra no es de nadie, el mar no es de nadie; la sola idea de poseerlos o dividirlos producía ataques de risa al habitualmente sombrío Felipe. Las personas tampoco pertenecen a otros. ¿Cómo pueden los huincas comprar y vender gente si no es suya? A veces el muchacho pasaba dos o tres días mudo, huraño, sin comer, y al preguntarle qué le sucedía, la respuesta era siempre la misma: «Hay días contentos y días tristes». Cada uno es dueño de su silencio. Se llevaba mal con Catalina, quien desconfiaba de él, pero se contaban los sueños, porque para ambos la puerta estaba siempre abierta entre las dos mitades de la vida, nocturna y diurna, y a través de los sueños la divinidad se comunicaba con ellos. No hacer caso de los sueños causa grandes desgracias, aseguraban. Felipe nunca permitió que Catalina le echara la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar, por las que sentía un terror supersticioso, tal como se negaba a probar sus yerbas medicinales.
Los criados tenían prohibido montar los caballos, bajo pena de azotes, pero con Felipe se hizo una excepción, ya que él los alimentaba y era capaz de domarlos sin violencia, hablándoles al oído en mapudungu. Aprendió a cabalgar como un gitano y sus proezas causaban sensación en esa aldea triste. Se pegaba sobre la bestia hasta ser parte de ella, iba con su ritmo, sin forzarla jamás. No usaba montura ni espuelas, guiaba con una leve presión de las rodillas y llevaba las riendas en la boca, así las dos manos le quedaban libres para el arco y las flechas. Podía subirse cuando el caballo iba a la carrera, dar vuelta sobre el lomo y quedar mirando hacia la cola o colgarse con brazos y piernas, de modo que galopaba con el pecho contra el vientre del animal. Los hombres le hacían ruedo y, por mucho que lo intentaron, ninguno pudo imitarlo. A veces se perdía por varios días en sus excursiones de caza y, justo cuando ya lo dábamos por muerto en manos de Michimalonko, retornaba sano y salvo con una rastra de pájaros al hombro para enriquecer nuestra desabrida sopa. Valdivia se inquietaba cuando desaparecía; en más de una ocasión lo amenazó con el látigo si volvía a salir sin permiso, pero nunca cumplió, porque dependíamos del producto de sus cacerías. Al centro de la plaza estaba el tronco ensangrentado donde se aplicaban las penas de azote, pero a Felipe no parecía causarle ningún temor. Para entonces se había convertido en un adolescente delgado, alto para alguien de su raza, puro hueso y músculo, de expresión inteligente y ojos sagaces. Era capaz de echarse a las espaldas más peso que cualquier hombre adulto y cultivaba un desprecio absoluto por el dolor y la muerte. Los soldados admiraban su estoicismo y algunos, para entretenerse, lo ponían a prueba. Tuve que prohibirles que lo desafiaran a coger un carbón encendido con la mano o clavarse espinas untadas en ají picante. Invierno y verano se bañaba por horas en las aguas siempre frías del Mapocho. Nos explicó que el agua helada fortalece el corazón, por eso las madres mapuche sumergen a los niños en agua apenas nacen. Los españoles, que huyen del baño como del fuego, se instalaban en lo alto del muro a observarlo nadar y cruzar apuestas sobre su resistencia. A veces se sumergía en las aguas tormentosas del río durante varios padrenuestros y, cuando ya los mirones empezaban a pagar las apuestas a los ganadores, Felipe aparecía ileso.