Después de que Rodrigo de Quiroga recorrió las ruinas de Santiago y le entregó a Monroy el cálculo de las pérdidas, vino a verme. En vez del basilisco demente que había depositado en la enfermería poco antes, me encontró más o menos limpia y tan cuerda como siempre, atendiendo a los muchos heridos.
– Doña Inés… gracias al Altísimo… -murmuró a punto de echarse a llorar de extenuación.
– Quitaos la armadura, don Rodrigo, para que os curemos -repliqué.
– Pensé que… ¡Dios mío! Vos salvasteis la ciudad, doña Inés. Vos pusisteis en fuga a los salvajes…
– No digáis eso, porque es injusto con estos hombres, que combatieron como valientes, y con las mujeres que los secundaron.
– Las cabezas… dicen que las cabezas cayeron todas mirando hacia los indios y éstos creyeron que era un mal augurio, por eso retrocedieron.
– No sé de qué cabezas me habláis, don Rodrigo. Estáis muy confundido. ¡Catalina! ¡Ayúdalo a quitarse la armadura, mujer!
Durante esas horas pude pesar mis acciones. Trabajé sin pausa ni respiro durante la primera noche y la mañana siguiente atendiendo a los heridos y tratando de salvar lo posible de las casas quemadas, pero una parte de mi mente sostenía un constante diálogo con la Virgen, para pedirle que intercediera en mi favor por el crimen cometido, y con Pedro. Prefería no imaginar su reacción al ver la destrucción de Santiago y saber que ya no contaba con sus siete rehenes, estábamos a merced de los salvajes sin nada para negociar con ellos. ¿Cómo explicarle lo que había hecho, si yo misma no lo entendía? Decirle que había enloquecido y ni siquiera recordaba bien lo ocurrido era una excusa absurda; además, estaba avergonzada del espectáculo grotesco que di frente a sus capitanes y soldados. Por fin, a eso de las dos de la tarde del 12 de septiembre, me venció la fatiga y pude dormir unas horas tirada en el suelo junto a Baltasar, que había vuelto arrastrándose al amanecer, con las fauces ensangrentadas y una pata quebrada. Los tres días siguientes se me fueron en un soplo, trabajando con los demás para despejar escombros, apagar incendios y fortalecer la plaza, único sitio donde podríamos defendernos de otro ataque, que suponíamos inminente. Además, Catalina y yo escarbábamos los surcos quemados y las cenizas de los solares en busca de cualquier comestible para echar a la sopa. Una vez que dimos cuenta del caballo de Aguirre, nos quedó muy poco alimento; habíamos vuelto a los tiempos de la olla común, sólo que entonces ésta consistía en agua con yerbas y los tubérculos que pudiésemos desenterrar.
Al cuarto día Pedro de Valdivia llegó con un destacamento de catorce soldados de caballería, mientras los infantes lo seguían lo más deprisa posible. Montado en Sultán, el gobernador entró a la ruina que antes llamábamos ciudad y calculó de un solo vistazo la magnitud del descalabro. Pasó por las calles, donde todavía se elevaban débiles columnas de humo señalando las antiguas casas, entró a la plaza y encontró a la escasa población en andrajos, hambrienta, asustada, los heridos tirados por el suelo con vendajes sucios, y sus capitanes, tan desarrapados como el último de los yanaconas, socorriendo a la gente. Un centinela tocó la corneta y, con un esfuerzo brutal, los que podían ponerse de pie se formaron para saludar al capitán general. Yo me quedé atrás, medio oculta por unas lonas; desde allí vi a Pedro y el alma me dio un brinco de amor y tristeza y fatiga. Desmontó en el centro de la plaza y, antes de abrazar a sus amigos, recorrió la devastación con una mirada, pálido, buscándome. Di un paso al frente, para mostrarle que seguía viva; nuestras miradas se encontraron y entonces le cambió la expresión y el color. Con esa voz de razón y autoridad que nadie resistía, se dirigió a los soldados para honrar el valor de cada uno, sobre todo de los que murieron combatiendo, y dar gracias al apóstol Santiago por haber salvado al resto de la gente. La ciudad nada importaba, porque había brazos y corazones fuertes para reconstruirla de las cenizas. Debíamos comenzar de nuevo, dijo, pero eso no podía ser motivo de desaliento, sino de entusiasmo para los vigorosos españoles, que jamás se daban por vencidos, y los leales yanaconas. «¡Santiago y cierra España!», exclamó, levantando la espada. «¡Santiago y cierra España!», respondieron en una sola voz disciplinada sus hombres, pero en el tono había profundo desaliento.
Esa noche, recostados sobre la dura tierra, sin más abrigo que una manta inmunda, con un pedazo de luna asomando encima de nuestras cabezas, me eché a llorar de fatiga en los brazos de Pedro. Él ya había escuchado variados relatos de la batalla y de mi papel en ella; pero, contrario a lo que yo temía, se mostró orgulloso de mí, tal como lo estaba, según me dijo, hasta el último soldado de Santiago, que sin mí habría perecido. Las versiones que le habían dado eran exageradas, no me cabe duda, y así fue estableciéndose la leyenda de que yo salvé la ciudad. «¿Es cierto que tú misma decapitaste a los siete caciques?», me había preguntado Pedro apenas nos encontramos solos. «No lo sé», le contesté honestamente. Pedro nunca me había visto llorar, no soy mujer de lágrima fácil, pero en esa primera ocasión no intentó consolarme, sólo me acarició con esa ternura distraída que algunas veces empleaba conmigo. Su perfil parecía de piedra, la boca dura, la mirada fija en el cielo.
– Tengo mucho miedo, Pedro -sollocé.
– ¿De morir?
– De todo menos de morir, porque me faltan años para la vejez.
Se rió secamente del chiste que compartíamos: que yo enterraría a varios maridos y sería siempre una viuda apetecible.
– Los hombres quieren regresar al Perú, estoy seguro, aunque todavía ninguno se atreve a decirlo, para no parecer cobarde. Se sienten derrotados.
– Y tú ¿qué quieres, Pedro?
– Fundar Chile contigo -respondió sin pensarlo dos veces.
– Entonces eso haremos.
– Eso haremos, Inés del alma mía…
Mi memoria del pasado remoto es muy vívida y podría relatar paso a paso lo ocurrido en los primeros veinte o treinta años de nuestra colonia en Chile, pero no hay tiempo, porque la Muerte, esa buena madre, me llama y quiero seguirla, para descansar por fin en brazos de Rodrigo. Los fantasmas del pasado me rodean. Juan de Málaga, Pedro de Valdivia, Catalina, Sebastián Romero, mi madre y mi abuela, enterradas en Plasencia, y muchos otros, adquieren contornos cada vez más firmes y oigo sus voces susurrando en los corredores de mi casa. Los siete caciques degollados deben estar bien instalados en el cielo o en el infierno, porque nunca han venido a penarme. No estoy demente, como suelen ponerse los ancianos, todavía soy fuerte y tengo la cabeza bien plantada sobre los hombros, pero estoy con un pie al otro lado de la vida y por eso observo y escucho lo que para otros pasa inadvertido. Te inquietas, Isabel, cuando hablo así; me aconsejas que rece, eso calma el alma, dices. Mi alma está en calma, no tengo miedo a morir, no lo tuve entonces, cuando lo razonable era tenerlo, y menos ahora, cuando he vivido de sobra. Tú eres lo único que me retiene en este mundo; te confieso que no tengo curiosidad alguna por ver a mis nietos crecer y sufrir, prefiero llevarme el recuerdo de sus risas infantiles. Rezo por costumbre, no como remedio para la angustia. La fe no me ha fallado, pero mi relación con Dios ha ido cambiando con los años. A veces, sin pensarlo, lo llamo Ngenechén, y a la Virgen del Socorro la confundo con la Santa Madre Tierra de los mapuche, pero no soy menos católica que antes -¡Dios me libre!-, es sólo que el cristianismo se me ha ensanchado un poco, como sucede con la ropa de lana al cabo de mucho uso. Me quedan pocas semanas de vida, lo sé porque a ratos a mi corazón se le olvida latir, me mareo, me caigo y ya no tengo apetito. No es verdad que pretendo matarme de hambre nada más que por jorobarte, como me acusas, hija, sino que la comida tiene sabor de arena y no puedo tragarla, por eso me alimento de sorbos de leche. He adelgazado, parezco un esqueleto cubierto de pellejo, como en los tiempos del hambre, sólo que entonces era joven. Una vieja flaca es patética, se me han puesto las orejas enormes y hasta una brisa puede tirarme de bruces. En cualquier momento saldré volando. Debo abreviar este relato, de otro modo se me quedarán muchos muertos en el tintero. Muertos, casi todos mis amores están muertos, ése es el precio de vivir tanto como he vivido.