A la cabeza iba Pedro de Valdivia, siempre el primero, a pesar de que sus capitanes le rogaban que se cuidara porque sin él los demás estábamos perdidos. Al grito de «¡Santiago y a ellos!», con el que los castellanos invocaron al apóstol durante siglos para combatir a los moros, se colocó delante, mientras sus arcabuceros, rodilla en tierra, con las armas preparadas, apuntaban al frente. Valdivia sabía que los chilenos se lanzan a la lucha a pecho descubierto, sin escudos ni otra protección, indiferentes a la muerte. No temen a los arcabuces, porque son más ruido que otra cosa, sólo se detienen ante los perros, que en el furor del combate se los comen vivos. Enfrentan en masa los aceros españoles, que causan estragos entre ellos, mientras que sus armas de piedra rebotan contra el metal de las armaduras. Desde lo alto de sus cabalgaduras los huincas son invencibles, pero si logran desmontarlos, los aniquilan.
No habíamos terminado de agruparnos cuando sentimos el chivateo insufrible que anuncia el ataque de los indios, una gritería espeluznante que los enardece hasta la demencia y paraliza de terror a sus enemigos, pero que en nuestro caso tiene el efecto contrario: nos vuela de rabia. El destacamento de Rodrigo de Quiroga logró reunirse con el de Valdivia momentos antes de que la oleada enemiga se desprendiera de los cerros. Eran miles y miles. Corrían casi desnudos, con arcos y flechas, picas y macanas, aullando, exultantes de feroz anticipación. La descarga de los arcabuces barrió con las primeras filas, pero no logró detenerlos ni aminorar su carrera. En cuestión de minutos ya podíamos verles las caras pintarrajeadas y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. Las lanzas de los nuestros atravesaban los cuerpos color arcilla, las espadas cercenaban cabezas y miembros, los cascos de los caballos destrozaban a los caídos. Si lograban acercarse, los indios aturdían de un mazazo al caballo y, apenas doblaba las patas, veinte manos cogían al jinete y lo revolcaban por el suelo. Los yelmos y corazas protegían a los soldados durante breves instantes y a veces eso bastaba para dar tiempo a un compañero a intervenir. Las flechas, inútiles contra las cotas de malla y armaduras, resultaban muy eficientes en las partes desprotegidas del cuerpo de los soldados. En el estruendo y el torbellino de la lucha, nuestros heridos seguían peleando sin sentir dolor ni darse cuenta de que se desangraban, y cuando al fin caían, alguien los rescataba y me los traía a la rastra.
Yo había organizado mi diminuto hospital rodeada de mis indias y protegida por algunos yanaconas leales, interesados en defender a las mujeres y los niños de su raza, y por esclavos negros, que si caían en manos de los indígenas enemigos temían ser desollados para averiguar si el color de la piel era pintado, como sabían que había ocurrido en otros lugares. Improvisábamos vendajes con los trapos disponibles, aplicábamos torniquetes para detener las hemorragias, cauterizábamos deprisa con carbones encendidos y, apenas los hombres podían ponerse de pie, les dábamos agua o un trago de vino, les devolvíamos sus armas y los enviábamos a seguir peleando. «Virgencita, protege a Pedro», mascullaba yo cuando la horrible tarea de los heridos me daba un respiro. La brisa nos traía el olor a pólvora y caballo, que se mezclaba con el de la sangre y la carne chamuscada. Los moribundos pedían confesarse, pero el capellán y los otros frailes estaban batallando, así es que yo les hacía la señal de la cruz en la frente y les daba la absolución, para que se fueran en paz. El capellán me había explicado que si falta un sacerdote, cualquier cristiano puede bautizar y dar la extremaunción en una emergencia, pero no estaba seguro de que una cristiana también pudiese hacerlo. A los gritos de muerte y dolor, al chivateo de los indios, los relinchos de los caballos y las explosiones de pólvora, se sumaba el llanto aterrorizado de las mujeres, muchas de ellas con infantes atados a la espalda. Cecilia, acostumbrada a ser servida por sus criadas como la princesa que era, por una vez descendió al mundo de los mortales y trabajaba codo a codo con Catalina y conmigo. Esa mujer, tan pequeña y graciosa, resultó ser mucho más fuerte de lo que parecía. Su túnica de fina lanilla estaba empapada de sangre ajena.
Hubo un momento en que varios enemigos lograron aproximarse al sitio donde curábamos a los heridos. De pronto sentí un griterío más intenso y cercano, levanté la vista de la flecha que estaba tratando de extraer de un muslo de don Benito, mientras otras mujeres lo sujetaban, y me encontré cara a cara con varios salvajes que se nos venían encima con las mazas y hachas en alto, haciendo retroceder a nuestra débil guardia de yanaconas y esclavos negros. Sin pensarlo, tomé a dos manos la espada, que Pedro me había enseñado a usar, y me dispuse a defender nuestro breve espacio. A la cabeza de los asaltantes venía un hombre mayor, pintarrajeado y adornado con plumas. Una antigua cicatriz le atravesaba una mejilla desde la sien hasta la boca. Alcancé a registrar estos detalles en menos de un instante, porque los hechos sucedieron muy rápido. Recuerdo que nos enfrentamos, él con una lanza corta y yo con la espada, que debía levantar con las dos manos, en idénticas posturas, gritando de furia con ese alarido terrible de la guerra y mirándonos con idéntica ferocidad. Entonces, súbitamente, el viejo hizo una señal y sus compañeros se detuvieron. No podría jurarlo, pero creo que hubo una leve sonrisa en su rostro color de tierra, dio media vuelta y se alejó con la agilidad de un muchacho, justo en el momento en que Rodrigo de Quiroga acudía corcoveando en su caballo y se lanzaba sobre nuestros agresores. El viejo era el cacique Michimalonko.
– ¿Por qué no me atacó? -le pregunté mucho después a Quiroga.
– Porque no podía sufrir la vergüenza de batirse con una mujer -me explicó.
– ¿Es eso lo que vos hubierais hecho, capitán?
– Por supuesto -replicó, sin vacilar.
La lucha duró un par de horas y éstas fueron de tal intensidad, que pasaron volando, porque no hubo tiempo para pensar. De pronto, cuando ya tenían el terreno casi ganado, los indígenas se dispersaron, perdiéndose en los mismos cerros por donde habían surgido; dejaron tirados a sus heridos y sus muertos, pero se llevaron los caballos que pudieron quitarnos. Nuestra Señora del Socorro nos había salvado una vez más. Quedó el campo cubierto de cuerpos y hubo que encadenar a los perros, ahítos de sangre, para que no devoraran también a nuestros heridos. Los negros circularon entre los caídos, rematando a los chilenos, y después me trajeron a los nuestros. Me preparé para lo que venía: durante horas el valle se estremecería con los alaridos de los hombres a quienes debíamos curar. Catalina y yo no daríamos abasto para arrancar flechas y cauterizar, tarea muy ingrata. Dicen que uno se acostumbra a todo, pero no es cierto, nunca me acostumbré a esos gritos espantosos. Incluso ahora, en mi vejez, después de haber fundado el primer hospital de Chile y de llevar toda una vida trabajando como enfermera, todavía oigo los lamentos de la guerra. Si las heridas pudieran coserse con aguja e hilo, como la rotura de una tela, las curaciones serían más soportables, pero sólo el fuego evita el desangramiento y la podredumbre.
Pedro de Valdivia tenía varias llagas leves y magulladuras, pero no quiso que lo curara. Reunió de inmediato a sus capitanes para sacar la cuenta de nuestras pérdidas.
– ¿Cuántos muertos y heridos? -preguntó.
– Don Benito sufrió un flechazo muy feo. Tenemos un soldado muerto, trece heridos y uno de gravedad. Calculo que robaron más de veinte caballos y mataron a varios yanaconas -anunció Francisco de Aguirre, que no era bueno en aritmética.
– Hay cuatro negros y sesenta y tres yanaconas heridos, varios de gravedad -le corregí-. Murieron un negro y treinta y un indios. Creo que dos hombres no pasarán la noche. Habrá que transportar a los heridos a caballo, no podemos dejarlos atrás. Los más graves tendrán que ser llevados en hamacas.