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– ¿Quién va? -grité, asustada.

Hubo una pausa tensa y enseguida alguien llamó en la oscuridad a Pedro de Valdivia.

– No se encuentra aquí. ¿Quién lo busca? -pregunté, ahora con voz airada.

– Disculpad, señora, soy Sancho de la Hoz, leal servidor del capitán general. Me ha tomado mucho tiempo llegar hasta aquí y deseo saludarlo.

– ¿Sancho de la Hoz? ¿Cómo os atrevéis, caballero, a entrar en mi tienda en mitad de la noche? -exclamé.

Para entonces Baltasar ladraba a rabiar, lo que alertó a los guardias. En cosa de minutos acudieron don Benito, Quiroga, Juan Gómez y otros, con luces y sables desenvainados, para hallar en mi habitación no sólo al insolente De la Hoz, sino a otros cuatro hombres que lo acompañaban. La primera reacción de los míos fue arrestarlos de inmediato, pero los convencí de que se trataba de un malentendido. Les rogué que se retiraran y ordené a Catalina que improvisara algo de comer para los recién llegados, mientras me vestía deprisa. De mi propia mano les escancié vino y les serví la cena con la debida hospitalidad, muy atenta a lo que quisieron contarme de las penurias de su viaje.

Entre copa y copa me asomé afuera para decirle a don Benito que enviara de inmediato un mensajero en busca de Pedro de Valdivia. La situación era muy delicada, porque De la Hoz tenía varios partidarios entre la gente descontenta y floja de nuestra expedición. Algunos soldados acusaban a Valdivia de haber usurpado la conquista de Chile al enviado de la Corona, ya que las cédulas reales de Sancho de la Hoz tenían más autoridad que el permiso dado por Pizarro. Sin embargo, De la Hoz no contaba con ningún respaldo económico, había dilapidado en España la fortuna que le tocó como parte del rescate de Atahualpa, no había podido conseguir dinero, naves ni soldados para la empresa y su palabra valía tan poco que había estado preso en el Perú por deudas y estafas. Sospeché que pretendía deshacerse de Valdivia, apoderarse de la expedición y continuar la conquista de Chile solo.

Decidí tratar a los cinco inoportunos visitantes con las mayores consideraciones, para que entraran en confianza y bajaran la guardia hasta que volviera Pedro. Por lo pronto, los atiborré de comida y en la garrafa del vino puse suficiente adormidera para tumbar a un buey, porque no quería escándalo en el campamento; lo último que convenía era tener a la gente dividida en dos bandos, como podía ocurrir si De la Hoz establecía dudas sobre la legitimidad de Valdivia. Al verme tan amable, los cinco desalmados debieron de reírse a mis espaldas, satisfechos de haber engañado con su desparpajo a una estúpida mujer, pero antes de una hora estaban tan ebrios y drogados, que no opusieron la menor resistencia cuando llegaron don Benito y los guardias a llevárselos. Al registrarlos descubrieron que cada uno de ellos llevaba un puñal con empuñadura de plata labrada, todos iguales, y entonces no cupo duda de que se trataba de una teatral conspiración para asesinar a Valdivia. Los puñales idénticos sólo podían ser idea del cobarde De la Hoz, quien así distribuía en cinco partes la responsabilidad del crimen. Nuestros capitanes querían ajusticiarlos allí mismo, pero les hice ver que una decisión tan grave sólo podía ser tomada por Pedro de Valdivia. Se requirió mucha astucia y firmeza para impedir que don Benito colgara a De la Hoz del primer árbol a su alcance.

Tres días después regresó Pedro, ya informado de la conspiración. Sin embargo, la noticia no logró agriarle el ánimo, porque había encontrado a su amigo Francisco de Aguirre, quien llevaba varias semanas esperándolo, y además traía consigo a quince hombres a caballo, diez arcabuceros, muchos indios de servicio y suficiente alimento para varios días. Con ellos nuestro contingente aumentó a ciento treinta y tantos soldados, según recuerdo; ése fue un milagro mayor que el Manantial de la Virgen.

Antes de discutir con sus capitanes el asunto de Sancho de la Hoz, Pedro se encerró conmigo para oír mi versión de lo ocurrido. A menudo se dijo que yo tenía a Pedro hechizado con encantamientos de bruja y pociones afrodisíacas, que lo atontaba en la cama con aberraciones de turca, le absorbía la potencia, le anulaba la voluntad y, en buenas cuentas, hacía lo que me daba la gana con él. Nada más lejos de la verdad. Pedro era testarudo y sabía muy bien lo que quería; nadie podía hacerle cambiar de rumbo con artes de magia o de cortesana, sólo con argumentos de la razón. No era hombre de pedir consejo abiertamente y menos a una mujer, pero en la intimidad conmigo se quedaba callado, paseándose por el cuarto, hasta que yo atinaba a ofrecer mi opinión. Procuraba dársela con cierta vaguedad, para que al final creyera que la decisión era suya. Este sistema siempre me sirvió bien. Un hombre hace lo que puede, una mujer hace lo que el hombre no puede. No me parecía acertado ajusticiar a Sancho de la Hoz, como sin duda merecía, porque estaba protegido por las cédulas reales y tenía una numerosa parentela, con conexiones en la corte de Madrid, que podía acusar a Valdivia de sedición. Mi deber era evitar que mi amante terminara en el potro de tormento o el patíbulo.

– ¿Qué se hace con un traidor como éste? -masculló Pedro, paseándose como un gallo de pelea.

– Tú siempre has dicho que a los enemigos conviene tenerlos cerca, donde se los puede vigilar…

En vez de enjuiciar a los acusados de inmediato, Pedro Valdivia decidió darse tiempo para averiguar cómo estaban los ánimos entre sus soldados, recoger las pruebas de la conspiración y desenmascarar a los cómplices ocultos entre los nuestros. Sorpresivamente, dio orden a don Benito de levantar el campamento y continuar hacia el sur, llevando a sus prisioneros engrillados y muertos de miedo, todos menos el necio de Sancho de la Hoz, quien se creía por encima de la justicia y, a pesar de los hierros, seguía en su afán de ganar adeptos a su causa y de acicalarse. Exigió una india de servicio en la cárcel para almidonarle la gola, aplancharle las calzas, enrizarle el cabello, rociarle con perfume y pulirle las uñas. Los hombres recibieron mal la noticia de partir, porque estaban cómodos en ese lugar, era fresco, había agua y árboles. Don Benito les recordó a grito destemplado que las decisiones del jefe no se cuestionaban. Mal que mal, Valdivia los había conducido hasta allí con un mínimo de inconvenientes; el paso del desierto había sido un éxito, sólo habíamos perdido tres soldados, seis caballos, un perro y trece llamas. A los yanaconas que faltaban nadie los contó, pero según Catalina debían de ser unos treinta o cuarenta.

Al conocer a Francisco de Aguirre sentí de inmediato confianza en él, a pesar de su aspecto intimidante. Con el tiempo aprendí a temer su crueldad. Era un hombronazo exagerado, amigo del ruido, alto y fornido, con la carcajada siempre pronta. Bebía y comía por tres y, según me contó Pedro, era capaz de preñar a diez indias en una noche y otras diez en la noche siguiente. Han pasado muchos años y ahora Aguirre es un anciano sin escrúpulos de conciencia ni rencores, todavía lúcido y sano, a pesar de que pasó años en los pestilentes calabozos de la Inquisición y del rey. Vive bien gracias a una merced de tierra que le cedió mi difunto marido. Sería difícil hallar a dos personas más diferentes que mi Rodrigo, bondadoso y noble, y ese Francisco de Aguirre, tan desenfrenado, pero se querían como buenos soldados en la guerra y amigos en la paz. Rodrigo no podía permitir que su compañero de peripecias terminara como mendigo por la ingratitud de la Corona y la Iglesia, por eso lo protegió hasta que se lo llevó la muerte. Aguirre, quien no tiene un rincón del cuerpo sin cicatrices de batallas, pasa sus últimos días viendo crecer el maíz de su chacra, junto a su mujer, que vino de España por amor, sus hijos y sus nietos. A los ochenta años no está derrotado, sigue imaginando aventuras y cantando las canciones pícaras de su juventud. Además de sus cinco hijos legítimos, engendró más de cien bastardos conocidos, y debe de haber otros cientos que nadie ha contabilizado. Tenía la idea de que la mejor forma de servir a su majestad en las Indias era poblándola de mestizos; llegó a decir que la solución al problema indígena era matar a todos los varones mayores de doce años, secuestrar a los niños y violar a las mujeres con paciencia y método. Pedro creía que su amigo hablaba en broma, pero yo sé que lo decía en serio. A pesar de su desaforado afán de fornicación, el único amor de su vida fue su prima hermana, con quien se casó gracias a un permiso especial del Papa, como me parece que ya conté. Ten paciencia conmigo, Isabel: a los setenta años tiendo a repetirme.

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