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Don Benito conocía las penurias del viaje porque las había vivido, y nos relató la travesía del desierto de Atacama, que ellos tomaron para volver al Perú. Ésa era la ruta escogida por nosotros para ir a Chile, a la inversa del recorrido de Almagro.

– No debemos contemplar sólo las necesidades de los soldados, señora. También el estado de los indios debe ocuparnos, requieren abrigo, alimento y agua. Sin ellos no llegaremos lejos -me recordó.

Yo lo tenía muy presente, pero proveer para mil yanaconas con el dinero disponible era tarea de mago.

Entre los escasos soldados que vendrían con nosotros a Chile se contaba Juan Gómez, un apuesto y valeroso joven oficial, sobrino del difunto Diego de Almagro. Un día se presentó en mi casa con su gorra de terciopelo en la mano, muy cohibido, y me confesó su relación con una princesa inca, bautizada con el nombre de Cecilia.

– Nos amamos mucho, doña Inés, no podemos separarnos. Cecilia quiere venir conmigo a Chile -me dijo.

– ¡Pues que venga!

– No creo que don Pedro de Valdivia lo permita, porque Cecilia está preñada -balbuceó el joven.

Era un problema serio. Pedro había sido muy claro en su decisión de que en un viaje de tal magnitud no se podían llevar mujeres en esa condición, porque era muy engorroso, pero al comprobar la angustia de Juan Gómez me sentí obligada a darle una mano.

– ¿De cuántos meses está la preñez? -le pregunté.

– Más o menos de tres o cuatro.

– Os dais cuenta del riesgo que esto supone para ella, ¿verdad?

– Cecilia es muy fuerte, dispondrá de las comodidades necesarias y yo la ayudaré, doña Inés.

– Una princesa mimada y su séquito serán un incordio tremendo.

– Cecilia no molestará, señora. Le aseguro que apenas la notarán en la caravana…

– Está bien, don Juan, no habléis de esto con nadie por el momento. Veré cómo y cuándo se lo anuncio al capitán general Valdivia. Preparaos para partir dentro de poco.

Agradecido, Juan Gómez me trajo de regalo un cachorro negro de pelaje áspero y duro, como el de un cerdo, que se convirtió en mi sombra. Le puse por nombre Baltasar, porque era 6 de enero, día de los Reyes Magos. Ese animal fue el primero de una serie de perros iguales, descendientes suyos, que me han acompañado durante más de cuarenta años. Dos días más tarde acudió a visitarme la princesa inca, que llegó en una litera llevada por cuatro hombres y seguida por otras cuatro criadas cargadas de regalos. Yo nunca había visto de cerca a un miembro de la corte del Inca; concluí que las princesas de España palidecerían de envidia ante Cecilia. Era muy joven y bella, con facciones delicadas, casi infantiles, de corta estatura y delgada, pero resultaba imponente, porque poseía la altivez natural de quien ha nacido en cuna de oro y está acostumbrada a ser servida. Vestía a la moda del incanato, con sencillez y elegancia. Llevaba la cabeza descubierta y el cabello suelto, como un manto negro, liso y reluciente, que le cubría la espalda hasta la cintura. Me anunció que su familia estaba dispuesta a contribuir con los pertrechos de los yanaconas, siempre que no los llevaran encadenados. Así lo había hecho Almagro con la disculpa de que mataba dos pájaros de un tiro: evitaba que los indios escaparan y transportaba hierro. Más infelices murieron por esas cadenas de pesadumbre que por los rigores del clima. Le expliqué que Valdivia no pensaba hacer eso, pero ella me recordó que los viracochas trataban a los indígenas peor que a las bestias. ¿Podía yo responder por Valdivia y por la conducta de los otros soldados?, preguntó. No, no podía, pero le prometí mantenerme vigilante y, de paso, la felicité por sus compasivos sentimientos, ya que los incas de la nobleza rara vez tenían consideraciones con su pueblo. Me miró extrañada.

– La muerte y los suplicios son normales, pero las cadenas no. Resultan humillantes -me aclaró en el buen castellano aprendido de su amante.

Cecilia llamaba la atención por su hermosura, sus ropas del más fino tejido peruano y su inconfundible porte de realeza, pero se las arregló para pasar casi desapercibida durante las primeras cincuenta leguas de viaje, hasta que encontré el momento adecuado para hablar con Pedro, quien al principio reaccionó con cólera, como cabía esperarse cuando una de sus órdenes era ignorada.

– Si yo estuviese en la situación de Cecilia, habría tenido que quedarme atrás… -suspiré.

– ¿Acaso lo estás? -preguntó, esperanzado, porque siempre quiso tener un hijo.

– No, por desgracia, pero Cecilia sí, y no es la única. Tus soldados están preñando a las indias auxiliares cada noche, y ya tenemos a una docena con el vientre lleno.

Cecilia resistió la travesía del desierto, en parte montada en su mula y en parte cargada en una hamaca por sus servidores, y su hijo fue el primer niño nacido en Chile. Juan Gómez nos pagó con una lealtad incondicional que habría de sernos muy útil en los meses y años venideros.

Cuando ya estaba todo listo para emprender el camino con el puñado de soldados que quisieron acompañarnos, surgió un inconveniente inesperado. Un cortesano, antiguo secretario de Pizarro, llegó de España con una autorización del rey para conquistar los territorios al sur del Perú, desde Atacama hasta el estrecho de Magallanes. Este Sancho de la Hoz era pulcro de modales y amistoso de palabra, pero falso y vil de corazón. Eso sí, iba muy emperifollado, se vestía con chorreras de encajes y se rociaba con perfume. Los hombres se reían de él a sus espaldas, pero pronto empezaron a imitarlo. Llegó a ser más peligroso para la expedición que las inclemencias del desierto y el odio de los indios; no merece que su nombre quede en esta crónica, pero no puedo evitar mencionarlo, ya que vuelve a aparecer más adelante y, si hubiera logrado su propósito, Pedro de Valdivia y yo no habríamos cumplido nuestros destinos. Con su llegada, había dos hombres para la misma empresa, y por unas semanas pareció que ésta se trancaba sin remedio, pero al cabo de muchas discusiones y demoras el marqués gobernador Francisco Pizarro decidió que ambos acometieran la conquista de Chile en calidad de socios: Valdivia iría por tierra, De la Hoz por mar, y se encontrarían en Atacama. «Tú te vas cuidando mucho de este Sancho, pues, mamitay», me advirtió Catalina cuando supo lo ocurrido. Nunca lo había visto, pero lo caló con sus conchas de adivinar.

Partimos por fin una cálida mañana de enero de 1540. Francisco Pizarro había llegado de la Ciudad de los Reyes, con varios de sus oficiales, a despedirse de Valdivia, llevando de regalo algunos caballos, su único aporte a la expedición. El eco de las campanas de las iglesias, que repicaron desde el amanecer, alborotó a los pájaros en el cielo y a los animales en la tierra. El obispo ofició una misa cantada, a la que todos asistimos, y nos endilgó un sermón sobre la fe y el deber de llevar la Cruz a los extremos de la Tierra; luego salió a la plaza a dar su bendición a los mil yanaconas que aguardaban junto a los bultos y animales. Cada grupo de indios recibía órdenes de un curaca, o jefe, que a su vez obedecía a los capataces negros y éstos a los barbudos viracochas. No creo que los indios apreciaran la bendición obispal, pero tal vez sintieron que el sol radiante de ese día era un buen augurio. Eran en su mayoría hombres jóvenes, además de algunas abnegadas esposas dispuestas a seguirlos aun sabiendo que no volverían a ver a sus hijos, que quedaban en el Cuzco. Por supuesto, iban también las mancebas de los soldados, cuyo número aumentó durante el viaje con las muchachas cautivas de las aldeas arrasadas.

Don Benito me comentó la diferencia entre la primera expedición y la segunda. Almagro partió a la cabeza de quinientos soldados en bruñidas armaduras, con flamantes banderas y pendones, cantando a pleno pulmón, y varios frailes con grandes cruces, además de los miles y miles de yanaconas cargados de pertrechos, y manadas de caballos y otros animales, avanzando todos al son de trompetas y timbales. Por comparación, nosotros éramos un grupo más bien patético, sólo once soldados, además de Pedro de Valdivia y yo, que también estaba dispuesta a blandir una espada si llegaba el caso.

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