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Las circunstancias resultaban bastante ridículas: yo despeinada y en camisón de dormir; Catalina maldiciendo en quechua; un par de indios tiritando de terror, y un hidalgo vestido con jubón de terciopelo, calzón de seda y botas altas de cuero sobado, espada en mano, barriendo el patio con la pluma del sombrero para saludarme. Los dos nos echamos a reír.

– Estos infelices no volverán a molestaros, señora -dijo, galante.

– No son ellos los que me preocupan, caballero, sino quien los mandó.

– Tampoco ése volverá a sus bellaquerías, porque mañana habrá de vérselas conmigo.

– ¿Sabéis quién es?

– Tengo una buena idea, pero, si me equivocase, éstos dos confesarán en el tormento a quién obedecen.

Ante estas palabras los indios se arrojaron al suelo a besar las botas del caballero y clamar por sus vidas con el nombre del alférez Núñez en los labios. Catalina opinó que debíamos rebanarles el pescuezo allí mismo, y Valdivia estuvo de acuerdo, pero me interpuse entre su espada y aquellos infelices.

– No, señor, os lo ruego. No quiero muertos en mi patio, ensucian y traen mala suerte.

Valdivia volvió a reírse, abrió el portón y los despidió con sendas patadas en el trasero, después de advertirles que desaparecieran del Cuzco esa misma noche o pagarían las consecuencias.

– Me temo que el alférez Núñez no será tan magnánimo como vos, caballero. Buscará a esos hombres por cielo y tierra, saben demasiado y no le conviene que hablen -dije.

– Creedme, señora, me alcanza la autoridad para mandar a Núñez a pudrirse en la selva de los Chunchos, y os aseguro que lo haré -replicó él.

Recién entonces lo reconocí. Era el maestre de campo, héroe de muchas guerras, uno de los hombres más ricos y poderosos del Perú. Lo había vislumbrado en algunas ocasiones, pero siempre de lejos, admirando su caballo árabe y su autoridad natural.

Esa noche, la vida de Pedro de Valdivia y la mía se definieron. Habíamos andado en círculos por años, buscándonos a ciegas, hasta encontrarnos al fin en el patio de esa casita en la calle del Templo de las Vírgenes. Agradecida, le invité a entrar a mi modesta sala, mientras Catalina iba a buscar un vaso de vino, que en mi casa no faltaba, para agasajarlo. Antes de esfumarse en el aire, como era su costumbre, Catalina me hizo una señal a espaldas de mi huésped y así supe que se trataba del hombre que ella había vislumbrado en sus conchitas de adivinar. Sorprendida, porque nunca imaginé que la suerte me asignaría a alguien tan importante como Valdivia, procedí a estudiarlo de pies a cabeza en la luz amarilla de la lámpara. Me gustó lo que vi: ojos azules como el cielo de Extremadura, facciones viriles, rostro abierto aunque severo, fornido, buen porte de guerrero, manos endurecidas por la espada pero de dedos largos y elegantes. Un hombre entero, como él, sin duda era un lujo en las Indias, donde tantos hay marcados por horrendas cicatrices o carentes de ojos, narices y hasta miembros. ¿Y qué vio él? Una mujer delgada, de mediana estatura, con el cabello suelto y desordenado, ojos castaños, cejas gruesas, descalza, cubierta por un camisón de tela ordinaria. Mudos, nos miramos durante una eternidad sin poder apartar los ojos. Aunque la noche estaba fría, la piel me quemaba y un hilo de sudor me corría por la espalda. Sé que a él lo sacudía la misma tormenta, porque el aire de la habitación se volvió denso. Catalina surgió de la nada con el vino, pero al percibir lo que nos ocurría, desapareció para dejarnos solos.

Después Pedro me confesaría que esa noche no tomó la iniciativa en el amor porque necesitaba tiempo para calmarse y pensar. «Al verte sentí miedo por primera vez en mi vida», me diría mucho más tarde. No era hombre de mancebas ni concubinas, no se le conocían amantes y nunca tuvo relaciones con indias, aunque supongo que alguna vez las tuvo con mujeres de alquiler. A su manera, había sido siempre fiel a Marina Ortiz de Gaete, con quien estaba en falta, porque la enamoró a los trece años, no la hizo feliz y la abandonó para lanzarse a la aventura de las Indias. Se sentía responsable por ella ante Dios. Pero yo era libre, y aunque Pedro hubiese tenido media docena de esposas, igual lo habría amado, era inevitable. Él tenía casi cuarenta años y yo alrededor de treinta, ninguno de los dos podía perder tiempo, por eso me dispuse a conducir las cosas por el debido cauce.

¿Cómo llegamos a abrazarnos tan pronto? ¿Quién estiró la mano primero? ¿Quién buscó los labios del otro para el beso? Seguramente fui yo. Apenas pude sacar la voz para romper el silencio cargado de intenciones en que nos mirábamos, le anuncié sin preámbulos que lo estaba aguardando desde hacía mucho tiempo, porque lo había visto en sueños y en las cuentas y conchas de adivinar, que estaba dispuesta a amarlo para siempre y otras promesas, sin guardarme nada y sin pudor. Pedro retrocedió, rígido, pálido, hasta dar con las espaldas contra la pared. ¿Qué mujer cuerda habla así a un desconocido? Sin embargo, él no pensó que yo hubiera perdido el juicio o que fuera una ramera suelta en el Cuzco, porque él también sentía en los huesos y en las cavernas del alma la certeza de que habíamos nacido para amarnos. Exhaló un suspiro, casi un sollozo, y murmuró mi nombre con la voz quebrada. «También te he aguardado siempre», parece que me dijo. O tal vez no lo dijo. Supongo que en el transcurso de la vida embellecemos algunos recuerdos y procuramos olvidar otros. De lo que sí estoy segura es que esa misma noche nos amamos y desde el primer abrazo nos consumió el mismo ardor.

Pedro de Valdivia se había formado en el estruendo de la guerra, nada sabía de amor, pero estaba listo para recibirlo cuando éste llegó. Me levantó en brazos y me llevó a mi cama de cuatro trancos largos, donde caímos derribados, él encima de mí, besándome, mordiéndome, mientras se desprendía a tirones del jubón, las calzas, las botas, las medias, desesperado, con los bríos de un muchacho. Le dejé hacer lo que quiso, para que se desahogara; ¿cuánto tiempo había pasado sin mujer? Le estreché contra mi pecho, sintiendo los latidos de su corazón, su calor animal, su olor de hombre. Pedro tenía mucho que aprender, pero no había prisa, contábamos con el resto de nuestras vidas y yo era buena maestra, al menos eso podía agradecer a Juan de Málaga. Una vez que Pedro comprendió que a puerta cerrada mandaba yo y que no había deshonor en ello, se dispuso a obedecerme de excelente humor. Esto demoró algún tiempo, digamos cuatro o cinco horas, porque él creía que la entrega corresponde a la hembra y la dominación al macho, así lo había visto en los animales y aprendido en su oficio de soldado, pero no en vano Juan de Málaga había pasado años enseñándome a conocer mi cuerpo y el de los hombres. No sostengo que todos sean iguales, pero se parecen bastante, y con un mínimo de intuición cualquier mujer puede darles contento. A la inversa no es lo mismo; pocos hombres saben satisfacer a una mujer y aún menos son los que están interesados en hacerlo. Pedro tuvo la inteligencia de dejar su espada al otro lado de la puerta y rendirse ante mí. Los detalles de esa primera noche no importan demasiado, basta decir que ambos descubrimos el verdadero amor, porque hasta entonces no habíamos experimentado la fusión del cuerpo y del alma. Mi relación con Juan fue carnal, y la de él con Marina, espiritual; la nuestra llegó a ser completa.

Valdivia permaneció encerrado en mi casa durante dos días. En ese tiempo no se abrieron los postigos, nadie hizo empanadas, las indias anduvieron calladas y de puntillas, y Catalina se las arregló para alimentar a los mendigos con sopa de maíz. La fiel mujer nos traía vino y comida a la cama; también preparó una tinaja con agua caliente para que nos laváramos, costumbre peruana que ella me había enseñado. Como todo español de origen, Pedro creía que el baño es peligroso, produce debilitamiento de los pulmones y adelgaza la sangre, pero le aseguré que la gente del Perú se bañaba a diario y nadie tenía los pulmones blandos ni la sangre aguada. Ese par de días se nos fueron en un suspiro contándonos el pasado y amándonos en un quemante torbellino, una entrega que nunca alcanzaba a ser suficiente, un deseo demente de fundirnos en el otro, morir y morir, «¡Ay, Pedro!». «¡Ay, Inés!» Nos desplomábamos juntos, quedábamos enlazados de piernas y brazos, exhaustos, bañados en el mismo sudor, hablando en susurros. Luego renacía el deseo con más intensidad entre las sábanas mojadas; olor a hombre -hierro, vino y caballo-, olor a mujer -cocina, humo y mar-, fragancia de ambos, única e inolvidable, hálito de selva, caldo espeso. Aprendimos a elevarnos hacia el cielo y a gemir juntos, heridos por el mismo latigazo, que nos suspendía al borde de la muerte y por último nos sumergía en un letargo profundo. Una y otra vez despertábamos listos para inventar de nuevo el amor, hasta que llegó el alba del tercer día, con su alboroto de gallos y el aroma del pan. Entonces Pedro, transformado, pidió su ropa y su espada.

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