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Eso fue todo. Comprendí que si deseaba quedarme en el Cuzco más valía que dejara de hacer preguntas. Juan de Málaga bien muerto estaba, y yo era libre. Puedo decir con certeza que ese día comenzó mi vida; los años anteriores fueron de entrenamiento para lo que habría de venir. Te ruego un poco de paciencia, Isabel, verás que pronto este desordenado relato llegará al momento en que mi destino se entrecruza con el de Pedro de Valdivia y se inicia la epopeya que deseo contarte. Antes de eso mi existencia fue la de una insignificante modista de Plasencia, como la de cientos y cientos de obreras que vinieron antes y vendrán después de mí. Con Pedro de Valdivia viví un amor de leyenda, y con él conquisté un reino. Aunque adoré a Rodrigo de Quiroga, tu padre, y viví con él treinta años, sólo vale la pena contar mi vida por la conquista de Chile, que compartí con Pedro de Valdivia.

Me instalé en el Cuzco, en la casa que me prestó el ayuntamiento por instrucciones del marqués gobernador Pizarro. Era modesta, pero decente, con tres habitaciones y un patio, bien situada en el centro de la ciudad y siempre fragante por la enredadera de madreselva que trepaba por sus paredes. También me asignaron tres indias de servicio, dos jóvenes y una de más edad que había adoptado el nombre cristiano de Catalina y llegaría a ser mi mejor amiga. Me dispuse a ejercer mi oficio de costurera, muy apreciado entre los españoles, que se hallaban en aprietos para hacer durar la poca ropa traída de España. También curaba a los soldados tullidos o malheridos en la guerra, en su mayoría combatientes de Las Salinas. El médico alemán, que viajó conmigo en la caravana desde la Ciudad de los Reyes al Cuzco, me convocaba a menudo para ayudarlo a atender los peores casos, y yo acudía con Catalina, porque ella sabía de remedios y encantamientos. Entre Catalina y él existía cierta rivalidad que no siempre convenía a los infortunados pacientes. Ella no se interesaba en aprender sobre los cuatro humores que determinan el estado de salud del cuerpo, y él despreciaba la hechicería, aunque a veces resultaba muy efectiva. Lo peor de mi trabajo con ellos eran las amputaciones, que siempre me han repugnado, pero debían hacerse, porque si la carne empieza a pudrirse no hay otra forma de salvar al herido. De todos modos, muy pocos sobreviven a esas operaciones.

Nada sé de la vida de Catalina antes de la llegada de los españoles al Perú; no hablaba de su pasado, era desconfiada y misteriosa. Baja, cuadrada, de color avellana, con dos trenzas gruesas atadas a la espalda con lanas de colores, ojos de carbón y olor a humo, esta Catalina podía estar en varias partes al mismo tiempo y desparecer en un suspiro. Aprendió castellano, se adaptó a nuestras costumbres, parecía satisfecha de vivir conmigo y un par de años más tarde insistió en acompañarme a Chile. «Yo queriendo ir contigo, pues, señoray», me suplicó en su lengua cantadita. Había aceptado el bautismo para ahorrarse problemas, pero no abandonó sus creencias; tal como rezaba el rosario y encendía velas en el altar de Nuestra Señora del Socorro, recitaba invocaciones al Sol. Esta sabia y leal compañera me instruyó en el uso de las plantas medicinales y en los métodos curativos del Perú, distintos a los de España. La buena mujer sostenía que las enfermedades provienen de espíritus traviesos y demonios que se introducen por los orificios del cuerpo y se albergan en el vientre. Había trabajado con médicos incas, quienes solían perforar huecos en el cráneo de sus pacientes para aliviar migrañas y demencias, procedimiento que fascinaba al alemán, pero al que ningún español estaba dispuesto a someterse. Catalina sabía sangrar a los enfermos tan bien como el mejor cirujano y era experta en purgas para aliviar los cólicos y la pesadez del cuerpo, pero se burlaba de la farmacopea del alemán. «Con eso no mas matando, pues, tatay», le decía, sonriendo con sus dientes negros de coca, y él terminó por dudar de los afamados remedios que con tanto esfuerzo había traído desde su país. Catalina conocía poderosos venenos, pociones afrodisíacas, yerbas que daban incansable energía, y otras que inducían el sueño, detenían desangramientos o atenuaban el dolor. Era mágica, podía hablar con los muertos y ver el futuro; a veces bebía una mixtura de plantas que la enviaba a otro mundo, donde recibía consejos de los ángeles. Ella no los llamaba así, pero los describía como seres transparentes, alados y capaces de fulminar con el fuego de la mirada; ésos no pueden ser sino ángeles. Nos absteníamos de mencionar estos asuntos delante de terceras personas porque nos habrían acusado de brujería y tratos con el Maligno. No es divertido ir a dar a una mazmorra de la Inquisición; por menos de lo que nosotras sabíamos, muchos desventurados han terminado en la hoguera. No siempre los conjuros de Catalina daban el resultado esperado, como es natural. Una vez trató de echar de la casa al ánima de Juan de Málaga, que nos molestaba demasiado, pero sólo consiguió que se nos murieran varias gallinas esa misma noche y que al día siguiente apareciera en el centro del Cuzco una llama con dos cabezas. El animal agravó la discordia entre indios y castellanos, porque los primeros creyeron que era la reencarnación del inmortal inca Atahualpa y los segundos la despacharon de un lanzazo para probar que de inmortal poco tenía. Se armó un altercado que dejó varios indios muertos y un español herido. Catalina vivió conmigo muchos años, cuidó de mi salud, me previno de peligros y me guió en decisiones importantes. La única promesa que no cumplió fue la de acompañarme en la vejez, porque se murió antes que yo.

A las dos indias jóvenes que me asignó el ayuntamiento les enseñé a zurcir, lavar y planchar la ropa, como se hacía en Plasencia, servicio muy apreciado en aquel tiempo en el Cuzco. Hice construir un horno de barro en el patio y con Catalina nos dedicamos a cocinar empanadas. La harina de trigo era costosa, pero aprendimos a hacerlas con harina de maíz. No alcanzaban a enfriarse al salir del horno; el olor las anunciaba por el barrio y los clientes acudían en tropel. Siempre dejábamos algunas para los mendigos y ensimismados, que se alimentaban de la caridad pública. Ese aroma denso de carne, cebolla frita, comino y masa horneada se me metió bajo la piel de tal manera, que todavía lo tengo. Me moriré con olor a empanada.

Pude sostener mi casa, pero en esa ciudad, tan cara y corrupta, una viuda se hallaba en duros aprietos para salir de la pobreza. Podría haberme casado, ya que no faltaban hombres solos y desesperados, algunos bastante atractivos, pero Catalina siempre me advertía contra ellos. Solía leerme la suerte con sus cuentas y conchas de adivinar y siempre me anunciaba lo mismo: yo viviría muy largo y llegaría a ser reina, pero mi futuro dependía del hombre de sus visiones. Según ella, no era ninguno de quienes golpeaban mi puerta o me asediaban en la calle. «Paciencia, mamitay, ya estará viniendo tu viracocha», me prometía.

Entre mis pretendientes se contaba el orgulloso alférez Núñez, quien no renunciaba a su afán de echarme el guante, como él mismo decía con poca delicadeza. No entendía por qué yo rechazaba sus requerimientos, ya que mi excusa anterior no servía. Se había demostrado que era viuda, como él me había asegurado desde el comienzo. Imaginaba que mis negativas eran una forma de coquetería, y así, cuanto más tercos eran mis desaires, más se encaprichaba él. Debí prohibirle que irrumpiera con sus mastines en mi casa, porque aterrorizaban a mis sirvientas. Los animales, entrenados para someter a los indios, al olerlas comenzaban a tironear de sus cadenas y gruñían y ladraban con los colmillos a la vista. Nada divertía tanto al alférez como azuzar a sus fieras contra los indios, por lo mismo desatendía mis súplicas e invadía mi casa con sus perros, tal como lo hacía en otras partes. Un día los dos animales amanecieron con el hocico lleno de espuma verde y pocas horas después estaban tiesos. Su dueño, indignado, amenazó con matar a quien se los hubiese envenenado, pero el médico alemán lo convenció de que habían muerto de peste y que debía quemar los restos de inmediato para evitar el contagio. Así lo hizo, temiendo que el primero en caer con la enfermedad fuera él mismo.

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