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Permanecieron así largo rato, frente a frente, familiarizándose el uno con el otro; luego, Galash invitó a Suba a seguirlo con un gesto de la cabeza. Picó espuelas a su caballo y tomó un camino que se alejaba de la orilla del río. El hijo de Tsongor no vaciló. Los dos hombres iniciaron una silenciosa marcha por los senderos de las tierras inexploradas. Los animales avanzaban al paso por un camino pedregoso, ascendían la falda de una colina; al fin, tras varias horas de marcha, el caballero detuvo su montura; habían llegado a lo alto de una loma y a sus pies se extendía una ensenada en semicírculo. Un olor pútrido ascendió hasta Suba. A sus pies, a lo largo de centenares de metros, se representaba un espectáculo horrible: miles de tortugas gigantes yacían sobre una arena nauseabunda, algunas estaban muertas, otras agonizaban y el resto seguía intentando escapar. La playa era una alfombra de caparazones vacíos y carne putrefacta, y un hedor intolerable saturaba el aire. Los pájaros carroñeros iban y venían y atravesaban los caparazones con sus puntiagudos picos; el espectáculo era insoportable. Las tortugas llegaban a la bahía empujadas por las corrientes subterráneas y varaban en la arena, en aquella mortífera playa que no ofrecía ni abrigo ni alimento; varaban allí, sin fuerzas para volver a enfrentarse a la corriente y escapar, y los pájaros, voraces, se abatían sobre ellas. Era un inmenso cementerio animal, una trampa de la naturaleza, contra la que los grandes quelonios no podían hacer nada. Llegaban constantemente, y era tal su número que la arena había desaparecido bajo las osamentas y los caparazones resecos. Suba se llevó una mano a la nariz para no seguir respirando el olor a muerte que ascendía hasta él. Galash ya no intentaba hablar, había dejado de gruñir, parecía haberse tranquilizado.

Suba observaba el movimiento de las olas, lento y regular, y los vanos esfuerzos de las tortugas gigantes por escapar de la corriente. Los pájaros giraban en el aire, implacables, y Suba contempló el lento flujo y reflujo del mar, el vaivén de la muerte. Aquel espectáculo tenía algo de absurdo e indignante, como una enorme e inútil matanza. Galash lo había llevado allí, y Suba comprendió por qué: allí había que construir una tumba, en aquel lugar pútrido al que llegaban a morir desde tiempo inmemorial aquellos grandes quelonios prisioneros de las aguas. Una tumba para Tsongor el asesino, el Tsongor que había llevado a la muerte a tantos hombres, que había arrasado ciudades y asolado países enteros; una tumba para Tsongor el salvaje, que no se asustaba de la sangre; una tumba que sería su rostro de guerra. Allí era donde había que construir la sexta tumba; para que el retrato de Tsongor estuviera completo, hacía falta una mueca de horror, una tumba maldita, rodeada de osamentas y pájaros ahitos de carne.

Con la llegada de Macebú, la guerra se reavivó; la llanura de Massaba volvió a empaparse de sangre, y las idas y venidas de los guerreros marcaban el ritmo de los días y los meses. Las posiciones se tomaban, se perdían y se recuperaban, miles de pasos dibujaron caminos de sufrimiento sobre el polvo de la llanura. Las tropas avanzaban, retrocedían, morían; los cadáveres se pudrían al sol, se transformaban en esqueletos; luego, los huesos blanqueados por el tiempo acababan deshaciéndose, y otros guerreros iban a morir sobre aquellos montones de polvo humano. Era la mayor carnicería que había conocido el continente. Los hombres envejecían, adelgazaban, y la guerra les daba a todos un tinte terroso de estatuas de mármol. Pero, a pesar de los golpes y la fatiga, su vigor no disminuía, y seguían arrojándose los unos sobre los otros con la misma rabia, como dos perros famélicos, enloquecidos a la vista de la sangre, que ya sólo piensan en morder, sin sentir que mueren poco a poco.

Una noche, Macebú convocó a su hijo a la azotea del palacio de Massaba. Hacía calor. La reina de las amazonas lo esperaba en pie, con el cuerpo erguido y la decisión pintada en el rostro, y le habló con autoridad.

– Escúchame, Kuame, y no me interrumpas. Llevo aquí mucho tiempo, mucho tiempo librando batalla a tu lado, conociendo la cólera y las privaciones a diario. Cuando llegué, salvé a Massaba rechazando a ese perro de Sango Kerim, pero desde entonces todos mis ataques han sido vanos. Te he hecho venir para decirte esto, Kuame: hoy abandono, mañana emprenderé el regreso al reino de la sal, pues no es bueno dejar el país durante tanto tiempo sin un jefe que lo dirija. No temas, me iré sola, te dejo a mis amazonas, no quiero que Massaba caiga porque yo me retiro. Pero escucha esto, Kuame, escucha lo que te dice tu madre: has querido tener a esa mujer y has luchado por ella, pero lo que no has podido obtener hasta el presente no te lo concederá el futuro. Si Samilia no es tuya ya, no lo será nunca. Puede que los dioses hayan decidido privaros de ella a los dos. Sois iguales en fuerza y astucia, os agotáis mutuamente, mientras que la guerra se fortalece día a día. Abandona, Kuame, eso no es ningún deshonor; entierra a tus muertos y escupe sobre esta ciudad que tan cara te ha costado, escupe sobre el rostro de ceniza de Samilia. Aquí la vida no hace más que escaparse lentamente de ti, malgastas tus años en las murallas de Massaba. Tengo tantas otras cosas que ofrecerte… Déjale esa mujer a Sango Kerim o a quien la quiera, de ella sólo se pueden esperar gritos y sangre en las sábanas. Veo cómo me miras y sé lo que piensas; no, no me asusta Sango Kerim; no, no huyo de la lucha. Vine aquí para tratar de lavar la ofensa que te habían infligido, y quien hace eso no es ningún cobarde, pero no hay ninguna gloria en llevar a los tuyos a la muerte. Resígnate, Kuame, ven conmigo; ofreceremos a Sako y los suyos la hospitalidad de nuestro reino para que no los degüellen aquí en cuanto nos vayamos. Abandonaremos Massaba todos, de noche, sin decir nada, y por la mañana lo que tomarán esos perros será una ciudad muerta, y no oirás ningún grito de alegría a tus espaldas, créeme. Porque, en el mismo instante en que penetren en las lúgubres calles sin vida de Massaba, comprenderán que no hay victoria, comprenderán también, apretando los dientes con rabia, que hemos abandonado la guerra para abrazar la vida y que los dejamos ahí, envueltos en el polvo de las batallas, rodeados de muerte y de quimeras.

Así habló Macebú. Kuame la escuchó con el rostro tenso, pero sin interrumpirla ni apartar los ojos de ella. Cuando su madre acabó de hablar, se limitó a responder:

– Me has dado la vida dos veces, madre, el día que me pariste y el día en que viniste a salvar Massaba. No tienes nada de que avergonzarte, la gloria te precede; vuelve en paz a nuestro reino, pero no me pidas que te siga, aún tengo una mujer a la que tomar y un hombre al que matar.

La emperatriz Macebú abandonó Massaba de noche en su cebú real, escoltada por una decena de amazonas. Dejó tras de sí a su hijo, que soñaba con bodas de sangre; dejó las siete colinas, sumidas en una muerte lenta. La guerra continuó, pero la victoria seguía sin elegir bando. Los dos ejércitos estaban más andrajosos y exhaustos cada día, y no se veía otra cosa que figuras descarnadas y lastimosas, cuerpos secos y consumidos por la desgracia y los años.

Desde hacía varias noches, el cadáver de Tsongor parecía atormentado, se estremecía constantemente, como un niño con fiebre. En su sueño de muerto, las muecas se sucedían sobre su rostro. A menudo, Katabolonga lo veía taparse los oídos con sus dos manos de esqueleto. El rampante no sabía qué hacer, allí estaba ocurriendo algo que se le escapaba, y no podía hacer nada aparte de contemplar la progresión de la ansiedad en el cuerpo del viejo soberano. Al fin, una noche, Tsongor, al límite de sus fuerzas, abrió los ojos y empezó a hablar. Su voz había cambiado, era la voz de un hombre vencido.

– La risa de mi padre ha vuelto – dijo el cadáver de su señor. Katabolonga no sabía nada del padre de Tsongor, el rey nunca le había hablado de él; siempre había tenido la sensación de que Tsongor había nacido de la unión de un caballo y una ciudad. No dijo nada, y Tsongor siguió hablando -: La risa de mi padre. No dejo de oírla resonar en mi cabeza, con el mismo tono que el último día que lo vi. Estaba en su cama, me habían llamado diciéndome que ya no tardaría en morir, y se echó a reír en cuanto me vio, con una horrible risa de desprecio que agitaba todo su viejo y fatigado cuerpo. Reía con odio, reía para insultarme. No me quedé, no volví a verlo jamás. Fue entonces cuando decidí no esperar nada de él, pues su risa me decía que no cedería nada, se reía de mis esperanzas de heredar, pero se equivocaba. Si me hubiera legado su pequeño y miserable reino, no lo habría aceptado, quería más, quería construir un imperio que hiciera olvidar el suyo, para borrar su risa. Todo lo que hice desde entonces, las campañas, las marchas forzadas, las conquistas, las ciudades construidas, todo, lo hice para mantenerme alejado de la risa de mi padre. Pero hoy ha vuelto, la oigo en mi noche como la oía antaño, igual de salvaje. ¿Sabes lo que me dice esa risa, Katabolonga? Me dice que no he transmitido nada a los míos. Yo construí esta ciudad, tú lo sabes mejor que nadie, estabas conmigo, la hice para que permaneciese. ¿Qué queda de ella ahora? Es la maldición de los Tsongor, Katabolonga, de padre a hijo, sólo polvo y desprecio. He fracasado, quería tener un imperio que legar para que mis hijos siguieran engrandeciéndolo, pero mi padre ha vuelto. Se ríe, y con razón; se ríe de la muerte de Liboko, se ríe del incendio de Massaba, se ríe. Todo se derrumba y todo muere a mi alrededor. Fui un presuntuoso. Ahora sé lo que debería haber hecho: para transmitir a mis hijos lo que yo era, debía haberles transmitido la risa de mi padre, convocarlos a todos la víspera de mi muerte y ordenar que incendiaran Massaba ante sus ojos para que no quedara nada, eso es lo que debía haber hecho, y reír durante el incendio, como rió mi padre aquel día. Tras mi muerte, no habrían recibido otra herencia que un puñado de cenizas y un apetito feroz, habrían tenido que reconstruirlo todo para recuperar la felicidad de la vida de antaño. Les habría transmitido el deseo de hacerlo mejor que yo, sólo ese apetito, que les habría estrujado el estómago. Puede que me odiaran, como yo odié la risa de aquel viejo que me insultaba en su lecho de muerte, pero el odio a nuestros padres nos habría acercado; habrían sido mis hijos. ¿Hoy qué son? La risa tiene razón, debía haberlo destruido todo.

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