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– ¿Qué quieres de mí, Tsongor? – El rey no respondió, pero se acercó un poco más a su amigo. Su inex – presividad de muerto daba a sus rasgos un aspecto insostenible. Katabolonga volvió a hablar -: Lo has visto, ¿verdad? ¿Has visto pasar ante ti a tu hijo? Te has arrojado a sus pies, pero no has podido abrazar nada. ¿O simplemente te has quedado paralizado? Sin poder dar un paso. Has visto la dulce sonrisa de Liboko. ¿Es eso, verdad? Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí, Tsongor?

El silencio volvió a llenar la cripta. Katabolonga observaba los ojos desorbitados de su amigo, los labios de Tsongor temblaban levemente. Katabolonga aguzó el oído, le llegó un sonido lejano y se concentró. El rey Tsongor hablaba en voz muy baja, era un canto monótono que se repetía sin cesar. Katabolonga escuchó; sí, era eso, de los labios del muerto salía una sola palabra pronunciada cada vez con más fuerza, hasta el infinito, hasta llenar toda la cámara, una sola palabra que el cadáver no se cansaba de repetir con los ojos clavados en Katabolonga. t

– Devuélvemela… Devuélvemela… Devuélveme^ la…

Katabolonga no lo entendió, creyó que Tsongor hablaba de Liboko y se sintió embargado por el dolor, le habría gustado llorar.

– Sabes que si pudiera te devolvería a tu hijo – murmuró -, pero yo mismo he oído el roce de la mortaja sobre su cuerpo, no puedo hacer nada.

Tsongor lo interrumpió; en ese momento su voz era más fuerte y más firme.

– La moneda…, devuélvemela… – dijo, hablando como antaño, pero ya no era el dulce murmullo de una voz que se recrea siguiendo los meandros de una conversación, era una voz ronca que da órdenes -. La moneda que te di, Katabolonga, devuélvemela; abandono, se acabó. Lo he visto, sí, con la sonrisa en los labios, con medio rostro destrozado. Nuestras miradas se han encontrado, pero no se ha parado, su sonrisa ha resbalado sobre mí. La moneda que te di, Katabolonga, ya es hora de que me la devuelvas; pónmela entre los dientes y junta bien mis mandíbulas de muerto para que no se caiga. Me voy, no quiero seguir viendo esto, no; todos pasarán por aquí, uno tras otro, todos, con el tiempo; Liboko es el primero. Voy a ser el espectador de la lenta sangría de mi familia. Devuélvemela para que pueda descansar en paz.

Katabolonga estaba sentado con la cabeza agachada ante su soberano. Cuando Tsongor calló, se levantó lentamente y desplegó toda su estatura de vivo. Volvían a estar frente a frente, como el lejano día en que el ram – pante había desafiado al conquistador. Katabolonga no temblaba, miraba al rey a los ojos sin pestañear.

– No te daré nada, Tsongor. Tú deseaste los sufrimientos a los que te has condenado. No te daré nada, me lo hiciste jurar y sabes que Katabolonga no retira lo que dice.

Se quedaron así, frente a frente, largo rato. El dolor dibujaba horribles muecas en el rostro de Tsongor, su boca parecía querer tragarse todo el aire de la cripta; luego, una vez más, aquel murmullo inaudible surgió de las profundidades de su cuerpo. Dio la espalda a Katabolonga, regresó a su tumba y volvió a adoptar su inmovilidad de muerto. De su cuerpo descarnado sólo ascendía aquella leve súplica:

– Devuélvemela… Devuélvemela…

Durante tres días con sus noches, Tsongor siguió murmurando en el profundo silencio de la cripta. Katabolonga le apretaba la mano con todas sus fuerzas para que sintiera su presencia incluso en la muerte, para que no dudara de su lealtad, pero no le devolvió la vieja moneda roñosa. Abrumado por el dolor, esperó a que la canción se apagara y el muerto volviera al silencio.

Samilia permaneció diez días en la cima de la colina contemplando su ciudad, dejando que le llegaran los rumores de la llorosa muchedumbre y la lenta música de las ceremonias. Ya no hablaba con nadie; desde el día en que había insultado a Danga, vivía refugiada en su tienda. Por fin tenía la confirmación de lo que siempre había sabido: la desgracia estaba sobre ella y ya no la soltaría.

Era lo que, poco a poco, también empezaba a comprender Sango Kerim, que confió a su amigo Rassamilagh.

– Mañana se reanudarán los combates, y te lo digo a ti, Rassamilagh: un extraño miedo ha nacido en mi interior. No a morir o ser vencido, no, ese miedo lo conocemos todos; el miedo a volver a entrar en Massaba, porque, cada vez que nuestras tropas han penetrado en la ciudad, no he sentido otra cosa que dolor y consternación. Primero el incendio, durante el que vi desaparecer las torres de mi infancia, y luego la muerte de Liboko.

Rassamilagh lo escuchó y respondió:

– Entiendo tu miedo, Sango Kerim, es un miedo justo; no hay victoria posible.

Y tenía razón, Sango Kerim lo comprendió. Contempló la ciudad, que, extendida a sus pies, se preparaba para el combate del día siguiente, y supo que el sitio de Massaba era una locura. Al correr de los días, de los meses, de los años, ya no conocería más que el ritmo alternativo de las victorias y los lutos, y, aun así, cada victoria tendría un amargo sabor a herida, porque la obtendría sobre un pueblo y una ciudad que amaba.

En Saramina, Suba empezó las obras de la primera tumba de Tsongor. Shalamar le abrió las puertas de su palacio, le ofreció su oro, sus mejores arquitectos y sus maestros albañiles, y la ciudad no tardó en vibrar con la incesante actividad de los obreros.

Suba había decidido construir la tumba en los jardines colgantes de Saramina, el punto más elevado de la ciudadela. Los jardines se extendían a lo largo de una lujuriante sucesión de terrazas y escalinatas; los árboles frutales daban sombra a las fuentes, y la vista abarcaba toda la ciudad, la esbelta silueta de las torres y la extensión inmóvil del mar. Suba ordenó acondicionar la terraza más amplia para poder erigir en ella un palacio, quería que fuera de la misma piedra blanca del país. La silueta de la tumba surgió tras meses enteros de trabajo encarnizado. El exterior era inmaculado y deslumbrante, y en las salas, altas estatuas reinaban impasibles sobre el mármol de las losas.

Cuando la obra estuvo acabada, Suba invitó a Shalamar a visitar la tumba antes de que sellaran la puerta. La recorrieron en silencio, deambulando por las vastas salas, admirando los detalles de los mosaicos que cubrían el suelo y asomándose a los balcones para contemplar las espléndidas vistas. Shalamar era una figura menuda y maravillada que acariciaba la piedra de las columnas constantemente; al salir, se volvió hacia Suba y le dijo:

– Lo que has construido aquí, Suba, es la tumba de Tsongor el glorioso. Te doy las gracias por haber regalado a Saramina un palacio a la altura de tu padre; a partir de hoy será el silencioso corazón de la ciudad, al que nadie va pero todos veneran.

Fue entonces cuando Suba lo comprendió, comprendió que lo que debía hacer era el retrato de su padre, siete tumbas como los siete rostros de Tsongor. El de Saramina era el rostro del rey aureolado de gloria, del hombre con un destino de excepción que había tuteado a la luz durante toda su vida. No tenía más que desgranar los rostros de Tsongor, una tumba por cada uno de ellos, en los cuatro rincones del reino, y las siete tumbas juntas dirían quién era Tsongor. Ésa era la tarea que tenía por delante, hallar el sitio y la forma que correspondían a los otros rostros.

Suba compartió por última vez la noche marina de Saramina con Shalamar y, a la mañana siguiente, se despidió y volvió a montar en su mula. Había dejado el velo negro de las lavanderas de Massaba en el palacio de la anciana reina, que lo había colgado en la torre más alta de la ciudadela. Le quedaba todo un continente por recorrer. Todo el reino sabía ya que Suba vagaba buscando por todas partes un lugar en el que construir un palacio funerario, y era un honor que todas las regiones y todas las ciudades esperaban conseguir.

A lomos de su obstinada mula, Suba recorrió el reino en calidad de arquitecto. En el bosque de los baobabs chillones ordenó que se erigiera una alta pirámide, una tumba para Tsongor el constructor en mitad del espeso humus y los gritos de pájaros de plumaje rojizo. Luego fue hasta los confines del reino, al archipiélago de los mangos; eran las últimas tierras antes de la nada, las últimas tierras donde el nombre de Tsongor hacía arrodillarse a los hombres. En ellas construyó una isla cementerio para Tsongor el descubridor, el que había ensanchado los límites de la tierra, el que había llegado más lejos que el más ambicioso de los hombres. Para Tsongor el guerrero, el jefe del ejército, el estratega militar, excavó inmensas salas rupestres en las altas mesetas rocosas de las Tierras del Centro; allí, a varios metros de profundidad, encargó a los artesanos miles de estatuas de guerreros, grandes muñecos de arcilla, todos diferentes; luego, los repartió por las oscuras galerías del subterráneo. Un inmenso ejército de soldados de piedra ocultaba el suelo, como un pueblo de guerreros petrificados, capaces de cobrar vida en cualquier momento, esperando pacientemente el regreso de su rey para ponerse en movimiento. Una vez terminada la tumba del guerrero, Suba buscó un lugar para construir la tumba de Tsongor el padre, el que había criado a cinco hijos con amor y generosidad. En el desierto de las higueras solitarias, en medio de las dunas, el viento y los lagartos, hizo erigir una esbelta torre de piedra ocre que se veía a varios días de marcha de distancia, y en su cima colocó una roca de los pantanos, un grueso bloque traslúcido que durante la noche irradiaba toda la luz acumulada a lo largo del día. La roca se alimentaba del sol del desierto e iluminaba la oscuridad como un faro para las caravanas.

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