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El ejército huía en desbandada hostigado por el enemigo, que le pisaba los talones y segaba la vida de los que eran demasiado lentos. Sólo Arkalas, combatiente tan temible como ridículo, seguía luchando. Abatió al último de sus hombres de un golpe de maza que le trituró las cervicales. En ese momento se disipó el maleficio de Bandiagara, y Arkalas recobró el juicio; vio a sus pies decenas de hombres a los que conocía. Estaba en lo alto de una montaña de cadáveres, y la sangre que le cubría el rostro tenía el sabor familiar de los suyos. Habría seguido allí, paralizado por el terror, moviendo la cabeza y llorando como un niño, si Gonomor, escoltado por los hombres – helécho, no se lo hubiera llevado consigo para ponerlo a salvo tras las murallas de Massaba.

Cuando el último fugitivo entró en la ciudad y las enormes hojas de la puerta se cerraron tras él, un inmenso clamor de alegría resonó en la llanura; la mitad de los hombres de Massaba habían perecido. En el interior de la ciudad nadie hablaba. Los guerreros recuperaban el aliento y, cuando al fin lo conseguían, rompían a llorar en silencio, y las manos, las piernas y la cabeza les temblaban como tiembla el cuerpo de los vencidos.

En el pánico de la retirada, los hombres de Kuame habían abandonado su campamento de las colinas del sur de Massaba, y en ese momento, desde lo alto de las murallas, veían consternados a los caballeros de Ras – samilagh, que, tras rodear la ciudad, se habían apoderado de sus tiendas, sus víveres y sus animales. Todo estaba perdido, ya no había nada que hacer. Los gritos de alegría que les llegaban de allá arriba acabaron de sumirlos en la desesperación. El más digno de lástima era Arícalas, que vagaba por las murallas murmurando los nombres de los suyos, aullaba de dolor y se arañaba el rostro maldiciendo al cielo. Cada vez que pensaba en lo que había hecho, tenía que abalanzarse a las almenas para vomitar, y se daba cabezazos contra la muralla gritando:

– ¡Prepárate para sufrir, Bandiagara! ¡Cuando caigas en mis manos, rezarás para morir, Bandiagara! ¡Que el cielo me conceda ser el peor de los azotes para mis enemigos! ¡Que me conceda ser el que no teme a los golpes y no retrocede jamás!

Un profundo abatimiento aplastaba Massaba. El peso de la desgracia oprimía las mentes, los hombres ya no querían nada, ya no les quedaban fuerzas. Se habrían dejado llevar por la pasividad de la desf speración si Bar – nak, el viejo mascador de qat, no hubiera reaccionado y los hubiera sacado de su estupor. Les habló de todo lo que aún había que hacer, les dijo que el tiempo apremiaba y era necesario organizarse para la batalla del día siguiente, y así, estimulada por el desgreñado viejo, que miraba a todas partes con ojos de drogado, la ciudad de Massaba despertó y se preparó para el sitio. Todos los habitantes arrimaron el hombro, largas hileras de hombres y mujeres trabajaron durante toda la noche. Reforzaron las puertas, taparon las brechas de las murallas, organizaron el racionamiento, almacenaron víveres en los inmensos subterráneos del palacio, trigo, cebada, tinajas de aceite, harina… Las bodegas de las casas se acondicionaron como depósitos de agua, y la ciudad entera adquirió el aspecto de una plaza fuerte. El entrechocar de las armas y el ruido de los cascos de los caballos llenaban todas las calles. Massaba se preparaba para un largo sitio que demacraría a sus habitantes y agrietaría sus murallas con un cerco de hambre.

Esa noche, tras la incursión de Rassamilagh en las colinas meridionales, se celebró un consejo en el campamento de los nómadas y se procedió a repartir el botín. Luego, mientras Sango Kerim, Danga y Bandiagara bebían el dulce licor de mirto del desierto, Rassamilagh se puso en pie y tomó la palabra.

– Sango Kerim, el dulce licor que bebes es el de la victoria, y yo bendigo este día que ha visto a nuestro ejército romper las líneas enemigas. Es el momento de decidir qué haremos mañana. Yo, por mi parte, hablaré sin rodeos. Lo he pensado con detenimiento. Levantemos el campo, abandonemos esta tierra. Hemos conseguido lo que queríamos, hemos humillado al adversario en el campo de batalla. Tú has conseguido a la mujer que habías venido a buscar. No podemos esperar nada más de esta guerra.

Bandiagara se levantó de su asiento de un salto para responder a Rassamilagh:

– ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Qué clase de guerrero eres tú, que está dispuesto a renunciar al botín después de obtener la victoria? Massaba está ahí, es nuestra, el premio a nuestra lucha nos aguarda. Por lo que a mí respecta, y lo digo aquí, espero el día de recibir lo que me corresponde, y recibirlo de la mano de Sango Kerim. Y haré lo que pueda para que ese día sea mañana.

– Bandiagara tiene razón – opinó Danga -. Lo peor ha pasado. No nos queda más que tomar Massaba. Yo os abriré la ciudad con mis propias manos.

– Yo no lucho por el botín – replicó Rassamilagh -, lucho porque me lo pidió Sango Kerim. Vino aquí en busca de una mujer que le habían prometido, y ahora esa mujer está entre nosotros. Yo no he venido a hacer caer una ciudad. Lo que empieza hoy es otra guerra y no sé lo que podemos esperar de ella.

– El poder – dijo Danga con frialdad.

Rassamilagh se quedó mirando a Danga, sin odio pero con desconfianza.

– Yo no te conozco, Danga – repuso al fin -. Sólo somos aliados debido a la amistad que nos une a ambos a Sango Kerim; pero yo no lucho por ti. ¿Qué me importa a mí que seas tú o sea tu hermano quien reine en Massaba? No lo olvides, Danga, yo no hago nada por ti.

Fue entonces cuando Sango Kerim tomó la palabra.

– ¿Qué opinión se tendría de mí, Rassamilagh, si me marchara esta noche llevándome como un ladrón a la mujer que vine a buscar? Samilia es la hija del rey Tsongor, y no quiero ofrecerle como dote los senderos de los nómadas del desierto, sino su ciudad reconquistada. Ella no sabría vivir en otro sitio. Su padre me maldeciría entre sus dientes de muerto si supiera que he convertido a su heredera en una vagabunda. Massaba es nuestra; si no conseguimos tomarla, no hay victoria que valga.

– He dicho lo que tenía que decir y no lamento haber hablado – respondió Rassamilagh -. Ninguno de vuestros argumentos me convence. Lo que oigo en vuestras bocas es el sabor de la victoria, lo reconozco, pero veo que soy el único que piensa en la partida. No temáis, me quedaré con vosotros, Rassamilagh no es un cobarde. Pero acordaos de esta noche en la que habría podido acabar todo y rezad para que nunca tengamos que lamentar su dulzura de mirto.

Así pues, la guerra continuó, y a la mañana siguiente el ejército nómada volvió a presentarse ante las murallas de Massaba. Los hombres de la ciudad corrieron a las almenas; habían pasado la noche preparando calderos de aceite y amontonando gruesas piedras para rechazar los asaltos del enemigo.

Sango Kerim iba a dar la señal de ataque cuando se oyó un grito procedente de la muchedumbre de los guerreros:

– ¡Los cenicientos! ¡Los cenicientos!

Todo el mundo se volvió. En efecto, una tropa de hombres se acercaba a la colina más lejana. Era Orios, a la cabeza de los cenicientos, un pueblo salvaje que vivía en las altas montañas de Krassos. Habían prometido su ayuda a Sango Kerim, pero no habían aparecido. Era un temible ejército de dos mil hombres; Sango Kerim sonrió y se irguió sobre los estribos para saludar a Orios. Los jinetes cenicientos habían llegado, en efecto, pero a medida que se acercaban un murmullo de estupefacción se extendió por las filas del ejército. Lo que tenían delante no era el gran ejército de Orios, sino un puñado de hombres cubiertos de polvo, apenas un centenar, una pequeña tropa de jinetes aturdidos. Cuando llegó ante Sango Kerim, Orios se detuvo y dijo:

– Te saludo, Sango Kerim. No me mires así, ya sé que lo que esperabas no era este puñado de hombres. Si lo deseas y los dioses me conceden vida, te contaré las pruebas que hemos soportado para llegar hasta ti. Ahora basta con que sepas que abandoné los montes Krassos a la cabeza de todo mi ejército, que hoy se reduce a esto. Pero los hombres que ves han librado tantos combates, han soportado tantas privaciones y desgracias para venir aquí que ya nada podrá detenerlos. Cada uno de ellos vale por cien de los tuyos, créeme.

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