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Cortesías aparte, trataba de verlos lo mínimo posible. La nuestra era ura relación estrictamente mercantil y ninguna de las parte; sentía grandes deseos de alterar el protocolo establecido. Me había propuesto aprovechar aquella oportunidad y trabajar a fondo para demostrarle a Vidal, y a mí mismo, que peleaba por merecer su ayuda y su confianza. Con algo de dinero fresco en las manos decidí abandonar la pensión de doña Carmen en busca de horizontes más confortables. Hacía ya tiempo que le tenía echado el ojo a un caserón de aire monumental en el 30 de la calle Flassaders, a tiro de piedra del paseo del Born, por delante del cual había pasado durante años cuando iba y volvía del diario a la pensión. La finca, rematada por un torreón que brotaba de una fachada labrada de relieves y gárgolas, llevaba años cerrada, el portal sellado con cadenas y candados picados de herrumbre. Pese a su aspecto fúnebre y desmesurado, o tal vez por ese motivo, la idea de llegar a habitarla despertaba en mí esa lujuria de las ideas desaconsejables. En otras circunstancias hubiese asumido que un lugar semejante excedía de largo mi magro presupuesto, pero los largos años de abandono y olvido a los que parecía condenado me hicieron albergar la esperanza de que, si nadie más quería aquel lugar, tal vez sus propietarios aceptarían mi oferta.

Preguntando en el barrio pude averiguar que la casa llevaba muchos años deshabitada y que la propiedad estaba en manos de un administrador de fincas llamado Vicenc Clavé, que tenía oficinas en la calle Comercio, frente al mercado. Clavé era un caballero de la vieja escuela que gustaba de vestir como las esculturas de alcaldes y padres de la patria que encontraba uno a las entradas del Parque de la Ciudadela y que, al menor descuido, se lanzaba a vuelos de retórica que no perdonaban ni lo divino ni lo humano.

– Así que es usted escritor. Pues mire, yo le podría contar historias que le darían para buenos libros.

– No lo dudo. ¿Por qué no empieza por contarme la de la casa de Flassaders, treinta?

Clavé adoptó un semblante de máscara griega.

– ¿La casa de la torre?

– La misma.

– Créame, joven, no quiera usted vivir allí.

– ¿Por qué no?

Clavé bajó la voz y, murmurando como si temiese que las paredes nos oyesen, dejó caer una sentencia en tono fúnebre:

– Esa casa tiene mala sombra. Yo la visité cuando fuimos con el notario a precintarla y le puedo asegurar que la parte vieja del cementerio de Montjulc es más alegre. Ha estado vacía desde entonces. El lugar tiene malos recuerdos. Nadie la quiere.

– Sus recuerdos no pueden ser peores que los míos y, en cualquier caso, seguro que ayudarán a rebajar el precio que piden por ella.

– Aveces hay precios que no se pueden pagar con dinero.

– ¿Puedo verla?

Visité por primera vez la casa de la torre una mañana de marzo en compañía del administrador, su secretario y un interventor del banco que ostentaba el título de propiedad. Al parecer, la finca había pasado años atrapada en un espeso laberinto de disputas legales hasta revertir finalmente en la entidad de crédito que había avalado a su último propietario. Si Clavé no mentía, nadie había vuelto a entrar allí por lo menos en veinte años.

Años después, al leer la crónica de unos exploradores británicos adentrándose en las tinieblas de un milenario sepulcro egipcio con laberintos y maldiciones incluidos, habría de rememorar aquella primera visita a la casa de la torre de la calle Flassaders. El secretario venía pertrechado de un farol de aceite porque en la casa nunca se había llegado a instalar la luz. El interventor traía un juego de quince llaves con el que liberar los incontables candados que aseguraban las cadenas. Al abrir el portal, la casa exhaló un aliento pútrido, a tumba y humedad. El interventor se echó a toser y el administrador, que había traído su mejor semblante de escepticismo y censura, se colocó un pañuelo en la boca.

– Usted primero -invitó.

El vestíbulo era una suerte de patio interior al uso de los antiguos palacios de la zona, con un empedrado de grandes losas y una escalinata de piedra que ascendía hasta la puerta principal de la vivienda. Una claraboya de vidrio completamente anegada de excrementos de palomas y gaviotas parpadeaba en lo alto.

– No hay ratas -anuncié al penetrar en el edificio.

– Alguien debía dz tener buen gusto y sentido común -dijo el administrador a mi espalda.

Procedimos escaleras arriba hasta el rellano de entrada al piso principal, ¿onde el interventor del banco necesitó diez minutos pira encontrar la llave que encajase en la cerradura. El mecanismo cedió con un quejido que no sonaba a bienveniia. El portón se abrió para desvelar un infinito corredor ¡embrado de telarañas que ondulaban en la tiniebla.

– Madre de Dios -murmuró el administrador.

Nadie se atrevió a dar el primer paso, así que una vez más fui yo quien liderc la expedición. El secretario sostenía el farol en alto, observándolo todo con aire compungido.

El administrador y el interventor se miraron de un modo indescifrable. Cuando vieron que los estaba observando, el banquero sonrió plácidamente.

– Se le quita el pclvo y con cuatro apaños esto es un palacio -dijo.

– Palacio de Barbí Azul -comentó el administrador.

– Seamos positivcs -enmendó el interventor-. La casa lleva desocupad; cierto tiempo y eso siempre supone pequeños desperñctos.

Yo apenas les presaba atención. Había soñado tantas veces con aquel luga” al pasar frente a sus puertas que apenas veía el aura fúnebre y oscura que lo poseía. Avancé por el corredor principal, explorando habitaciones y cámaras en las que nuebles viejos yacían abandonados bajo una espesa capaie polvo. Sobre una mesa había todavía un mantel deshlachado, un servicio de mesa y una bandeja con frutas y flores petrificadas. Las copas y los cubiertos seguían allí, como si los habitantes de la casa se hubiesen levantado amedia cena.

Los armarios estaban repletos de ropas raídas, prendas descoloridas y zapatos. Había cajones enteros repletos de fotografías, lentes, plumas y relojes. Retratos velados de polvo nos observaban desde las cómodas. Las camas estaban hechas y cubiertas de un velo blanco que relucía en la penumbra. Un gramófono monumental descansaba sobre una mesa de caoba. Había un disco colocado sobre el que la aguja se había deslizado hasta el final. Soplé la lámina de polvo que lo cubría y el título de la grabación emergió a la vista, el Lacrimosa de W. A. Mozart.

– La sinfónica en casa -dijo el interventor-. ¿Qué más se puede pedir? Va a estar usted aquí como un pacha.

El administrador le lanzó una mirada asesina, negando por lo bajo. Recorrimos el piso hasta la galería del fondo, donde un juego de café reposaba en la mesa y un libro abierto seguía esperando que alguien pasara página en una butaca.

– Parece que se hubieran ido de golpe, sin tiempo de llevarse nada-dije.

El interventor carraspeó.

– ¿Quizá el señor desee ver el estudio?

El estudio estaba situado en lo alto de una afilada torre, una peculiar estructura que tenía por alma una escalera de caracol a la que se accedía desde el corredor principal y en cuya fachada exterior podían leerse las huellas de tantas generaciones como recordaba la ciudad. La torre dibujaba una atalaya suspendida sobre los tejados del barrio de la Ribera y rematada por un estrecho cimborio de metal y cristal tintado que hacía las veces de linterna y del que asomaba una rosa de los vientos en forma de dragón.

Ascendimos por la escalinata y accedimos a la sala, donde el interventor se apresuró a abrir los ventanales y dejar entrar el aire y la luz. La cámara describía un salón rectangular de techos altos y suelos de madera oscura. Desde sus cuatro grandes ventanales en arco abiertos por los cuatro costados podía contemplar la basílica de Santa María del Mar al sur, el gran mercado del Born al norte, la vieja estación de Francia al este y hacia el oeste el laberinto infinito de calles y avenidas atrepellándose unas sobre otras en dirección al monte del Tibidabo.

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