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Tomé el tren de Sarriá en la calle Pelayo. Por entonces aún circulaba por la superficie, y me senté al frente del vagón a contemjlar la ciudad y las calles tornarse más amplias y señoriales cuanto más se alejaba uno del centro. Me bajé en el ajeadero de Sarria y allí tomé un tranvía que dejaba a las puertas del monasterio de Pedralbes.

Era un día de calor insólito para la época del año y podía oler en la brisa el perfume de los pinos y la ginesta que salpicaban las laderas de la montaña. Enfilé la boca de la avenida Pearson, que ya empezaba a urbanizarse, y pronto vislumbré la inconfundible silueta de Villa Helius. A medida que ascendía la pendiente y me acercaba pude ver que Vidal estaba sentado en la ventana de su torreón en mangas de camisa y saboreando un cigarrillo. Se escuchaba música flotando en el aire y recordé que Vidal era uno de los pocos privilegiados que poseían un receptor de radio. Qué bien se debía de ver la vida desde allí arriba y qué poca cosa me debía de ver yo.

Le saludé con la mano y me devolvió el saludo. Al llegar a la villa me encontré con el chófer, Manuel, que se dirigía a las cocheras portando un puñado de paños y un cubo con agua humeante.

– Una alegría verle por aquí, David -dijo-. ¿Qué tal la vida? ¿Siguen los éxitos?

– Hacemos lo que podemos -contesté.

– No sea modesto, que hasta mi hija se lee esas aventuras que publica usted en el diario.

Tragué saliva, sorprendido de que la hija del chófer supiese no sólo de mi existencia sino que incluso hubiera llegado a leer alguna de las tonterías que escribía.

– ¿Cristina?

– No tengo otra -replicó don Manuel-. El señor está arriba en su estudio, por si quiere subir.

Asentí como agradecimiento y me colé en el caserón. Subí hasta el torreón del tercer piso, que se alzaba entre el terrado ondulado de tejas policromadas. Allí encontré a Vidal, instalado en aquel estudio desde donde se veían la ciudad y el mar en la distancia. Vidal apagó la radio, un trasto del tamaño de un pequeño meteorito que había comprado meses atrás cuando se habían anunciado las primeras emisiones de Radio Barcelona desde los estudios camuflados bajo la cúpula del hotel Colón.

– Me ha costado casi doscientas pesetas y ahora resulta que sólo dice tonterías.

Nos sentamos en dos sillas enfrentadas, con todas las ventanas abiertas a aquella brisa que a mí, habitante de la ciudad vieja y tenebrosa, me olía a otro mundo. El silencio era exquisito, como un milagro. Se podían oír los insectos revoloteando en el jardín y las hojas de los árboles meciéndose al viento.

– Parece que estemos en pleno verano -aventuré.

– No disimules hablando del tiempo. Ya me han dicho lo que ha pasado -dijo Vidal.

Me encogí de hombros y eché un vistazo a su escritorio. Me constaba que mi mentor llevaba meses, cuando no años, intentando escribir lo que él llamaba una novela “seria” alejada de las tramas ligeras de sus historias policíacas para inscribir su nombre en las secciones más rancias de las bibliotecas. No se veían muchas cuartillas.

– ¿Cómo lleva la obra maestra?

Vidal tiró la colilla por la ventana y miró a lo lejos.

– Ya no tengo nada que decir, David.

– Tonterías.

– Tonterías lo son todo en esta vida. Es simplemente una cuestión de perspectiva.

– Debería de poner eso en su libro. El nihilista en la colina. Un éxito cantado.

– El que pronto va a necesitar un éxito eres tú, porque o me equivoco o debes de empezar a estar magro de fondos.

– Siempre puedo aceptar su caridad.

Hay una primera vez para todo.

– Ahora te parece el fin del mundo, pero… pronto me daré cuenta de que es lo mejor que podía haberme pasado -completé-. No me diga que ahora es don Basilio el que le escribe los discursos.

Vidal rió.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó.

– ¿No necesita usted un secretario?

– Ya tengo la mejor secretaria que podía tener. Es más inteligente que yo, infinitamente más trabajadora y cuando sonríe incluso me parece que este cochino mundo tiene algo de futuro.

– ¿Y quién es esta maravilla?

– La hija de Manuel.

– Cristina.

– Por fin te oigo pronunciar su nombre.

– Ha elegido usted una mala semana para reírse de mí, don Pedro.

– No me mires con esa cara de cordero degollado. ¿Te crees que Pedro Vidal iba a permitir que ese atajo de mediocres estreñidos y envidiosos te pusieran de patitas en la calle sin hacer nada?

– Una palabra suya al director seguramente hubiese cambiado las cosas.

– Lo sé. Por eso fui yo quien le sugirió que te despidiese -dijo Vidal.

Sentí como si acabase de darme una bofetada.

– Muchas gracias por el empujón -improvisé.

– Le dije que te despidiese porque tengo algo mucho mejor para ti.

– ¿La mendicidad?

– Hombre de poca fe. Ayer mismo estuve hablando de ti con un par de socios que acaban de abrir una nueva editorial y buscan sangre fresca que exprimir y explotar.

– Suena de maravilla.

– Ellos ya están al corriente de Los misterios de Barcelona y están dispuestos a hacerte una oferta que va a hacer de ti un hombre hecho y derecho.

– ¿Habla en serio?

– Claro que hablo en serio. Quieren que les escribas una serie por entregas en la más barroca, sangrienta y delirante tradición del grand guignol que haga añicos Los misterios de Barcelona. Creo que es la oportunidad que estabas esperando. Les he dicho que irías a verlos y que estabas listo para empezar a trabajar inmediatamente.

Suspiré profundamente. Vidal me guiñó un ojo y me abrazó.

Fue así cómo, a pocos meses de cumplir los veinte años, recibí y acepté una oferta para escribir novelas de a peseta bajo el seudónimo de Ignatius B. Samson. Mi contrato me comprometía a entregar doscientas páginas de manuscrito mecanografiado al mes tramadas de intrigas, asesinatos de alta sociedad, horrores sin cuento en los bajos fondos, amores ilícitos entre crueles hacendados de mandíbula firme y damiselas de inconfesables anhelos, y toda suerte de retorcidas sagas familiares con trasfondos más espesos y turbios que las aguas del puerto. La serie, que decidí bautizar como La Ciudad de los Malditos, aparecería en un tomo mensual en edición cartoné con cubierta ilustrada a todo color. A cambio recibiría más dinero del que nunca había pensado podía ganarse haciendo algo que me inspirase respeto, y no tendría más censura que la que impusiera el interés de los lectores que supiera ganarme. Los términos de la oferta me obligaban a escribir desde el anonimato de un extravagante seudónimo, pero en aquel momento me pareció un precio muy pequeño que pagar a cambio de poder ganarme la vida con el oficio que siempre había soñado desempeñar. Renunciaría a la vanidad de ver mi nombre impreso en ni obra, pero no a mí mismo ni a lo que era.

Mis editores eran un par de pintorescos ciudadanos llamados Barrido y Escobillas. Barrido, menudo, rechoncho y siempre prendido de una sonrisa aceitosa y sibilina, era el cerebro de la operación. Provenía de la industria salchichera y, aunqui no había leído más de tres libros en su vida, incluidos el catecismo y la guía de teléfonos, estaba poseído de una audacia proverbial para cocinar los libros de contabildad, que adulteraba para sus inversores con alardes dt ficción que ya hubieran querido emular los autores a los que la casa, tal como había predicho Vidal, estafaba explotaba y, en último término, dejaba caer al arroyo ciando los vientos soplaban en contra, cosa que tarde o.emprano siempre sucedía.

Escobillas deserrpeñaba un rol complementario. Alto, enjuto y de ain vagamente amenazador, se había formado en el negooo de las pompas fúnebres, y bajo la atorrante colonia coi que bañaba sus vergüenzas siempre parecía filtrarse un vago tufillo a formol que ponía los pelos de punta. Si labor era esencialmente la del capataz siniestro, látigc en mano y dispuesto a hacer el trabajo sucio para el que Barrido, por su temple más risueño y su disposición no tan atlética, presentaba menos aptitudes. El ménage-i-trois se completaba con su secretaria de dirección, Hemiinia, que los seguía a todas partes como un perro fiel ya la que todos apodaban la Veneno porque, pese a su aspecto de mosquita muerta, era tan de fiar como una serpieite de cascabel en celo.

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