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Recorre Maquiavelo la ruta que le acerca a Della Rovere, acaloradamente reunido con otros cardenales, empeñado en una discusión con el cardenal francés George d.Amboise y con el embajador español. Alza un libro sagrado y lo blande sobre las cabezas de los reunidos.

– ¡César aún no está vencido!

No estamos en condiciones de actuar sin tenerle en cuenta, ni podemos convocar un concilio que desborde la actual relación de fuerzas en el Sacro Colegio Cardenalicio. Saldrá el papa que César quiera.

– ¿Y por qué has de ser tú, Giuliano?

– ¿Y por qué tú, George?

– A mí me apoya el rey de Francia.

– Estás cojo de una pierna. Te falta la pierna española. Señor embajador de sus católicas majestades de España, ¿a quiénes apoyan ustedes?

– Al cardenal Carvajal.

Se irrita Della Rovere y arroja el libro sagrado contra el suelo.

– ¿Cómo pretenden ustedes que vaya a salir un cardenal español después del pontificado de otro español?

– Alejandro Vi no era español.

Era un marrano valenciano de Xátiva. Nacido en el Reino de Valencia antes de la unificación de los Reyes Católicos.

– ¡No me venga con sutilezas territoriales, señor embajador!

Las ciudades italianas no aceptarán que el próximo papa sea extranjero a ellas mismas. Mientras los papas salían de nuestras familias no hubo problemas.

La irritación de Giuliano della Rovere ha conseguido enrojecer de cólera al embajador.

– ¿De qué ciudades italianas está hablando? Éste es un país de familias, de hordas, de tribus. La soberanía de esas ciudades durará lo que queramos franceses y españoles.

Carraspea el cardenal D.Amboise e interviene:

– No sume tan rápidamente, embajador. No está claro que nuestros intereses sean coincidentes.

– Pero ¿usted ha visto cómo se gobierna esta gente? Son como tribus. Mucho poeta y mucho laúd, mucho humanismo y mucho Petrarca, pero no saben en qué mundo viven.

Della Rovere repara en este punto en que Maquiavelo ha llegado y hacia él va dejando a sus espaldas el enfrentamiento entre D.Amboise y el embajador español. Ya no es el hombre apasionado que defendía su candidatura, sino un sonriente y frío anfitrión que toma por los hombros a Maquiavelo.

– ¿Trae noticias de César?

– ¿Cómo sabe que vengo de allí?

– Las cosas han cambiado, señor Maquiavelo. Antes era César el que lo sabía todo de los demás, ahora es al revés. César se está quedando sin oídos y sin ojos. ¿Le sigue admirando usted tanto?

– He admirado sus sueños porque podían ser realidad. Detesto a los soñadores. Por eso tal vez siempre me ha parecido Dante un cretino.

– Esos sueños de César son válidos, no sólo válidos, sino necesarios.

Della Rovere le aleja aún más de la discusión y baja el tono de voz.

– El Vaticano necesita ser un Estado fuerte. En eso tenía razón Alejandro Vi y la tiene César.

Pero la futura fortaleza del Vaticano ha de ser militar y moral.

Hemos de conservar el sueño militar de César y hemos de construir una credibilidad moral que pasa por la condena de los Borja. Usted es de los míos, Nicolás. A rey muerto rey puesto. Cuando yo sea papa conservaré la fuerza militar del Vaticano, pero levantaré la bandera de la expiación de las culpas de los Borja.

– Entiendo la síntesis. Conservar la base de lo construido por los Borja, pero condenarlos como únicos responsables de la corrupción de la Iglesia, de su falta de espiritualidad. Hay que volver a predicar austeridades y el fin del libertinaje. ¿El discurso de Savonarola?

– No hasta ese extremo. El discurso de Savonarola era destructivo del sistema, del orden.

El sistema hay que perpetuarlo mediante el orden. Le necesito a mi lado, Maquiavelo.

– Me vuelvo a Florencia.

– ¿Qué piensa comunicar a la Signoria?

– Que vivo o muerto, ya no hay que contar con César.

– Cuando digo que le necesito a mi lado no quiere decir que no deba volver a Florencia. Necesito que usted entienda mis propósitos.

– Entenderé sus resultados.

Se han alzado las voces de los reunidos hasta llegar a los decibelios de la pelea verbal, y el revuelo lo ha causado la llegada del viejo cardenal Costa, que resiste inmutable y mudo el acoso de los allí reunidos.

– ¿Traes noticias frescas?

– ¿Cuál es la oferta de César?

Pero Costa no responde y sus semicerrados ojos no descansan hasta que descubren al retirado dúo compuesto por Della Rovere y Maquiavelo. Va hacia ellos y se lleva a Giuliano para una discusión sin testigos que boquiabre y paraliza a los reunidos. Cuando Costa ha terminado de hablar, Della Rovere no puede contener un gesto de alegría y se vuelve hacia los presentes bañado por la luz de los elegidos, en el rostro la sonrisa total del triunfador que abre los brazos para apoderarse del espacio que ocupa. Hay cabezas gachas y repentinos abrazos, cuerpos lanzados hacia Della Rovere como para zambullirse en su presentida victoria.

– ¡Felicidades, Giuliano!

– ¡No podía ser de otra manera!

– Eminencia reverendísima, ¡un día de gloria para la cristiandad!

El embajador español se queda a solas con D.Amboise.

– Ése ya tiene los votos atados. Tiene tanto de cristiano como Alejandro Vi y ha sido tan concupiscente como cualquier Borja. Se le cuentan más de cuatro hijos naturales. Vamos de Herodes a Pilatos.

Maquiavelo no evita aguantarles la mirada, y cuando, ya en retirada, se cruza con ellos, les ratifica:

– "Habemus papam!"

Se despierta Miquel de Corella y palpa la oscuridad como si le dañara las heridas que cubren su rostro, sus brazos desnudos, el tórax ensangrentado. Apenas si puede abrir un ojo tumefacto y cuando se levanta del catre para sentarse en un canto descubre que está desnudo. Aguanta su cabeza con las manos, colgados los ojos hacia la desnudez del sexo, y se echa a temblar, como si precisamente esa desnudez le ratificara su fragilidad. Pero se recompone cuando la puerta metálica aúlla en sus goznes y golpea con dolor contra la piedra de la celda. Se le acercan dos inmensos hombres armados y los aguarda el comentario del cautivo.

– Ni descansáis ni dejáis descansar.

Son mudos los carceleros que obligan al prisionero a ponerse en pie y a caminar a pesar de la trabazón de los grilletes que unen sus tobillos mediante una cadena.

– ¿Por qué no me cubrís el sexo? ¿Y si hay damas a donde me lleváis? ¿Y mi sentido del pudor?

Levanta un sucio lienzo que reposaba sobre el jergón uno de los carceleros y lo anuda en torno a la cintura de Miquel, para empujarle a continuación y convertir los empujones que lo sacan de la celda y lo conducen por los corredores en el único código que aplican a su presa. Nada dicen cuando lo introducen en la cámara presidida por el potro de tortura y los hieráticos disciplinadores que contemplan su obra en el cuerpo de Miquel con frialdad. El más afilado de mirada y perfil insta a que lo sitúen en el centro de la habitación y se sume en la consulta de los legajos de donde va a emanar la lógica de la situación. Los ojos cansados que abandonan las letras reparan en Corella como en un accidente cuando preguntan:

– ¿Ha cambiado usted de intenciones?

– Depende de las intenciones a las que se refiera.

– Usted es conocedor de las contraseñas que abren las puertas de las ciudades fortificadas obedientes a César Borja. La permanencia en la deslealtad al sumo pontífice, cuando no a los soberanos naturales de esas ciudades, es un grave delito, en el que usted persiste despreciando cuantas ofertas de conciliación le hemos hecho.

No contesta Corella pero no deja de mirar a su interrogador.

– ¿No quiere contestar?

– Señor, el lugar que usted ocupa lo he ocupado yo docenas de veces y creo haber sabido distinguir al interrogado dispuesto a hablar y al que no estaba dispuesto.

Espera que continúe el discurso el interrogador y Corella no parece demasiado interesado.

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