– Los problemas son económicos.
– Casi siempre. Cierto. Ahí esta la base de las relaciones, querida hija. Estudia cuanto te he dicho.
Y ya está a punto de irse cuando retiene que no ha dicho todo lo debido.
– ¿Es cierto que estás en estado?
– Es cierto.
– Excelente noticia, excelente.
A propósito, no sería conveniente que ultimaras el deseo de retener en Ferrara a tu hijo Rodrigo.
Creo que estará mejor en Roma que en cualquier otra parte.
– Soy del mismo parecer.
– ¿Eres del mismo parecer?
Parece sorprendido Ercole de la sumisión de su nuera, y cuando se ha marchado estalla Adriana, pero no Lucrecia:
– No aguanto ni un día más en esta corte sórdida. Roma parece un paraíso al lado de esto.
– Puedes marcharte cuando quieras. En cierto sentido necesito cambiar la estrategia y rodearme de una corte ferrarense. Strozzi me ayudará.
– ¡Strozzi! Si no fuera un tullido me daría que pensar. Qué persona tan encantadora. Se ha convertido en tu paladín, Lucrecia. Suerte tienes de él, que te compensa del zafio de tu marido.
Tenías tú razón. Es un zafio.
No retiene Lucrecia el comentario de Adriana y encarga a una doncella que avise a Isabel de Gonzaga que quiere hablar con ella. No tarda en acudir Isabel de Este, entrada que aprovecha Adriana para retirarse y dejarlas a solas.
– Te suponía ya camino de vuelta a Mantua.
– Prácticamente todo está dispuesto para ello.
– No quisiera que te marcharas sin hacerte una consulta.
– Sabes que puedes contar conmigo.
– Estoy embarazada, y aunque tengo alguna experiencia, tú me superas. Me han dicho los astrólogos que el color crema acentúa la provisión de leche en el seno materno. ¿Encargarías un vestuario crema?
Parpadea Isabel.
– ¿Ésa era la consulta?
– Te aseguro que me quita el sueño.
Suspira profundamente Isabel autoconteniéndose. Trata de contestar algo, pero no acude a sus labios la furia que sí acude a sus ojos. Finalmente hace una rígida inclinación y abandona la estancia, cruzándose con el cojo Strozzi, renqueante sobre su muleta. El poeta imita el ceño de Isabel.
– Es tan hermosa como ceñuda.
No comprende Strozzi el ataque de risa que conmueve a Lucrecia y solicita motivos para reírse.
– Cuéntemelo, señora, y así reiremos los dos.
– La orgullosa Isabel ha recibido una trascendental consulta: ¿es bueno el color crema, así en el ambiente como en el vestuario de la madre nodriza, para llenar de leche las ubres maternas?
– ¿Le interesa esa cuestión?
– Creo que estoy en estado, Ercole.
La mueca en el rostro de Strozzi permanece a pesar de que la mirada comprensiva de Lucrecia, incluso la mano que la mujer pone en su brazo, tratan de que se borre.
– Ercole, he venido a Ferrara a tener hijos. Las mujeres sólo servimos para tener hijos.
– No siempre es un buen servicio. Creo que también sirven para ser amadas por sí mismas, en sí mismas.
– El culto a Petrarca o a Platón queda fuera de las alcobas.
Es cosa de vosotros los poetas y de nosotras las mujeres, hasta que llega la noche y los maridos entran en las alcobas. Alfonso ha construido un pasillo directo que une su dormitorio con el mío. Así puede llegar cuando menos me lo espero. Estoy preñada. Alégrate de la noticia, Ercole. Te lo pido.
– Si me lo pide. Venía a presentarle a mi amigo Bembo. Acaba de llegar de Venecia y tenía muchas ganas de conocerla.
– Yo también quiero conocerle.
Desde la puerta invita el cojeante Strozzi a que se aproxime Bembo, y con él entra una imponente presencia que domina la de Strozzi, la de la propia Lucrecia, si no fuera porque Bembo está ilusionado por el encuentro, ilusión que transmite a Lucrecia en el momento en que nota en el dorso de su mano los labios del veneciano.
– Pietro es mucho mejor poeta que yo y ya le ha dedicado uno de sus poemas.
– ¡Que lo lea! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
Suficiente en el ademán aunque prudente en el habla, Bembo expone:
– Para esta primera ocasión no traigo nada propio. Pero sí he memorizado un poema en español, de Lope de Zúñiga. Sus palabras sonarán como si fueran mías.
"Yo pienso que si muriese y con mis males finase desear.
Tan grande amor fenesciese que todo el mundo quedase sin amar.
Mas esto considerando mi tarde morir es luego tanto bueno.
Que debo razón usando gloria sentir en el fuego donde peno."
Han entrado en la estancia Adriana y las dos damas jóvenes mientras recitaba Bembo y se suman al alborozo casi pueril con el que Lucrecia ha recogido el homenaje.
Tan pueril que retiene a Bembo por un brazo y se lo lleva hasta la ventana, donde conversan sin ser escuchados. Suspira Strozzi ante la evidencia del impacto y recoge su suspiro Adriana.
– ¿Mal de amores?
– Voluntario. Controlado.
Necesario. Petrarquista. Yo no sería nada, ni nadie sin mal de amores.
– Aparte de poeta, ¿qué otra cosa es Pietro Bembo?
– Bello y ambicioso.
– No es poca cosa.
Pero no hay tiempo para continuar la justa de intenciones porque a la puerta asoma Francesco de Gonzaga, que busca con los ojos a Lucrecia y cuando la halla en tan buena compañía le decrece la mirada, se le contraría el gesto y hace ademán de retroceder. No puede porque Lucrecia lo ha visto y corre hasta él para retenerle y privar la conversación de despedida.
– ¿Ya os vais? Me lo ha dicho tu mujer.
– Sí. Nos vamos. Pero yo me quedo, ya lo sabes. Me quedo a tu lado a pesar de que me voy. Déjame quedarme aunque sea sombra, sombra menor, segunda sombra, tercera.
Le sella las palabras en los labios con un dedo Lucrecia.
– Tendremos nuestras cartas.
Quién sabe qué encuentros.
– Todos los que pueda.
– Ercole Strozzi nos servirá de enlace y de buzón de correos.
– ¿Está dispuesto?
Asiente Lucrecia con los ojos, pero los abre cuando desde el pasillo llega la llamada imperiosa de Isabel.
– ¡Francesco! ¿A qué esperas?
Ha cerrado los ojos, crispado, Francesco de Gonzaga y se retira sin soltar las manos de Lucrecia, la mirada en los labios pálidos de la mujer, que repiten con suavidad lo que ha sido imperioso ultimátum en los de Isabel.
– ¡Francesco! ¿A qué esperas?
Los labios de Francesco dicen algo que sólo Lucrecia atiende y responde con una plácida sonrisa, con la que se vuelve para recuperar a los pobladores de la escena.
Pietro Bembo y Strozzi, frustrados pero anhelantes, como si esperaran un veredicto y el relevo.
Adriana se divierte como si bailara sola. Acude Lucrecia hacia Bembo y Strozzi y toma a cada uno de una mano mientras proclama:
– Mis poetas.
Adriana ha adquirido una íntima convicción y va hacia la puerta.
Ha observado algo extraño en ella Lucrecia y la retiene.
– ¿Por qué te vas?
– He de hacer el equipaje.
Vuelvo a Roma.
– Finalmente, me dejas.
– ¿Me necesitas?
Piensa Lucrecia.
– No sé si te necesito, pero te quiero.
Le acaricia las mejillas Adriana con los ojos húmedos.
– Yo también te quiero, Lucrecia, pero no me necesitas.
Lo que ha sido ternura se vuelve ironía.
– Tienes un marido semental, un cuñado enamorado, un confidente cojo y un hermoso poeta veneciano, ¿qué más se puede pedir? Ya tienes vida privada.
Un último silencio compartido por las dos mujeres. Da la espalda Adriana pasillo arriba, perseguida por la mirada cariñosa de Lucrecia, quien finalmente se lleva la punta de los dedos a los labios y envía un beso paloma.