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– ¿Quién ha sido? ¿Ascanio?

– ¡Ése ha preparado el escenario y su mayordomo ha hecho el resto! ¡Un mayordomo! ¡Él ha puesto la lengua!

– Por poco tiempo.

Hay determinación en el papa cuando abandona la estancia dejando a Remulins sin recursos para asumir al tambaleante Joan y recorriendo los corredores reclamando a gritos la presencia de Miquel de Corella.

– "Miquel, Corella, en el nom de Deu, per la Verge Santa de Lleida, malparit, vine, vine de seguida! A on t.has ficat, malparit?" (5).

A sus gritos acuden César y Miquel de Corella y va Rodrigo directamente a por el lugarteniente de su hijo al que aparta a empujones y cuando lo tiene a solas le vomita en la oreja crispadas consignas que Corella asume con progresiva frialdad. Escoge Corella a cuatro hombres entre los que le rodean y contiene a César cuando trata de intervenir en el lance.

– No va contigo.

Sale Corella al frente de los hombres armados y engrosa el grupo con la soldadesca de la puerta, para ponerse al frente de la tropa y reandar el camino desandado por el duque de Gandía. A medida que se acerca el portón del palacio de Ascanio Sforza, el grupo aumenta la decisión, la aceleración de su marcha subrayada por la respiración forzada. No lo detienen los portones, abiertos por la presión de los cuerpos unificados en uno solo, Corella como ariete. Baten las maderas contra las paredes y el grupo asciende las escaleras para desembocar en el comedor, donde permanecen los comensales digiriendo lo que han comido, lo que han bebido, lo que han reído y siguen riendo según las explicaciones del mayordomo Fabio, el hombre que ha agredido moralmente al duque de Gandía. Corella no dice nada. Va a por Ascanio y le pone un cuchillo en el cuello con la punta buscando una gota de sangre hasta que brota, entre el pánico establecido en los restantes comensales, y al oído del cardenal vierte no audibles palabras que llevan al aterrado Ascanio a señalar al comensal que ha insultado a Joan Borja. A por él se van Corella y la gente armada, le rodean, le sacan de la estancia a empujones y nada más recuperar la negrura de la noche un puñal en una mano traza una raya de plata en la garganta del aterrado Fabio, y lo que fue plata se vuelve hendidura de sangre que los ojos del agonizante no entienden, tratando inútilmente de contemplar la herida hasta que la muerte los nubla de evidencia y cae el cuerpo deshabitado como un pelele sobre la calle, a medida que se alejan los pasos diríase que rítmicos de los asesinos.

– No hay nada como una buena mesa para la reconciliación, si es que hay algo que reconciliar.

Gozosa, Vannozza se retira de la baranda desde la que se contemplan los viñedos y muestra la mesa llena de excesivos manjares para los escasos comensales. Coge con un brazo a César y con el otro a Joan y los invita a que se sienten frente a frente, flanqueados por Canale y el primo Borja cardenal.

– Podemos hablar entre familiares e incluso aligerados por la ausencia de Rodrigo, qué digo, Rodrigo, del Santo Padre. Siempre será Rodrigo para mí. Hay que glorificar a Joan el vencedor y a César, que va a Nápoles como legado pontificio.

Pellizca Joan de Gandía los alimentos, en cambio César come con buen apetito.

– Me gusta invitarte a comer, César, porque haces honor a lo que comes. Tu padre siempre ha sido tan poco apreciativo en estas cosas. Come para vivir, dice. Yo creo que comer es un placer. No hay que cerrarse a la tentación de los sentidos. Tú has salido a mí.

Tú eres un desganado, Joan.

– La gloria harta.

– César.

– Lo digo con propiedad, madre.

Joan lleva un tiempo rodeado de batallas, militares y amorosas.

– ¡Cuenta! ¡Cuenta!

– ¿Qué puedo contar que no sepa toda Roma? Se dice que tu hijo predilecto…

– César.

– ¿Acaso no es vuestro hijo predilecto? ¿De ti y de Rodrigo?

Se dice que comparte a la bella Sancha con el Gran Capitán, otros dicen en cambio que no, que el amor del Gran Capitán por doña Sancha es platónico, como sería lógico en estos tiempos de platonismo. Parece que también andas detrás de una hija del conde Della Mirandola.

– ¿Es todo eso cierto, Joan?

– Si lo dice César, dispone del servicio de espías más eficaz de Roma y no me explico el porqué de esta reunión si ya empezamos con sarcasmos.

– Tiene razón tu hermano, César. ¿Verdad, Carlo?

– Sí, Vannozza.

Parece admitir César que ha comenzado mal la reunión, bebe, gana tiempo y afronta a su hermano.

– Tú y yo deberíamos llegar a un acuerdo.

– La noche promete.

– A nadie se le escapa que Roma te gusta y te asfixia, te gusta porque vives su noche como un murciélago y te asfixia porque nuestro padre te ha preparado un destino que no es de tu agrado. Yo te propongo un cambio.

– ¿De qué cambio se trata?

– Yo te doy la noche y tú me das tu destino.

– Hermosa metáfora, César, hijo. Pero un tanto nocturna, oscura, ¿verdad, Carlo?

– Verdad, Vannozza.

– Yo quiero ser el capitán de los Borja y a cambio te doy la libertad de vivir tu vida.

Hay ironía en los ojos de Joan, pero poco a poco se va convirtiendo en interés.

– ¿Cómo se puede conseguir esa alquimia? ¿Has consultado a tu astrólogo Beheim?

– Los astrólogos sólo sirven para ofrecer ritos, como los cardenales. Beheim atribuye mi destino a un hecho tan aleatorio como el que en el momento de mi nacimiento el Sol se encontraba en la casa ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta. Es bellísimo pero estéril.

Mi vida se condiciona porque nací en casa de Vannozza y mi padre era un cardenal. Y tampoco asumo esta explicación absolutamente. La verdad no existe. La necesidad de actuar sí. Tengo esa alquimia, y no es otra que la necesidad de que nuestro padre se dé cuenta de lo evidente y de que tú seas quien le muestre lo evidente.

– Incluso tengo un papel, aparte del de animal nocturno.

– Tu papel es convencer a nuestro padre de que yo debo ser el capitán y que tú harás… política, por ejemplo. Estás bien situado entre Castilla y Roma, en Gandía. Puedes crear un triángulo de poder y de faldas entre Castilla, Gandía y Roma.

– En Castilla no hay más faldas que las de la reina Isabel y las de su confesor, Cisneros. Por cierto, se dice que la reina Isabel no se cambió la camisa durante toda la campaña de asedio a Granada.

– Una estrategia para rendir a los moros por el olor, supongo. No hablo en balde, Joan. Creo que mi oferta te interesa. Yo tengo ideas militares y creo que la guerra es una ciencia. Tú la ves como un hermoso desfile final en honor del triunfador.

Vannozza acaricia el cabello de Joan, el perfil de la cara.

– Los desfiles son muy hermosos, Joan. Las guerras no tendrían sentido sin los desfiles finales. Pero hay que saber estar en el momento oportuno cuando pasa el verdadero destino, Joan. No me parece ninguna tontería lo que propone tu hermano.

– Iba a decir lo mismo, Vannozza.

Ha opinado Canale, pero un criado ha entrado, se acerca a la anfitriona y le cuchichea una misteriosa noticia que pasma las facciones de Vannozza.

– Extraños amigos tienes, Joan. Me dicen que ha venido a buscarte un caballero. Un caballero o sin caballo y ¡enmascarado!

– ¿Más que nosotros?

Sonríe Joan ante su propia ironía, medita y deduce, porque con un gesto pide que sea introducido el enmascarado. Cuando lo ve se concentra su atención, se pone en pie algo excitado, contempla los manjares como un obsceno obstáculo, no sabe cómo decir lo que va a decir, pero finalmente lo dice.

– Disculpadme. César sin duda tiene razón. Soy un animal nocturno. Me llama la noche. La noche es suave para mí y me reclama. Ya hablaremos de todo eso, César. No lo echo en saco roto. Tú podrías ganar las batallas, pero ¿me dejarías a mí los desfiles?

Besa a su desconcertada madre, se despide de los demás con un gesto y sale seguido del enmascarado.

30
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