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– "Alt e amor, d.on gran dessig s.engendra esper, venent per tots aquests graons, me son delits, mas dona.m passions la por del mal, qui.m fa magrir carn tendra e port al cor sens fum continuu foc, e la calor no.m surt a part de fora.

Socorreu-me dins los termes d.una hora, car mos senyals demostren viure poc!" (1)

– ¡No entiendo nada, pero me parece bellísimo!

– Vannozza, tantos años cerca y sigues sin entender mi lengua. César, ¿te han gustado estos versos de Ausiás March?

Pero no es César quien contesta sino Corella.

– Tanto como los que Canale ha recitado de Petrarca. Son dos grandes poetas, unidos por el V [1]ínculo de lecturas comunes. Desde hace más de un siglo y medio la relectura de los clásicos latinos y griegos ha propiciado la aparición de clásicos italianos, franceses, catalanes, castellanos. Petrarca es, a la lengua italiana, lo que Ausiás a la catalana, dos fundadores. Además los dos proceden de san Agustín y de Cicerón, de Virgilio y de Ovidio. ¿Sabía su santidad que un papa de Aviñón estuvo a punto de excomulgar a Petrarca porque citaba a Virgilio?

– Yo no pienso excomulgar a nadie por citar poetas. Y contra la opinión de los teólogos, ni siquiera voy a excomulgar a Copérnico, que me está liando el Cielo y la Tierra y no sé a dónde nos va a llevar.

– Bien hace su santidad. Citar a Virgilio ya no es peligroso, pero construir una lengua quiere decir vertebrar un país. No hay entidad sin lengua. Lo acaba de decir un sabio castellano, Nebrija: siempre fue la lengua compañera del Imperio.

Ríe César a carcajadas.

– Miquel el inesperado. El guerrero más secreto y peligroso de Roma diserta sobre Pretarca, Ausiás March y sobre el siglo entero, si se tercia, como un discípulo de los humanistas florentinos o ferrarenses.

– A eso le llaman la alianza de las armas y las letras.

Sale Lucrecia de su aislamiento y pregunta sin dejar de acariciarse el cabello, mientras su acompañante asiente a cuanto dice:

– ¿Son tan peligrosas las armas como las palabras? ¿Son tan bellas las armas como las palabras?

Ahora es César quien le replica.

– Las armas sólo sirven para matar, pero hay palabras que matan y otras que duermen.

Borra con un gesto en el aire Alejandro Vi las preocupaciones de Lucrecia y le pide que se siente sobre sus rodillas. El papa se fija en la desazón con que el joven que permanecía hasta ahora junto a su hija contempla la obediente respuesta de Lucrecia. Junto al muchacho el cardenal Ascanio Sforza le pone una mano sobre el hombro y el papa reconforta al joven en alta voz:

– Tranquilo, yerno. Tranquilo, Giovanni, porque eres un Sforza y porque nada hay más tierno que el amor de un padre por su única hija.

Dile, Ascanio, a tu sobrino que Lucrecia está en buenas manos.

Sonríe Ascanio condescendiente y concede también el muchacho, conturbado por sus prejuicios. Alejandro se pone paternal y didáctico con la hija que ya está sobre sus rodillas.

– Vayáis donde vayáis, conviene que no perdáis las raíces de donde vienen los Borja, pero también que os sintáis de aquí, porque Valencia y la Corona de Aragón es nuestro pasado. Roma y la cristiandad nuestro futuro. Pero no olvides, Lucrecia, que en catalán han escrito grandes escritores como Ausiás March, al que sospecho conocí en Lleida, o Joanot Martorell, vehemente cruzado in péctore, conocido de mi "oncle" Alfons, Calixto Iii. Tu hermano Joan está en Gandía, la tierra de los poetas March, tan cerca de nuestra amada Xátiva.

Acude Vannozza y fuerza a Lucrecia a abandonar las rodillas de su padre.

– Quisiera hablar con su santidad. Dejádmelo un momento para mí.

Ni Lucrecia ni Rodrigo comprenden la brusquedad de Vannozza, mal disimulada por la sonrisa, pero él se deja llevar a la habitación contigua, sorprendido por el misterioso secuestro. Rodrigo lo interpreta como un acceso de celos y trata de insinuarse a Vannozza palpándole las carnes, como si le despertara un deseo irrefrenable.

Ella acepta el juego al tiempo que trata de sacarse de encima las pontificias manos, pero se echa a llo rar y lo que ha sido cerco de amor se torna cerco compasivo.

– ¿Qué te pasa, reina mía?

¿Te ha molestado algo de lo que he hecho?

Se hace rogar Vannozza el desvelamiento de su angustia hasta que por fin cede.

– No me consultas nada. Has hecho de César cardenal de Valencia y su madre sin enterarse. Has apalabrado el matrimonio de Lucrecia con un Sforza y el de Joan con una castellana y me he enterado por terceros. Tú me desdeñas y los otros me insultan.

– Dime quién te insulta y haré un escarmiento.

– A mis oídos llegan todos los días las maledicencias que lanzan tus enemigos. Todo desborda ya lo tolerable. Se dice que me acuesto a la vez con Joan y con César, que tú utilizas mi casa para irte a la cama con Lucrecia o con Giulia Farnesio, bajo el celestinaje compartido con Adriana del Milá, Adriana y yo celestinas de la nuera de Adriana. Pero lo que no puedo soportar es…

– No puedes soportar ¿qué?

– En Florencia el fraile Savonarola me insulta constantemente al acusarte a ti de concupiscencia.

Ya no se trata de la palabra de un enemigo político como Della Rovere, sino de un santo. Me aterra que los santos me condenen.

– Vannozza, mujer. Savonarola no es un santo. Para ser santo debiera beatificarlo yo y no pienso hacerlo. Pero te prometo que haré algo, que le enviaré un aviso contundente.

– ¿No podrías pedirle que me bendijera?

– ¿Savonarola? ¿Para qué quieres tú la bendición de un fraile pudiendo tener la del papa? ¿Quieres que te bendiga?

Es indignación lo que empuja a Vannozza a abandonar el aparte con Rodrigo.

Tal vez la noche ayude a Vannozza a llorar desconsoladamente, sin que los cariños multiplicados de Carlo Canale consigan aplacar su llanto. El abrazo del hombre se convierte en acunamiento y arrullo hasta que la mujer deja de llorar y parpadea cada vez más complacida.

– Todo lo he hecho por él. Todo. Le he dado mi vida. Hijos.

He pasado por todas sus veleidades.

– Lo sé, cariño.

– Cuando volvió de España parecía un príncipe milagrosamente salvado de las aguas y ya tenía dos o tres hijos de los que sólo le queda una hija. No sé dónde para.

Yo le di cuatro y mi paciencia y mi comprensión.

– Lo sé, cariño, lo sé.

– Hasta he pasado por la historia de la Farnesio, fraguada por la mala puta de la Milá, esa primita que parece nacida para alcahueta a costa de su propio hijo.

– El pobre Orsino Orsini es tuerto.

– Pero su madre no. Recuerdo el momento en que Giulia Farnesio entró en nuestras vidas.

Ante los ojos interiores de Vannozza, la memoria recrea el encuentro de Rodrigo con Giulia Farnesio, parpadea cada vez que los ojos de Rodrigo succionan la presencia de la muchacha.

– Giulia -dice Vannozza.

La muchacha acude a su reclamo en el recuerdo, de pronto aparece en el hueco de una puerta abierta, con una alegre espontaneidad, buscando con los ojos a Adriana.

– ¡Giulia! -la reclama Adriana tendiéndole una mano.

Y hacia ella va la joven Farnesio, pero por el camino abierto por los reunidos de pronto se topa con Rodrigo, que ha interrumpido la conversación, el gesto, la vida misma, asfixiado ante el impacto de belleza que ha recibido.

– ¡Giulia! -vuelve a reclamar Adriana inútilmente porque el movimiento se ha paralizado en el espacio del encuentro que ocupan Giulia y Rodrigo, hasta que él tiende las manos, coge una de las suyas, se la besa, al tiempo que Adriana llega a su altura.

– ¿No conocías a mi nuera Giulia Farnesio? Giulia, es el cardenal Borja, mi primo, no hay que presentártelo.

Asume la muchacha azorada que no hay que presentárselo y no se empeña en recuperar las manos que le retiene Rodrigo. Lucrecia se ha abierto camino y se interpone blandamente entre su padre y Giulia, se abraza al cardenal, le besa y Rodrigo se desprende poco a poco del contacto con la aparición.

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[1] (1))Placer y amor, que gran deseo engendra, y esperanza, que sube estos peldaños, me son deleite, mas me da pensar temor del mal, que hace mi carne flaca; arde en mi corazón fuego sin humo y el calor no se muestra por defuera. Socorredme en el plazo de una hora, pues de poco vivir muestro las trazas.

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