Amanecía y por entre las ramas de los árboles, Barcelona, como una maqueta de sí misma, a los pies de la sierra de Collserola, le confirmaba dónde estaba y quién era. Rutinariamente puso en marcha la radio. En la COM alguien estaba recordando la guerra de Yugoslavia y lo injustos que habían sido algunos intelectuales y políticos con el ex secretario general de la OTAN, el español universal, Javier Solana. Sin duda los críticos de Solana procedían de la estirpe poscomunista, porque sólo a un poscomunista se le ocurre llamar criminal de guerra al secretario general de las fuerzas armadas del Imperio del Bien. El que hablaba era un profesional de la solidaridad internacional oficializada y eurodiputado, recientemente elegido jefe universal de Greenpeace tal vez porque algo quedaba en él de aquel diplomático atípico capaz de decir no ya cosas inteligentes, sino incluso estimulantemente sorprendentes, más sorprendentes que acusar de poscomunismo a los que no pensaban lo que él. Del discurso globalizador se pasó a las noticias sobre lo cotidiano y fue después de tomarse una pastilla digestiva que preparaba las otras pastillas cotidianas cuando escuchó, primero sin entenderla, la noticia de que había aparecido en un sendero de la sierra de Collserola el cadáver de Jessica Stuart-Pedrell, de SP Asociados, en extrañas circunstancias, más extrañas, podía intuirse, que las circunstancias normales en las que aparece un cadáver con un tiro en la sien. Cuando entendió la noticia tuvo ante sí la cabeza de Yes con un tiro en la sien y dialogó con ella: ¿Cómo es posible? ¿Qué te ha pasado? ¿Así que no vamos a volver a vernos?, mientras una música tristísima, la que tarareaba cuando creía despedirse de Yes para siempre, le inundaba todo el cuerpo, especialmente intensa en el cerebro, sentía los oídos taponados y algo le dolía especialmente en la ruta que une el corazón con el estómago. Carvalho se inclinó sobre el lavabo para vomitar lo que no había comido, pero sí lo que quedaba de la primera pastilla que acababa de tomarse y cuando se liberó de la angustia física se metió en la cama, se tapó todo el cuerpo, especialmente la cabeza para abrigarse los ojos y olvidarse de que le pertenecían. Ahora la radio comunicaba que las grandes potencias habían instado a Rusia para que dejara de machacar a Chechenia, aunque, según comentaba el especialista convocado, lo que estaba haciendo Rusia en Chechenia convenía a los intereses europeos porque Turquía e Irán podían estar detrás de todo intento desestabilizador utilizando las repúblicas islámicas del Cáucaso como kamikazes. Cuando Yes estuvo por primera vez en la casa, veinte años atrás, había exclamado varias veces ¡qué bonita!, como si ella no viviera en una de las casas más hermosas que Carvalho jamás había visto. Tal vez le estaba regalando la gentileza de la envidia, aunque entonces él lo quiso interpretar como un intento de camuflaje de clase. El continente de una fugitiva de su clase y el contenido de su clase, pensó Carvalho mientras se ajustaba la bata para no mostrar su desnudez.
– ¿Te habías puesto cómodo? ¿Estabas ya acostado?
– No. Acababa de cenar. ¿Quieres comer algo?
– Me da asco la comida.
Veinte años atrás, Yes había desparramado sobre el sofá sus exactas caderas y su melena quedó como un lecho de miel tras las facciones apenumbradas.
– Esta mañana me he portado como una tonta y no te he sido de ninguna utilidad. Quería disculparme y ayudarte en lo posible.
– A estas horas descanso. No trabajo a destajo.
– Perdona.
– ¿Tomamos una copa?
– No bebo. Soy macrobiótica.
Se levantó de la cama, cerró la radio, se fue en busca del sofá donde Yes se sentó por primera y por última vez, donde por última vez le había pedido comprensión.
– ¿No me dices nada? ¿No te ha gustado mi sueño?
Menos mal que le había dicho, como si se lo arrancaran las circunstancias, un Te quiero que a él mismo le había parecido emitido por otra persona. No había dicho Te quiero desde su primer amor con aquella mujer insoportable, con la que llegó a estar casado, a la que no quería recordar, porque recordarla significaba recuperar sus peores tiempos de animal doméstico. Se vistió con toda la rapidez y todo el pesimismo que pudo, tomó el coche para descender a la plaza cruce de caminos de Vallvidrera y comprar el periódico. Los adquirió todos y entre la tienda y el coche ya había localizado la noticia del hallazgo del cadáver de Jessica Stuart-Pedrell i Lloberola, señora de Mauricio Martí González, ampliamente recordada en el rosario de necrológicas que poblaban La Vanguardia , necrológicas familiares, empresariales, de asociaciones benéficas y culturales. Las necrológicas, como lápidas, le construían a Yes, a título postumo, un lugar entre el patriciado más establecido, como si aquellas lápidas quisieran tapiar el hecho horroroso que las alzaba:
Un guardia forestal descubrió el cadáver junto a un sendero de la sierra de Collserola, vestido, sin signos aparentes de violencia, salvo el tiro en la sien. No se descarta ninguna hipótesis, aunque todo parece indicar un intento fallido de secuestro en el propio coche de la víctima, hallado en medio del bosque a poca distancia del lugar donde fue hallado el cuerpo sin vida de la señora Stuart-Pedrell de Martí.
Se metió en el primer lugar del mundo de donde salía olor a café, en Can Trampa, leyó todos los tratamientos de la noticia en los diferentes periódicos y se quedó sin conducta, sin ni siquiera tomarse el café antes de que se enfriara del todo. Rumor de fondo de los consumidores de flautas [31] de embutidos o de raciones de tortillas de patatas, olor de la cebolla que acompañaba a las tortillas, del café, algún carajillo que denunciaba la necesidad de los calores postizos del invierno, especialmente los ciclistas disfrazados de Induráin en horas bajas dedicados a una lucha a fondo contra el automovilista que llevaban dentro. ¡Cuántas maneras tiene de manifestarse la dialéctica entre el doctor Jeckyll y mister Hyde! Sin duda el invierno le había metido el primer frío en el cuerpo y nada le invitaba a salir a la plaza de Vallvidrera. Nunca más recibiría un mensaje de Yes, la náufraga que enviaba fax como los náufragos envían botellas. Cuando los pies le pusieron en marcha, luego le condujeron a la sucursal de la caja de ahorros vecina y una vez allí tuvo que preguntarse para qué. Pero sus labios ya le estaban hablando al director y le pedía su estado de cuentas y orientación sobre lo que podía hacer con el dinero acumulado. Ya lo sabía, pero tenía ganas de que le deprimieran para siempre, para toda la eternidad.
– Exactamente diez millones ciento treinta y siete mil pesetas.
– Dígamelo en Euros. Tengo ganas de deprimirme.
– Unos sesenta mil.
– ¿Qué puedo hacer con este dinero?
– Si lo pone a plazo fijo apenas le va a rendir doscientas mil pesetas al año, es decir unas dieciséis mil pesetas al mes. Ignoro cómo estarán sus cuentas en otras entidades bancarias.
– No existen.
– Tendrá algún fondo de pensiones.
– No.
– Cobrará alguna pensión.
– No.
– ¿Ha cotizado autónomos?
– No. En su tiempo trabajé para la CÍA. Pero me expulsaron. ¿Usted cree que puedo pedir una pensión?
El señor director ni pestañeó. Estaba ocupado en valorar a Carvalho no ya como cliente sino como suicida.
– Podemos mover algo su capital. En bolsa, por ejemplo.
– No creo en la especulación capitalista.
Los ojos del señor director le estaban diciendo: Entonces, suicídate, hermano.
– La casa de Vallvidrera es suya. Puede hipotecarla o venderla.
– La casa propia no se vende. Prefiero incendiarla. ¿Qué se puede hacer con diez millones de pesetas?
– Gastarlos prudentemente cuando ya no pueda trabajar. Imagine que necesita unas cien mil pesetas al mes para sobrevivir. Estirándolo un poco los puede alargar hasta diez años.