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Manuel Vázquez Montalbán

El hombre de mi vida

El hombre de mi vida - pic_1.jpg

Las situaciones de esta novela son exclusivamente literarias y la implicación de personajes de la política y de la cultura realmente existentes debe considerarse como préstamo del imaginario creado por los medios de comunicación.

Padre nuestro que estás en los cielos

santificado sea tu nombre

venga tu reino

hágase tu voluntad así en el cielo como en la tierra

el pan nuestro sobresubstancial dánoslo hoy

y perdónanos nuestras deudas así como nosotros

perdonamos a nuestros deudores

y no nos dejes caer en la tentación

pero líbranos del mal

porque tuyo es el reino

el poder y la gloria

Padrenuestro de los cátaros

Cuando Charo se echó a llorar, Carvalho se dio cuenta de que habían pasado siete años y probablemente ella no era la misma persona. La Charo de antes hubiera llorado vencida por las lágrimas, la Charo de ahora las interpretaba, las sentía pero las interpretaba en el marco de una dramaturgia previamente imaginada. El escenario era el de siempre, el despacho de Carvalho, Biscuter también era el mismo. Carvalho no se había permitido la más mínima automodificación en los últimos treinta años. Charo. Charo sí había cambiado. Aunque cuando se marchó en 1992 ya no era una muchacha, lo parecía, pero ahora podía pasar por una señora acomodada que regresa de una larga ausencia en la que cambió de estatus y de silueta. Algo más gruesa. No mucho más. Quizá el óvalo de la cara se había redondeado, tenía más mejillas que pómulos, menos ojeras, como si hubiera reposado siete años del cansancio de toda una puta vida, en su caso, nunca mejor dicho.

– Qué guapa está.

Declamó Biscuter que sí lloraba, como siempre, por los ojos y por la punta de la nariz. Ahora los dos contemplaban a Carvalho regalándole o demandándole una emocionalidad que no sentía. Necesitaba quedarse asolas con Charo para saber si realmente ansiaba aquel reencuentro. Recuperar un espacio para los dos por si acudían los actos reflejos del pasado y Charo volvía a ser necesaria. Pero le molestaba Biscuter como testigo y a la vez director escénico que le apuntaba el papel. Charo le señaló buscando la complicidad de Biscuter.

– Como si hubiera llegado una prima del pueblo.

– El jefe lo siente, pero es muy suyo.

Por un momento Carvalho pensó decir algo que ayudara a crear un clima de efemérides, bienvenida a casa, por ejemplo, pero fue rechazando fórmulas líricas y épicas y estuvo a punto de echarse a reír cuando se le ocurrió decir: desde estas paredes te contemplan siete años de soledad. Afortunadamente se contuvo y finalmente coordinó sonidos y silencios lo suficiente para decir:

– ¿Cuándo regresas a Andorra?

Fue estupor lo que se intercambiaron las miradas de Charo y Biscuter.

– ¡Me está echando!

Biscuter dio un manotazo en el aire como tratando de recoger las palabras para que las de Carvalho no llegaran a los oídos de Charo y viceversa. Pero ya era inútil. Ha sido un malentendido, pensó Carvalho, y debo aclararlo, pero le molestaba verse en la obligación de aclararlo y prefirió dar las gracias por algo.

– Gracias por el radiocasete que me enviaste hace unos años.

– En Andorra salen muy baratos.

Tenía que sacrificar a Biscuter para poder hablar con Charo.

– Necesito que vayas a la gestoría Fuster para que te den unos papeles que yo no puedo pasar a buscar.

El gozo volvió a las facciones de Biscuter, convencido de que a solas Carvalho y Charo volverían a encontrarse, y en dos minutos se despidió y se marchó, dejando en la mejilla izquierda de Charo un beso, succionador, de hocico más que de boca humana, y la mujer se puso en pie, se alisó la falda sobre los muslos y los dos hombres se prepararon para el mutis. Charo tomó el bolso y luego se encaró con Carvalho, fue a por él, le cogió por un brazo, lo atrajo hacia sí y le besó en los labios superficial pero húmeda, densa, ruidosamente. El beso había sonado. Hombre y mujer se miraban. El golpe de la puerta al cerrarse tras Biscuter separó a la pareja, como si los dos cuerpos recelaran de permanecer tan juntos en soledad.

– ¿Todavía me quieres?

Carvalho no contestó. Pensaba si alguna vez le había dicho a Charo: te quiero. No. Nunca se lo había dicho. Ella no respetó el silencio.

– Yo te sigo queriendo. Eres el hombre de mi vida.

Carvalho fue a por su sillón giratorio y se escondió en él mientras la mujer examinaba uno por uno todos los detalles de la habitación. Se le divirtieron los ojos cuando censó el fax en el inventario.

– Todo está igual, menos el fax. Te modernizas.

– Biscuter se moderniza. Yo no tengo por qué hacerlo. No creo en la modernización. Todo es siempre moderno. Hoy es un día más moderno que el de ayer. Mañana, no te digo. Te veo muy moderna, por cierto.

– ¿Más que antes?

– No es cosa de referencias, insisto. Pero te veo muy moderna. Se puede ser moderna, como todo el mundo,muy moderna o modernísima, y no me pidas un ejemplo porque no se me ocurre. Estoy improvisando.

Se ha sentado Charo y narra siete años de su vida. Me fui arrastrándome, Pepe, porque tu encoñamiento con aquella francesa me reveló cuan poco te interesaba. En Andorra no tenía contactos, menos el de Quimet, un notario de Barcelona con residencia andorrana, y ya aquí, desde hace años, era mi cliente todos los días de San Esteban, cuando le cogía la modorra del segundo banquete de Navidad, pretextaba que le había llamado el presidente Pujol, dejaba a la familia y se venía conmigo. Un caballero. Mejor aún, una persona. No te rías por lo de Pujol. Quimet es muy catalanista y ya de adolescente subía montañas con el presidente de la Generalitat. Eran catalanistas, católicos y excursionistas. En Andorra me echó una mano y me consiguió un trabajo como recepcionista de hotel y para mí fue la hostia, Pepe, porque de la noche a la mañana trabajaba en plan normal y ya no tenía que abrirme de piernas para comprarme Poison de Dior o para tomarme una tortilla a la francesa con mucho perejil. Luego Quimet me hizo socia en lo del hotel, pero ya en plan de medio mestressa y así fueron pasando los días, los años. Te envié un radiocasete. Algunas cartas, que tú no contestaste, como si gozaras con tu libertad, con haberte librado de mí. Pero Biscuter me animaba cuando hablábamos por teléfono: No te desanimes, que te quiere, Charo. Por lo visto, Biscuter y Charo se tuteaban, una modernización más. Ya apenas quedaba relato para desembocar en el presente. Carvalho levantó las cejas y quedó a la espera de las palabras, pero ella permaneció en silencio contemplándolo con progresivo, embarazante cariño.

– ¿Y bien?

– Y bien ¿qué?

– Me envías una nota, te vas y no apareces durante siete años, lo lógico es que te pregunte: ¿Y bien?

– ¿Leíste la nota?

Carvalho ha abierto un cajón. Sabe el lugar exacto donde guarda la nota y hace ademán de recuperarla pero se contiene.

– La leí.

– ¿La conservas?

– No creo.

– Ya no tengo clientes. Quimet es un amigo. Un amigo importante, pero no es propiamente mi hombre. Sólo tengo un hombre en mi vida y ese hombre eres tú. No tienes buen aspecto.

Había emitido su crítica con la voz más tierna que había encontrado y Carvalho creyó oír que hablaba del paso del tiempo, de que ya somos mayores, de que aunque tú no lo sepas yo ya he cumplido mis años, una plática que le incomodaba, que le retorcía la columna vertebral y le empujaba a saltar del asiento, pero no quería volver a la frialdad de los primeros minutos y escuchó pacientemente la reflexión filosófica de Charo sobre el paso del tiempo.

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