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Salió a la calle con el malhumor aplazado en un rin-con de su cerebro, no tan aplazado como creía porque de vez en cuando se detenía para preguntarse: ¿Por qué estás de mala leche?, y no tardaba en responderse: La tía del fax. Con la tarjeta de Charo entre los dedos buscó el emplazamiento de su boutique de dietética y cosmética biótica situada en la Vila Olímpica, y Carvalho encaminó hacia allí sus pasos en un deseo de releer la ciudad, de reconciliarse con la voluntad de Barcelona de convertirse en una ciudad pasteurizada y en olor a gamba de las frituras que salían de la metástasis de los restaurantes de la Vila Olímpica. No habrá suficientes gambas en los mares de este mundo para todas las que se cocinan en Barcelona y así cambiar el aroma de pólvora, axila e ingle de la ciudad de los pecados por el de una mezcla de ambipur de pino y gambas a la plancha. Todas las metáforas de la ciudad se habían hecho inservibles: ya no era la ciudad viuda, viuda de poder, porque lo tenía desde las instituciones autonómicas; tampoco la rosa de fuego de los anarquistas, porque la burguesía había vencido definitivamente por el procedimiento de cambiar de nombre; ahora se llamaba «sector emergente» y ¿cómo se puede poner una bomba o montar una barricada al «sector emergente»? Barcelona se había convertido en una ciudad hermosa pero sin alma, como algunas estatuas, o tal vez tenía una alma nueva que Carvalho perseguía en sus paseos hasta admitir que tal vez la edad ya no le dejaba descubrir el espíritu de los nuevos tiempos, el espíritu de lo que algunos pedantes llamaban «la posmodernidad» y que Carvalho pensaba era un tiempo tonto entre dos tiempos trágicos. Pero estaba reenamorándose de su ciudad y especialmente debía reprimir la tendencia ala satisfacción cuando bajaba por las Rambles, desembocaba en el puerto y al borde del Molí de la Fusta comenzaba un recorrido junto al mar en busca de la Barceloneta y la Vila Olímpica. A pesar de las nuevas construcciones de centros comerciales y lúdicos, el mar le pertenecía, por fin se integraba como uno de los cuatro elementos de la ciudad: Gaudí, las gambas a la plancha, la torre de comunicaciones de un tal Foster que tenía avión privado y estaba casado con una sexóloga española y el mar. Quimet había ubicado el negocio de Charo en una de las naves mal comercializadas del centro de negocios del Port Nou, a la sombra de la Torre de les Arts. Estaban acabando las obras de acondicionamiento y permaneció a una prudente distancia para observar cómo se movía Charo entre ebanistas y electricistas, con unos planos en una mano, la otra sobre la osamenta de la cadera izquierda de unos pantalones téjanos muy bien llenos. Por un instante la edad de Charo le pasó por el centro del cerebro como un rótulo en movimiento, pero se negó a leerlo. Seguía teniendo silueta de muchacha aunque se le había redondeado la cara y era evidente el teñido de sus cabellos blancos, transmutados en el caoba de moda en muchas cabezas femeninas. En las playas cercanas que crecían a su izquierda hacia la escollera, las playas de su infancia, y hacia el Maresme a su derecha, la Copacabana barcelonesa heredada de los Juegos Olímpicos, los cuerpos consumían Mediterráneo y sol gratis, y entre esos cuerpos evocaba la silueta grácil de la Charo que había conocido, para convenir que la actual Charo llenaría más los biquinis, más y bien, y sería necesario acercarse mucho a ella para verle el tango o el bolero de una vidaen el rostro. No quería ser sorprendido en su condición de voyeur, pero cuando dio la vuelta se topó con un hombre delgadito, de reducidas proporciones, canoso, super-vestido, encarnación de lo pulcro, que olía demasiado bien y le miraba con ojos excesivamente perspicaces.

– ¿Carvalho, supongo?

Original el hombre, pensó, pero no se entregó a su curiosidad, incluso dio un paso atrás para aumentar la distancia hacia la mano que se le tendía.

– Joaquim Rigalt i Mataplana, aunque Charo le habrá hablado de mí como Quimet.

Se lo imaginaba más alto, más gordo, más anodino, más obvio, pero tuvo que darle la mano mientras le estudiaba.

– ¿Ha quedado citado con Charo?

– No exactamente.

– Pero es una magnífica oportunidad de que nos veamos los tres.

Iba a poner reparos pero Charo los había visto y corría hacia ellos con la sonrisa franca, aunque los ojos ya estaban estudiando el continente de Carvalho y le pedían por favor que la ayudara. Besó en la mejilla a Carvalho, le dio la mano a Quimet, mientras miraba a derecha e izquierda por si su gesto era observado. Retuvo Carvalho la gestual prudencia de la mujer y se dejó llevar hasta el Port Nou para tomar una copa en una coctelería que olía a gamba como todo lo demás, mientras ponían al día el triángulo. Quimet dejaba que ella hablara para crear un ámbito propicio a los tres y Carvalho fingía escuchar mientras consideraba qué le iban a pedir y qué podía pedir a aquellas horas de la mañana: un dry martini con gamba. Recuperó la palabra

Quimet en su condición de Joaquim Rigalt i Mataplana, socio de doña Rosario, Charo para los amigos, en la explotación de Bio-Charo, un negocio más de los muchos que tenía, para el que había contado con una experta.

– Hay que diversificar el riesgo.

Guiñó el ojo a Carvalho y no fue correspondido. Luego se inclinó hacia él y le preguntó con voz de tenor lírico:

– ¿Qué piensa usted de Cataluña?

– ¿A quién se refiere?

– A Cataluña.

– No acabo de entender su pregunta. ¿Quién es Cataluña? Una entidad geográfica, administrativa, emblemática, simbólica…

– Nacional. Cataluña es una nación.

– No lo pongo en duda. Un sujeto colectivo, vamos, colectivo y virtual. Usted también es una nación. Todos son una nación. Lo que tengo muy claro es que yo no soy una nación. Bastante me cuesta ser un individuo y no confío en los pueblos. Los individuos pueden tener compasión, los pueblos no. Ser una nación me complicaría demasiado la vida. Pero adoro las naciones de los otros.

Charo le aplaudió con los ojos.

– Empezamos bien, Carvalho. Pero anem per feina , no desperdiciemos el tiempo. ¿Cómo le va su trabajo como detective privado?

– Son malos tiempos. La globalización nos ha afectado mucho. Las multinacionales controlan el negocio de las policías privadas y los detectives artesanos empezamos a ser considerados como una curiosidad antropológica. Nunca ha habido tanta Teología de la Seguri dad ni tanto chorizo y asesino en el mercado, pero la competencia de las multinacionales de la represión es desleal. Lo de la OTAN ya no tiene nombre. Ahora bombardean con misiles inteligentes, pero en el futuro van a detener y encarcelar con imanes sensibles a la carne humana vencida y a distancia.

– Es decir, no le va bien.

Carvalho se encogió de hombros y Quimet se consideró dueño del escenario.

– ¿Qué piensa usted de los servicios de información?

– ¿Se refiere usted a la CÍA, al KGB, al CESID y todo eso?

– Me está usted hablando de entidades concretas marcadas por circunstancias históricas concretas: la guerra fría o la transición democrática española. Me refiero a los servicios de información del futuro, a una nueva concepción de servicios de información adecuados a nuevas estrategias, a nuevas expansiones, a la nueva conflictividad regional de la globalización. El problema del espía moderno al servicio de las grandes potencias es saber a quién espiar. En cambio, el espía posmoderno al servicio de nuevos centros de poder fragmentarios ha de espiarlo todo. Usted perteneció a la CÍA o al menos eso se dice, ¿perteneció usted a la CÍA?

– Hace tanto tiempo que es tan probable como improbable.

– En cualquier caso retiene una experiencia que puede sernos muy valiosa.

– ¿A quién?

– A Cataluña.

Los ojos de Carvalho divagaron hacia una tienda de productos de espionaje que se abría al pie de la Torre de les Arts y Charo le siguió la mirada para después atrapársela e insistir en su demanda de moderación, de atención, que lo hiciera por ella, que no se precipitara. Carvalho se recostó en el respaldo de la silla para oír el razonamiento de Quimet sobre la necesidad de que Cataluña tuviera su propio servicio de información.

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[3] Vayamos al asunto.

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