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solamente una vez se entrega el alma / conla dulce y total renunciación / y cuando este milagro realiza el prodigio de amarse / hay campanas de fiesta / que cantan en mi corazón.

Los brazos de ella lo rodearon por detrás.

– ¿En qué piensas? ¿Qué canturreas?

– Recordaba una película que el otro día vi por la tele.

– ¿De crímenes?

– No. Más o menos de amor. Se titula Nelly y el señor Arnaud.

– Qué título tan raro.

– Nelly es una muchacha y el señor Arnaud es eso, un señor mayor. Ella le ayuda como mecanógrafa a hacer un escrito y él se enamora, mientras ella se siente atraída por él, pero los dos son conscientes de que no pueden amarse por la diferencia de edad, de mundos, de códigos.

– ¿Acaba mal?

– Según se mire. Se separan con la inquietud de pensar que tal vez no se han dicho lo que ambos querían oír.

He visto, por fin, Nelly y el señor Arnaud, realmente bonita, inquietante y, por algunas coincidencias, sorprendente. El es así de hermético, de intenso, programado y calculador, apegado a las ensoñaciones tanto como a las costumbres, mundano, distinguido, sabio pero frágil, precisamente por eso: sin otro remedio que la de ser cobarde -en adelante: prudente-, como tú. Y ella necesita hacer coincidir siempre, como sea, el sueño con la realidad. Hace que las cosas ocurran acto seguido, tal cual, de como ha imaginado que deben ser, laboriosa y atractiva; es sabia pero fuerte, precisamente por eso: sin otro remedio que la de ser valiente, como yo.

La película crea una situación equilibrada: él ya es mayor pero además de ser hombre (ahora aún todavía eso es un privilegio) tiene una sólida posición y aunque ella es joven, además de mujer (ahora aún todavía es un lastre) está en una situación precaria. No es nuestro caso. ¿O te aterra la perspectiva de que yo sea relativamente rica y tu absolutamente pobre"?

Nelly y el señor Arnaud son como son, porque son así; si uno es prudente lo es en cualquier circunstancia, si es joven porque está inseguro, si es mayor porque ya no está a tiempo, si tiene mucho porque teme perderlo, si tiene poco porque aún tendrá menos. Al osado le pasa exactamente igual, si es jovensu inexperiencia le lleva a situaciones temerarias, si es mayor porque piensa que lo que le queda de vida debe vivirlo a tope, si tiene mucho porque eso lo hará todo más fácil y si tiene poco porque no hay mucho que perder.

Las dos escenas finales ponen de manifiesto lo único que tienen en común, y es que los dos son sabios, que los dos están solos y que saben que hubo un momento en que los dos se reflejaron en los ojos del otro. No estoy haciendo un amañado reparto de papeles, no es ninguna censura. Ya sabía de ti, y me seducía tu personalidad. Me seduce. Eres el hombre de mi vida. Sí, ya sé, y ahora ¿qué?, pues es fácil, seguirás solo como siempre has estado, esta vez sin cadáver que estrangular. Eso sí, notarás algún tiempo que la soledad te crece como crece un vals, el mismo que ha empezado a sonar para mí. Qué historia tan extraña está siendo ésta. Estoy totalmente desconcertada, ningún sistema de ecuaciones me explica todo esto, mucho menos me lo resuelve; que mi razón no encuentre argumentos para despejar tanta incógnita no es lo más grave -aunque me intranquiliza mucho-, lo peor es esta sensación de vacío, esta tristeza recurrente y hasta ahora desconocida, que se ha convertido en mi sombra. Voy a llenar mi agenda de actividad, de obligaciones, de compromisos, no sé si para acabar de colmar el vaso con un colmo, que lo sea tanto, que me ayude a ver claro que sólo hay una cosa peor que estar contigo: estar sin ti; o para darle a la vida la oportunidad de distraer mi atención, de aliviar mi alma, de acallar esta frustración, no sé cómo ni con qué, pero como sea.

No sabes cuánto valor hace falta para decir, del todo sinceramente: ¡te quiero! y a la vez sustraerme a la posibilidad de materializar mis sueños, tú no te lo imaginas ni remotamente. No podrías hacer por mí, un acto tan solidario como la descripción del miedo, de la soledad que siento al leer alguanas novelas escritas por quienes han vivido el miedo y la soledad.

Te pediría un acto solidario como… no sé, decir algo que me consolara, algo con lo que sentirme acunada, quizá querida, como pude sentirlo el día del picnic (sí, eso es demasiado, deseada ¿tal vez1?, bueno, también vale); en fin…, déjalo, ya me las arreglaré yo sola. Por una vez en mi vida lamento no suscitar compasión, al parecer ese sentimiento es el síntoma de que estás enamorado cuando de una mujer de carne y hueso se trata, y tampoco, aunque el cartero siempre llama dos veces, me ha llegado ninguna carta -divina- que me eleve a los altares; lo de la carta ya es más que un síntoma de enamoramiento, toda una reglada declaración. Enamorarme de ti es lo más solitario que he hecho en mi vida.

Y se acerca la Navidad y el fin de año y el fin de siglo y el fin de milenio.

¡Felices fiestas!

Mantenía la última carta ante los ojos de la memoria cuando Yes, la mismísima Yes, se metía en el jardín de su casa de Vallvidrera, la recuperaba allí al cabo de veinte años desde una sonrisa que expresaba una conversación secreta consigo misma. Entre el primer beso, la primera oración compuesta rota por otro beso y la desnudez total en la cama aplazada durante tanto tiempo, apenas mediaron minutos, minutos más largos sin embargo que los minutos normales. Y fue ella la que tomó la iniciativa, dispuesta a demostrarse a sí misma de lo que era capaz, para quedar reflexiva pero sonriente mirando el techo, a veces a Carvalho, que no quería pensar nada, porque sobre todo sentía gratitud.

– Sería maravilloso. O todo o nada. Pero ¿te imaginas el todo? ¿No recuerdas las descripciones de la Glo ria? Decían que allí no habría necesidades, que nos bastaría con la contemplación de Dios. Día a día, todos los días. Tú y yo. ¿Qué más podemos necesitar?

La expresión de Yes parecía tan propicia como su cuerpo en cuclillas entre las sábanas. Le acariciaba la nuca con los dedos mientras hablaba y contemplaba el futuro que construía en su mente como si ya formara parte de la habitación.-Rompamos con todo. Yo estoy dispuesta a dejarlo todo. Ahora. Pídemelo ahora. Hoy. A las siete y diez, telefoneo a mi casa y les digo: No vuelvo. Es que lo haría. ¿Lo hago? No. No vuelvas a engañarme. No vuelvas a enviarme con otro a Katmandú.

– Aquel Katmandú ya no existe. Probablemente tampoco existía entonces.

– O todo o nada, José.

José era él, recuperado para un nombre que sólo su madre había usado desde el principio hasta el final de un insuficiente conocimiento. Jamás Pepe. José. José! La madre vestida. José. José! Ahora la madre desnuda que da de mamar a un hombre que ya es sobradamente responsable de su cara y de sus décadas. Le recordaba la secuencia final de Las uvas de la ira de Steinbeck, cuando la joven con los pechos llenos de leche da de mamar a un pobre viejo moribundo muerto de hambre. O todo o nada. Recomponer su vida desde el amanecer hasta el anochecer durante los años que le quedaran, obligado a una capacidad de autoengaño que le ayudara en los momentos de terror, cuando el espejo le devolviera la imagen de su decrepitud y los médicos le acorralaran como sólo se acorralan los cuerpos vencidos y a la espera de la puntilla y el lo siento final. Demasiado auto-engaño necesario para cohabitar con su propia salud, esa catástrofe largamente anunciada que esperaba su gran oportunidad para destruirle y por fuera adoptar las cortesías suficientes como para atravesar los desiertos helados de una familia cercenada: mamá se ha ido con un anciano borde huelebraguetas y ahora quiere que pasemos la Navidad juntos. La Navidad junto a unos muchachos heridos hasta la crueldad y el odio. Ella sometida a la felicidad temporal de gozar sólo con la presencia de Carvalho y Biscuter, tal vez de Fuster, ni siquiera de la de Charo, a la que sin duda no volvería a ver. Para Yes poco cielo para tanta eternidad, porque tal vez ni siquiera el vértigo de la felicidad precipitara la muerte de Carvalho, al contrario, le alargara la no vida hasta convertirlo en un amante insoportable y sin embargo soportado. Lo que peor se arruga es el sexo y el carisma. Se arruga tanto el carisma de los viejos que o se vuelven horrorosos para sí mismos o invisibles para los demás. Y no me digas que el amor lo puede todo y que bastaría la dicha de ocupar un único ámbito, como se ocupa la mismidad, porque la literatura te ha hecho fuerte, Yes, hablas con propiedad, pero no posees las palabras. Las palabras siempre nos poseen, Yes. Una mañana, al cabo de tres meses, un año, dos, sumarías las pérdidas y los beneficios y juzgarías si yo había conseguido sustituir la nada por el todo amenazado. Descubrirías que vives junto a un hombre sin jubilación y sin fondo de pensiones, sin oficio ni beneficio, al que no se le levanta cuando es necesario y que un día u otro iba a necesitar una sonda para orinar sin molestar a los demás, y ese día no te parecerían misteriosos sus silencios sino idiotas y no succionarías sus palabras babosas con la pajita del gozador lento, sino que te las borrarías de las orejas como una sustancia pegajosa que no te deja oír lo que quieres oír. Si tuviera mucho dinero, Yes, me compraría una enorme residencia, nos rodearíamos de criados que me ayudaran a envejecer y que no fuera una carga para ti. Incluso tendría ascensores desde la cama a la piscina cubierta, donde los masajistas activarían la circulación de mi mala sangre y silla de ruedas con chips inteligentísimos que me darían las papillas con una paciencia de condenadas de la tierra obligadas a cuidar ancianos ricos y me limpiarían el culo cuando ya fuera incapaz de contener mis esfínteres, al tiempo que emitirían alguna melodía de prestigio pero pegadiza, algo de Brahms, por ejemplo, el leit motiv de Aimez-vous Brahms? ¿A cuántos viejos cagados has visto, Yes? Pasado un tiempo, cuando se consumara mi decadencia, te dejaría tener algún amante joven y discreto, algo así como un nieto incestuoso, recuerdo el cine de los años sesenta cuando los directores de vanguardia experimentaban con los límites de la conducta y estos problemas eran habituales, con mucho contrapunto, mucho contexto, mucho silencio. Yo podría asumir el papel de John Gielgud en Providence, un inteligentísimo anciano que se muere de cáncer de culo mientras bebe los mejores vinos blancos y las mujeres aún se sienten atraídas por su capacidad de recordar y de asociar el recuerdo con la vida, como si eso fuera vivir y no dejar migajas de memoria muerta para los pájaros más ávidos o los más ateridos o los más obligados a escucharte. Pero ni siquiera me ganaré la vida cuando se me sequen las neuronas de detective privado.

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