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«Recordé mis juegos adolescentes con Regina, cumplidos en todo salvo en la consumación, sólo que no era Ana, como antes Regina, quien me prohibía la entrada, sino mi propio cuerpo traidor, abstinente de sus deseos. Cuando Ana entendió lo que pasaba y lo que seguiría pasando, había obtenido ya varias cosas y estaba igualmente llena de mí, feliz con su abogado desnudo en la cama. "Así me gusta más", dijo al fin, jugando con mi inquilino dormido. "Humilde es como un conejito. Despierto será un abogado trapacero. Me gusta el conejito, cómo no", y siguió jugueteando con mi afrenta.

»A1 terminar la comida fui a refugiarme en los brazos de Carlota. Llegué como un damnificado, pero salí como un campeón con la corona reparada. "Lo que necesitas es un poco de mar", me dijo Ana Segovia por el teléfono, al día siguiente. "Yo sé de un lugar perfecto para eso. Te invito si quieres, pero tú pagas con tus ingresos de dudosa procedencia." Me llevó al mar entonces por primera vez. El mar era desde niña su pasión y su fantasía. Una pasión correspondida, porque el mar la mejoraba hasta la perfección, doraba su cuerpo, encendía su mirada, limpiaba sus malos humores. Fueron tres grandes días de mar y de Ana, una primera luna de miel. "Como todos los abogados mañosos, no mostraste tus cartas a la primera", dijo Ana aludiendo a mi desastroso debut y a la razonable segunda vuelta de nuestro contacto. Nada que ver con los incendios de Carlota o con las pertenencias melancólicas de Regina. En Ana había una naturalidad física que añadía transparencia y alegría al amor, aunque le quitara, lo entendí con el tiempo, perversión y misterio. La transparencia y la alegría eran mis necesidades entonces. Tenía urgencia de un amor abierto, sin las sombras de la clandestinidad de Carlota o el destino de amor irregular de Regina. Por una razón o la otra, con ambas era imposible constituir la pareja normal que yo buscaba, la pareja abierta, gozosa y rutinaria, quiero decir: gozosa de sus rutinas, rutinaria de sus goces.

»Decidí casarme con Ana Segovia y terminar con las otras. Me costó un año cumplir esa sencilla decisión. De Carlota no podía apartarme, como quien no puede apartarse del cigarrillo o el alcohol. Era mi placer y mi enfermedad, mi adicción y mi olvido. Con Regina parecía más fácil terminar, decirle, como ella me había dicho una vez, que las cosas habían cambiado y yo iba a tomar otro camino. Nuestra relación era estable en su estilo de rachas. Regina venía cuatro noches seguidas y se apartaba una semana, a veces dos. Su reaparición inesperada tenía el carácter de un inicio y hasta de una reconciliación. Por eso era difícil decirle, al final de esos reencuentros, que las cosas habían terminado: parecía un contrasentido reconciliarse y terminar. Mientras tanto, vivía mi fiesta aparte con Ana, me llenaba de ella y de una paz extraña, la extraña paz de la normalidad. En los valles de aquella paz, cuando todo parecía saciado y en orden, yo corría sin embargo en busca del frenesí de Carlota y me perdía en ella como el

goloso que rompe la dieta. Salía de los brazos de Carlota jurándome que había sido esa la última vez y vivía con esa cura dentro de mí, la cura de haberme hartado, hasta que la paz de Ana me regresaba al campo de batalla de Carlota. Pude terminar, sin embargo, con Carlota Besares. Fue en la época que gané mi primer pleito grande como abogado, el pleito que hizo mi fortuna y mi fama de conservador, de la que no me he repuesto, ni me repondré, aunque mi triunfo abogadil fuese en servicio de gente rica y gente pobre por igual. Le gané al gobierno una expropiación mal hecha de quinientas mil hectáreas de bosque en el occidente del país. La quinta parte de la expropiación era de una compañía canadiense, la cual desató el pleito y contrató mis servicios. El resto del bosque sustraído era de las comunidades lugareñas. La compañía recibió una indemnización cuantiosa y las comunidades recobraron sus tierras. Yo gané dos veces lo que había heredado y una campaña de prensa venida del gobierno, llamándome en dosis iguales reaccionario y lacayo de intereses extranjeros. Hace cuarenta años de aquello y sigo oyendo en periodistas y periódicos ecos de esa historia. La verdad es que el gobernador en funciones quería traficar los bosques con una empresa norteamericana, rival de la que yo defendí, y convenció al presidente de que expropiarlos era un asunto de utilidad pública y orgullo nacional. No era sino una aberración jurídica que la Suprema Corte reconoció en favor de mi cliente. Envalentonado por aquella victoria, como si su consumación sellara mi mayoría de edad, le conté a Carlota la situación con Ana, mis propósitos de fidelidad y matrimonio. Le conté aquellas cosas, que la excluían, como a una vieja amiga. Me dijo, como una vieja amiga, confiada en sus armas y en mis debilidades: "Irás y volverás. Sólo conserva esto en tu cabecita de marido fiel: de mí puedes ir y volver cuando quieras. Te has ganado ese privilegio, aunque me lo niegues a mí." Había pasado casi un año desde mi encuentro con Ana Segovia y hacíamos planes para nuestra boda. Luego de hablar con Carlota, me dispuse a hacerlo con Regina. Regina tenía conmigo una adicción pendular semejante a la que me ataba a Carlota: recaía a su pesar. Yo adivinaba en sus empeñosas ausencias que mi decisión de separarnos podía aliviarla de su propia duda. Un día, al final de una noche reincidente, mientras yo buscaba las palabras justas para anunciarle nuestra ruptura, ella las dijo sin cuidarse demasiado. Fue una repetición exacta de nuestra primera ruptura, ¿es decir, de mi primera pérdida de Regina. Me dijo que había encontrado a otro hombre y que no tenía dudas sobre su pertenencia a él. No quería herirme, dijo, pero añadió lo más doloroso: "Has sido siempre la antesala de mi dicha." Salió corriendo después tras el otro, como la primera vez, y como la primera vez su ausencia fue una pérdida monumental porque la había decidido ella, hiriendo mi vanidad, burlando la revancha aplazada de terminar las cosas yo. En cuestiones de amor alguien anda siempre corto y alguien largo. Aun cuando fuese yo quien quería separarme de Regina, ella era siempre la que andaba corta en nuestros amores y yo largo. Ella quería siempre menos y yo más, incluso en el momento en que iba a decirle que no quería seguir con ella. Incluso entonces, ella tuvo la opción de cancelar la herida que yo podía infligirle. Su decisión sepultó la mía y la puso de nuevo tan lejos de mi voluntad como había estado siempre. Apenas pude disfrazar los impactos depresivos de aquella ruptura. Como explicación de mi tristeza, inventé para consumo de Ana frustraciones historiográficas y derrotas profesionales. Todo fue tolerable, sin embargo, y la vida siguió.

»Al momento de casarnos, Ana Segovia era una muchacha fresca, historiadora sacrílega del arte, perfecta diría yo, sexual y doméstica, inagotable conversadora, inagotable contempladora. Estuvimos casados doce años, aunque sólo vivimos juntos ocho, los más apacibles y prolíficos de mi vida. Escribí entonces la tercera parte de los libros que he escrito, no los mejores pero sí los más fluidos y serenos en su elaboración. Un día enfermé. Fui al médico y decidieron que debían operarme. Dados los síntomas, dijeron, debía tener el estómago invadido de cáncer. Abrieron del esternón al ombligo: quince centímetros de herida. Pero no encontraron nada, salvo lo que yo tenía: aquel deseo bárbaro de enfermedad, nacido de la más saludable época de mi vida. Algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la trasgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco. La bestia cobra su revancha, mata lo sano para abrirse paso. Durante mis años de exigente fidelidad yo había reincidido en Carlota, tal como ella anticipó. Pero lo había hecho sin el gozo corsario de antes, con culpa de marido enamorado y fiel. Había obtenido de Carlota más burlas que placer y un castigo cuyos rigores había olvidado: la exhibición por ella misma de sus otros amores. Tenía un acompañante de planta, un bailarín que la llevaba de viaje en sus giras. Por su parte, Regina se había casado una segunda vez. Era tan feliz como yo, con la diferencia de que había sido prolífica en la misma época en que yo supe que no lo sería. Buscando reproducirme en Ana Segovia, supe por los doctores que era estéril. Fui infértil. La naturaleza decidió que algo en mí no debía reproducirse. Salvo Carlota, todas mis mujeres tuvieron hijos, algunas más desdichadamente que otras. Ya dije que Regina volvió a mí, luego del duelo por la muerte de su hijo niño. Se fue de mí por segunda vez rumbo a un hogar prolífico, semejante a su propia casa, llena de hijos. Durante los años que estuve casado con Ana Segovia, Regina parió en escalera con su nuevo marido, un hombre diáfano y próspero que la hizo feliz, la reparó con creces de su pérdida materna, le dio una buena vida y una casa abundante. Pero algo había melancólico y aventurero en ella; luego de consolarse con aquellas plenitudes, algún hueco se reabría en su ánimo y volvía a buscarme, nos teníamos otra vez, esporádicamente como antes, pero marcados, yo más que ella, por la culpa de nuestra propia imperfección como pareja de otros.

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