Литмир - Электронная Библиотека
A
A

»Un día, al salir de casa rumbo al archivo, Ana me preguntó si vendría a comer para prepararme lo que me gustaba. Me han gustado siempre los hongos y en particular los huitlacoches. Le dije que me hiciera una sopa de huitlacoche y subí al tranvía. Me había retirado del despacho, dedicaba mi tiempo íntegramente a la historia y su enseñanza. Tenía tiempo y calma, las mejores cosas que hay que tener en la vida, aunque se viva poco y la vida transcurra a toda prisa. La ciudad de entonces ayudaba a estas cosas, que hoy se antojan imposibles. Entonces la vida de uno cambiaba literalmente durante un viaje en tranvía. Yo iba irritado aquella mañana, durante todo el viaje en tranvía, con el recuerdo de los huitlacoches y la solicitud de Ana, mi maravillosa primera mujer. Cuando llegué al centro, al Archivo de la Nación, que estaba entonces en la planta más miserable de Palacio Nacional, el mismo lugar donde había conocido a Ana años atrás, decidí que debía separarme de esa felicidad de tiempo completo que fue mi único matrimonio. Tardé meses todavía en separarme y aquella tardanza cobró sus réditos. Me separé de Ana odiándola, sintiendo vergüenza de haber vivido con ella. Como si otro, un ser despreciable, ciego o tonto la hubiera tenido, y no yo. La borré por completo de mi vida, de mi memoria, hasta de mi odio. Y acaso de ese odio vino la historia de mi cuarta mujer que le contaré otro día, porque una vez más he hablado mucho. Usted debe volver al periódico y yo a mis libros.»

– Debo detenerme un poco en los años que viví con Ana -pidió Adriano al mediar nuestra siguiente comida, cuando reanudó su narración-. Fueron años de consolidación profesional. En esos años gané más de lo que debía ganar como abogado litigante hasta formar un patrimonio considerablemente superior al que recibí de mis padres. No deja de ser extraño que en un país donde la ley está sujeta a todo género de manipulaciones, pueda ganarse una fortuna como abogado apegándose estrictamente a la ley, a la exigencia rigurosa de su cumplimiento. Cuando juzgué que había ganado suficiente, empecé a ejercer la abogacía por un criterio, digamos, de extranjería. O, si usted lo prefiere, de extravagancia. Sólo asumí casos que era difícil o imposible ganar, en particular los que tenían que ver con procedimientos leoninos del Estado. Por ejemplo, la constitución exige a los patrones que den segundad médica a sus trabajadores. Como tantas cosas utópicas de nuestra constitución, esa era también letra muerta. El gobierno creó entonces una red de hospitales de seguridad social cuyo reglamento estableció que debían afiliarse a ella obligatoriamente todos los trabajadores y las empresas que los emplean. Pero el mandato constitucional no era de afiliación forzosa a una red de seguridad social del gobierno, según un reglamento monopólico y leonino, sino que cada centro de trabajo diera seguridad a sus empleados, por los medios que fuera. Tardé doce años en que la Suprema Corte aceptara que la obligación constitucional debía cumplirse por cualquier medio y no, obligatoriamente, por el ingreso a la red de hospitales del gobierno. Litigando ese pleito al primer año de casado, conocí en los tribunales a María Angélica Navarro. Era abogada como yo, litigaba unos enredados pleitos de sucesión y propiedad. Era también historiadora o empezaba a serlo, pero eso no lo supe sino tiempo después, cuando me topé en mis indagaciones con una monografía suya de aquel tiempo, tan desconocida como fundadora, sobre las divisiones territoriales del país. Era una joya de humor y erudición sobre los sucesivos caprichos que habían puesto fronteras a través de los siglos a nuestras enconadas patrias chicas. El estado donde yo nací, por ejemplo, en el norte de México, al que me sentía pertenecer como a una entidad subsistente, casi eterna, había sido constituido en sus linderos por la discordia de un virrey novo hispano con un gremio de comerciantes locales a los que les trazó una frontera artificial para obligarlos a pagar una alcabala, un impuesto territorial de la época. De aquella arbitrariedad venía el perímetro de mi estado, querido para mí como una foto vieja de familia.

«María Angélica era morena y basta de facciones, tenía la nariz abollada, los labios finos, los pelos descuidados un tanto varonilmente, lo mismo que el atuendo. Me abordó al salir del juzgado. "Tú no me conoces, pero yo a ti sí porque soy amiga de Ana, tu mujer." No había escuchado de Ana una palabra de su amiga, ni la había visto jamás por la casa. Cuando le pregunté, Ana me dio una explicación notable. Dijo: "No sabes nada de María Angélica Navarro porque es la mujer ideal para ti. No quiero que te cruces con ella, porque si la conoces vas a terminar envuelto en sus redes. Esas redes ni siquiera están tendidas para ti, simplemente son las que te acomodan, y como los hombres son antes que nada unos comodinos, caerás tarde o temprano en las redes de mi amiga María Angélica. Tiene todo lo que tú necesitas. De modo que te prohíbo todo trato con María Angélica Navarro, mi amiga del alma. Ella sería incapaz de hacerme una guarrada y tú también. Pero los dos son abogados y no es cosa de sus voluntades de ustedes, sino de que están hechos uno para el otro y no me da la gana de que lo descubran nunca, al menos no por mi conducto." "¿Tú te has fijado bien lo fea que es tu amiga?", pregunté. "Fea, de ningún modo", respondió Ana. "A lo mejor mal envuelta y mal peinada. Tiene unas piernas de campeonato y una cara de pervertida francesa que ha vuelto loco a más de uno. A su paso, te lo digo, van cayendo los galanes. Y cuando habla, brilla." "Quiero decir fea comparada contigo", precisé. "Yo no me comparo con María Angélica en nada porque, salvo en eso que tú dices, salgo perdiendo en todo lo demás. Y no me pidas que la invite a cenar, porque eso ya será la prueba de que te hizo mella." "Invítala a cenar", le dije. "Tengo un candidato perfecto para ella". "¿Quieres jugar al casamentero de María Angélica Navarro?" "No. Quiero casar a Matute, mi asistente, al que le urge pacificarse o terminará alcohólico." Matute era mi asistente en la Universidad, un académico talentoso, seis años menor que yo, cuyo único límite era su vida solitaria y loca. Se la había ordenado por dos años una muchacha inglesa que lo acogió de planta en su departamento mientras hizo sus investigaciones en México. Matute floreció en el amor y el orden, pero cuando su mujer volvió a Inglaterra no se decidió a seguirla y volvió a la soledad y al desorden, con dosis crecientes de alcohol. "Necesito una mujer que vuelva a ordenarme la vida", me había dicho en aquellos días. "No puedo solo." Necesitaba en efecto una amante, una mamá y un policía. La posibilidad de juntarlos con ánimo casamentero le pareció divertida a Ana. Tuvimos buena mano. Cenaron en la casa, se divirtieron uno al otro, siguieron viéndose y al poco tiempo casaron. Fuimos testigos de su boda. Tuvieron dos hijos. Fuimos padrinos del primero. Matute dejó la Universidad al poco tiempo, en busca de mejores ingresos. Yo invité a María Angélica para que ocupara su lugar, lo cual dio inicio formal a nuestra colaboración académica y a nuestra frecuentación diaria. El amor nace del primer contacto o de la mucha frecuentación. Puede ser hijo de la chispa tanto como de la rutina. Mucho estar juntos abre tantas puertas como el primer contacto. Matute prosperó meteóricamente y su prosperidad lo indujo a cambiar de vida. Por la época en que yo fui hospitalizado en busca de aquel cáncer imaginario, Matute abandonó la casa de María Angélica, y María Angélica buscó refugio en nosotros. Penaba más por los niños que por ella, según dijo, porque Matute había sido un buen hombre pero no la pasión de su vida. Cuando me separé de Ana, María Angélica acudió en auxilio sentimental de su amiga, pero vino también a consolarme a mí. Me consoló multiplicando nuestro trabajo.

»Con cada una de mis mujeres escribí al menos un libro. Aburrí largamente a Carlota leyéndole la crónica de Bernal según mi restitución paleográfica y ofreciéndole mis comentarios cada vez que algo no le quedaba claro, del texto o de sus implicaciones. Alguien ha dicho que el espíritu de los tiempos es invisible para sus contemporáneos. Los contemporáneos están inmersos de tal modo en sus costumbres que no alcanzan a distinguir su historicidad. Les parece normal todo lo que les rodea, como si hubiera existido siempre. Lo mismo sucede con la historia antigua: hay que descifrar los valores implícitos que nadie menciona, que todos comparten, los supuestos invisibles de la época. Durante mis ocho años de matrimonio con Ana escribí muchos libros, la mitad de ellos en colaboración con María Angélica. Acaso el mejor de todos ellos sea el de la política del lenguaje del imperio español en América, la historia de la implantación del castellano en el Nuevo Mundo. Cuando me separé de Ana, sin embargo, al cumplir cuarenta y un años, emprendí con María Angélica el mayor de mis libros, mi alegato sobre las costumbres políticas del país y su larga supervivencia colonial. Ese es el libro que hice con María Angélica Navarro, como consta en la dedicatoria y en el prólogo. Ese es el libro que abrió nuestro amor.

10
{"b":"100507","o":1}