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– Le dieron diez años de cárcel- informó Adriano, como quien revela una infamia-. Sus esposas protestaron el fallo. Desconocían la existencia de las otras, dijeron no tener agravio contra él. Lo declararon buen esposo y buen padre. ¿Qué le parece? Veo cierta sorpresa monogámica en su cara.

– Sólo sorpresa -dije-. La monogamia es aparte.

– ¿Le sorprende el hecho que le cuento o mi interés en él?

– En realidad, las dos cosas -dije.

– ¿Le sorprenderá también que sienta una afinidad espiritual con Pastor Venegas? -preguntó Adriano.

– También. ¿Afinidad por qué?

– No por los treinta y nueve hijos -sonrió Adriano-, aunque eso ya es bastante. Pastor Venegas tiene seis primogénitos con su nombre, a su manera ha cumplido la fantasía masculina universal de engendrar por lo menos una de las tribus de Israel. Pero mi afinidad no va por el número de hijos, sino por el número de mujeres. Creo entender lo que pasa en su alma polígama. De algún modo somos almas gemelas.

– ¿Por qué presiente eso?

– Yo he sido un hombre de cinco mujeres -contestó Adriano, sonriendo de nuevo-. Cinco -repitió, mostrando la palma de la mano derecha, con los dedos abiertos-. Ni una menos, ni una más.

¿Puede creerme eso?

– ¿Cinco mujeres importantes en su vida?

– dije yo.

– No, no -dijo Adriano-. Cinco mujeres nada más. Ninguna más. Tuve algún trance de adolescencia en el burdel, otro en uno de esos congresos de historiadores. Otro más, hace unos años, por razones en verdad ajenas al amor o al deseo. Eso aparte, sólo cinco mujeres en mi vida, ni una más.

Sabrá usted, por sus propias experiencias, que una aritmética masculina es llevar la cuenta de las mujeres. Algún jugador profesional de básquetbol declaró que antes de cumplir cuarenta años había llevado a la cama a una diez mil mujeres. Yo, aparte de aquellos episodios fantasmales, sólo cinco. ¿Puede creer lo que le digo?

– Puedo -dije-. Me sobra voluntad.

– Soy el primero en entender que mi historia es increíble. Y sin embargo es cierta. No es una historia corta, aunque se trata sólo de cinco mujeres. Pero es interesante. Me lo digo ahora, al final de mi vida: la historia de tus mujeres es una historia interesante. En primer término porque no quise más: una más me hubiera abrumado, me hubiera quitado la posibilidad de las otras. Veo en su cara que no entiende o no me cree. Quizá si se lo cuento con cuidado, resolvamos las dos cosas.

– No hay nada que resolver -dije-. Si usted quiere contar una historia inverosímil, yo soy la gente adecuada para escucharla.

Adriano asintió complacido a mi retruécano amistoso.

– ¿Quiere oír esa historia? -preguntó.

– Naturalmente -dije yo.

– Por mi parte, yo quiero contarla -dijo Adriano-. Porque nunca podré escribirla. Algún día descubrirá usted que nadie puede escribir lo esencial de su vida. Puede escribir aproximaciones, pero lo fundamental sólo es posible hablarlo, echarlo como una botella sin destinatario al gran murmullo de los otros, el murmullo que es el mar de la verdad humana, donde todos hablan a la vez y nadie escucha bien lo que se dice. Si está usted dispuesto, hablamos lo que sigue la próxima vez. Ahora se ha hecho tarde, usted tiene que ir al periódico y yo a mis manuscritos, que me esperan en casa.

– ¿Qué es lo que sigue? -pregunté.

– Si tenemos que empezar por el principio -dijo Adriano-, lo que sigue es la historia de Regina Grediaga.

– De acuerdo -dije yo-. Regina Grediaga para nuestra próxima comida. ¿Quién fue Regina Grediaga?

– Sigue siendo -dijo Adriano. Y no dijo más.

En nuestra siguiente comida, Adriano no rozó siquiera el tema ofrecido. Se dedicó a inventariar sus dudas sobre el libro que escribía y a preguntarme detalles sobre el último escándalo nacional: la complicidad de un general del ejército con una banda de narcotraficantes. Un mes después, las cosas fueron distintas. Apenas probó su copa inaugural de vino blanco, regresó al tema diferido.

– Le hablé de mis cinco mujeres -dijo-. Y prometí contarle. Podemos empezar hoy, si le parece. Asentí y empezó:

– La primera en el tiempo se llamó Regina Grediaga -dijo, mirando a través del ventanal con los ojos entrecerrados.

Adriano tenía los ojos negros y pequeños, rodeados de ojeras, bien metidos en sus cuencas bajo unas cejas pobladas, tan canosas como su melena de león viejo y su bigote de anchas vías, subrayado en su blancura cenicienta por una línea amarilla de nicotina

– Ahora que recuerdo lo de antes y olvido lo de ayer -siguió Adriano-, puedo recordar, casi día por día, lo que hube con Regina. Por ejemplo, esto: yo decidí que me haría historiador mientras oía contar al padre de Regina, el coronel Grediaga, la forma en que su compañía tomó de madrugada una ciudad norteña. Por la noche hubo un baile de gala. Todavía se escuchaban tiros y cañoneos en los cerros vecinos. Mientras el coronel hablaba, yo veía jóvenes en casaquillas militares valsando con mujeres de vestidos entallados, escotes largos y abultadas crinolinas. Esa facha tuvo la historia para mí: una muchacha valsando con un joven coronel mientras se oían los cañones distantes de una batalla. Y esa fantasía de acentos heroicos anduvo siempre para mí, como un halo, tras el rostro de Regina Grediaga. Tenía los ojos más tristes y más radiantes que yo hubiera visto. Eran cafés tirando al amarillo y había en ellos un secreto de iniciada, como si viniera de regreso de los ritos inconfesables de un templo pagano. Con ella hubiera querido valsar una noche, con sus ojos mirándome desde el fondo secreto de la historia, al final de una batalla cuyos ecos todavía se oyeran a lo lejos, anticipando el tiroteo de nuestros propios cuerpos. Yo tenía dieciocho años cuando la conocí y ella dieciséis. Desde el primer día su mirada tuvo un manto de misterio: la promesa de una sabiduría oculta, la posibilidad de una entrega sin cortapisas. Yo era un huérfano veterano, porque mis padres murieron antes de que cumpliera diez años. Había ese hueco enorme, aunque bien guardado en mí, el hueco que ocupó con su mirada Regina Grediaga cuando entré a su casa por primera vez.

«Desde la muerte de mis padres, yo viví con mi tía Águeda, hermana mayor de mi padre, en su casona helada del barrio de Mixcoac. La casa tenía un jardín que crecía en el traspatio como una selva, sin poda ni atención. La hierba había devorado un huerto de naranjas y secado una rosaleda, de una de cuyas matas seguía brotando sin embargo, año con año, una perfecta rosa amarilla. La maleza había cubierto también el brocal de un pozo ciego. Yo solía escalar el pozo bajando con una cuerda por sus paredes sólo para vencer el horror que subía conforme me acercaba a su fondo húmedo, maloliente, mineral. Vivía con mi tía Águeda los fines de semana. En realidad mi casa era el internado militar donde entré al terminar la escuela primaria, poco después de la muerte de mis padres. Entre las virtudes de mi tía Águeda, no se contaba el calor de hogar. Mi tía era como su casa, helada, sólida y espaciosa. Tenía el corazón encogido pero la cabeza abierta y el ánimo independiente. Descuidaba mis tristezas y mis melancolías pero era la patrona de mi libertad y mis audacias. No tenía objeción si los fines de semana, en lugar de ir a su casa, me quedaba en el colegio para ir de campamento con los oficiales solteros o de invitado a la casa de algún amigo. Antonio Grediaga, hermano de Regina, fue mi novato en el tercer año de la secundaria, lo que quiere decir, en las prácticas bárbaras de la escuela militarizada, que era el esclavo de los caprichos y las ocurrencias que yo pudiera tener. A mí me habían tratado bien como novato y traté bien a los míos, en particular a Grediaga. Grediaga tenía el don de caer de pie en todas partes. Lo gobernaban el buen humor y un estado de alerta continuo ante las necesidades prácticas de los demás, lo cual terminaba volviéndolo imprescindible. Odiaba la escuela militarizada aunque era hijo de militar, o precisamente por eso, pero se adaptaba a sus estúpidos rigores mejor que quienes se soñaban generales antes de tener el grado de cadete.

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