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»Mi ruptura con Ana Segovia fue traumática porque fue repentina. De un día para otro decidí romper, como en un guiso que pasa súbitamente de lo cocido a lo quemado. Descubrí después, leyendo manuales sobre las crisis de la mediana edad, que aquella ruptura insólita está lejos de ser original. Se repite, con variantes menores, en una increíble cantidad de casos, lo mismo que las personas que salen un día de casa y no vuelven más, los radicales que se vuelven conservadores y los heterosexuales que asumen su condición homosexual. El hecho es que un día, al terminar nuestro almuerzo, le dije a Ana Segovia que iba a irme de la casa esa misma tarde. Por la noche estaba metiendo mis cosas en un hotel viejo del centro de la ciudad. Siempre me ha fascinado el centro colonial de la ciudad, pese a su desarreglo y a sus malos olores de ciudad vieja, con drenajes podridos por el tiempo. Incluso esos olores me entusiasman, son prueba tangible de que el tiempo ha transcurrido ahí, puede olerse su materia corruptible, propiamente humana, que no se ha evaporado del todo como en el Coliseo o en las pirámides mayas. Lo vivido tiene ahí una densidad física, igual en las calles que en los viejos palacios ennegrecidos o en los vecindarios descascarados por cuyas paredes escurren aguas y miasmas. No importa, yo siento tras todo eso la evidencia de la historia, la prueba de que no he invertido mis años en la averiguación de un mundo imaginario sino en algo que existió y que una mirada atenta puede recobrar de la muerte. Voy por esas calles del centro acompañado de lo que he leído sobre aquellas épocas, como en medio de un cortejo de sombras, lleno de murmullos como si me hablaran los fantasmas, los espíritus de otro tiempo, el tiempo mismo. El hecho es que cambié la cercanía conyugal de Ana por esa compañía tumultuosa. La dejé viviendo en mi casa del sur, que luego le heredé, y me fui a pasear al tiempo detenido del centro. Ana tardó años en aceptar y más años en entender mi decisión. Como le he dicho, nuestra vida transcurría en una placidez de remanso, agitado sólo por el espíritu festivo y los raptos iconoclastas de Ana, aquellos que habían sido mi fascinación y ahora eran mi tedio. Nada visible turbaba la superficie de aquella tranquilidad. Ana creyó al principio que mi partida era un malentendido o una broma. Las primeras embajadas de María Angélica en nombre de Ana fueron para transmitirme sus peticiones de que suspendiera el juego, recapacitara y volviera a casa. Como casi siempre que la ansiedad o la adrenalina saltaban sus niveles habituales, yo había recaído en Carlota. Su frecuentación era un bálsamo pero también un tóxico, aguzaba la urgencia de mis deseos y la desfachatez de mis atrevimientos. Era diez años mayor que yo, de modo que para el momento en que me separé de Ana, Carlota había cruzado los cincuenta. La familiaridad activa de su cuerpo, sin embargo, el pulso eléctrico de sus amores me rejuveneció en aquellos tiempos como una transfusión. Puso en mí un vapor de omnipotencia, cierta alegría gratuita, cierto descaro para vivir, pensar, actuar. Regresé una noche a mi hotel con esos ánimos altos. María Angélica esperaba en el lobby para repetirme las peticiones de Ana. Al final de uno de sus parlamentos, mientras tomábamos un gin amp;tonic en el bar, la miré fijamente y salté la cerca. "Te he dicho ya que no quiero volver. Te pregunto: ¿tú quieres que yo vuelva con Ana?" María Angélica era una mujer morena, tenía un rostro de cierta dureza impasible. La vi sonrojarse como si fuera albina y bajar los ojos con pena de monja. Aun así, cuando levantó la cabeza para mirarme, el sonrojo y la pena se habían ido. Me encaró con una mirada clara en la que había liberación y alivio, si no es que llanamente felicidad. "No", dijo. "No quiero que regreses con Ana." Se acercó entonces a mi asiento y me besó en la boca. Todavía recuerdo la humedad de sus labios, unos labios finos que me envolvieron al besarme con una succión perfecta, sellando toda fuga de aire, abriendo un conducto hermético y total hacia ella donde bailaba de cuando en cuando, como en una escala de Mozart, su lengua rápida y juguetona. La idea de que los hombres conquistan a las mujeres es, por lo menos, una simplificación. Algunos sí, desde luego, pero la mayoría somos conquistados, elegidos por las mujeres. Para halagarme, pero con el fondo de verdad que había en todas sus cosas, María Angélica me dijo aquella noche que había decidido enredarse conmigo desde el día en que me conoció. No había hecho otra cosa, pienso ahora, que construir con toda paciencia, no digo premeditación, el terreno de nuestro encuentro. Luego de besarnos en el bar, me dijo: "Tú entiendes que esto no puede empezar en estos días, durante la convalecencia de Ana por tu partida. ¿Entiendes que debemos esperar?" "Entiendo", le dije, pensando que el siguiente gin amp;tonic cambiaría la posición. Pero no cambió. "Tengo vergüenza y culpa", me dijo María Angélica al despedirse. "Y estoy llena de dicha. ¿Alguien puede entender a las mujeres? ¿Con qué cara voy a mostrármele a Ana diciéndole que estoy feliz porque me quiero quedar con su marido?" "¿Te quieres quedar con el marido de Ana? Yo ya no soy su marido", recordé. "Lo eres legal y moralmente", dijo María Angélica. "No puedes ser tan duro con Ana. No ha hecho sino vivir para ti." "Nadie vive para otro", dije con súbito encono, el encono, supongo, de quien quiere enterrar su culpa. "Nadie redime a otro, nadie le debe a otro la vida ni la infelicidad. Y nadie tiene derecho a exigir de otro un pago por los esfuerzos que hizo en su favor. Pero no es eso lo que te estoy preguntando. Mi pregunta fue si te quieres quedar conmigo." "Quiero", dijo. "Pero la culpa traba mis ganas." "O tienes mucha culpa o tienes pocas ganas", dije yo. "Pocas ganas, no", dijo ella con su mirada de morena desvelada dispuesta a todas las caídas. Seguí ese camino argumental que parecía prometedor, pero no pude convencerla de que se quedara.

«Entendí, al paso de los días, que María Angélica guardaba la cara frente a sí misma y frente a mí, más que frente a Ana. En materia de afectos las mujeres son más implacables que los hombres, quieren lo que quieren y avanzan hacia eso con claridad. Aunque guarden las formas y hagan vericuetos, en su corazón hay menos dudas que en el nuestro. El hecho es que María Angélica no entró amorosamente a mi vida sino hasta que mi ruptura con Ana adquirió la forma de una demanda de divorcio. Le cedí la casa a Ana, más una cantidad suficiente para garantizar su estabilidad económica, pero reservé para mí la biblioteca, que había ido comprando libro a libro, incluido algún incunable y algún códice raro. Al momento de separarme, Ana tenía treinta y tres años. Salpicada por el dolor de nuestra separación, estaba en el cenit de su belleza. Podía apreciar eso, verla brillar incluso en el mal humor de nuestras juntas de avenencia para el divorcio, y al mismo tiempo no sólo no tenía un impulso de atracción hacia ella sino cierta alergia, que con el tiempo se volvió ojeriza. La primera audiencia de aquellos protocolos liberó a María Angélica de sus compromisos sentimentales. Como buena abogada, tenía algo de rigidez formal en su espíritu y algo también de litigante obsesiva, dispuesta a limpiar hasta el final un expediente manchado por su negligencia. Cumplidos los trámites, que tardaron unos meses, María Angélica se me dio finalmente con una intensidad de nuevo amor que no había pasado por mí en los últimos años. Había gozado hasta extenuar la belleza de Ana Segovia y frecuentado los brazos siempre intensos de Carlota Besares. En aquellos años de matrimonio apacible, que coincidieron con los prolíficos del suyo, Regina Grediaga había hecho sus escapadas en mi busca. Yo la había acogido sin titubear, como se recoge a una amiga de infancia o a una camarada de juergas olvidadas. Aquellas reincidencias eran novedades amorosas relativas, no propiamente aventuras nuevas. No tengo queja de la novedad sucesiva de mis mujeres.

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