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Salvo con Ana, la rutina no gastó nunca nuestros amores ni empañó el brillo de encontrarnos cada vez con la urgencia de los amantes iniciales. Eso puedo decir: salvo las excepciones inevitables, siempre fui a las mujeres que hicieron mi vida como a una fiesta, nunca por obligación o rutina. Eso puedo decir sin alardear: he frecuentado menos lechos que otros, soy dueño de una estadística comparativamente exigua pero cuyos altos registros amorosos presumo difíciles de alcanzar.

»Para mudar mi biblioteca de casa de Ana, compré una casona en el barrio que los ricos de fin del siglo XIX desarrollaron a cuenta de sus ilusiones arquitectónicas francesas, deudoras de la nostalgia de París y la ambición de lujo cosmopolita en una sociedad provinciana de rentas rurales. Las casas que se construyeron bajo el molde de aquella ilusión fueron sin embargo memorables y, cuando yo compré, baratas. Los nuevos arribistas cosechamos aquellas glorias por pocos centavos. La mía fue una casa de tres plantas frente a una plazoleta que tenía en el centro una reproducción del David de Miguel Ángel. La casa estaba a unas calles del departamento, también señorial, frente a otro parque, donde vivía María Angélica con sus hijos, a quienes Matute, mi exayudante, aportaba una pensión generosa. Cuando empezaron nuestros amores, el hijo varón de María Angélica, mi ahijado, iba a dejar de ser niño, empezaba a ser mi pequeño rival por su madre. La niña, de seis años, fue mi adoración o mi muñeca, como usted prefiera. Los hombres jugamos a las muñecas con nuestras hijas, del mismo modo que ellas juegan a tener una familia adulta con sus muñecas. Cada quien vivió en su lugar, no quise reincidir en la vida conyugal de la que venía corriendo. María Angélica había visto el alto precio de la situación y no alcanzó siquiera a proponerla como posibilidad. Gocé aquella nueva soltería como un perro doméstico soltado en el prado libre. Descubrí al paso de mis días la cantidad de mañas placenteras que había ido quitando de mi vida diaria, mañas difíciles de compartir que necesitan anuencia de la pareja y son la dicha autárquica del solitario. Por ejemplo, leer, tomar café y fumar en la cama antes de levantarme; en días de asueto, no salir de aquel reino perezoso, propicio a la inspiración, pedagógico sobre la índole ociosa, fundamentalmente inútil de la vida.

»No tuve con ninguna de mis mujeres un arreglo tan funcional como el que rigió mis tratos con María Angélica. Ana había tenido razón, su amiga era en muchos sentidos la mujer ideal para mí. Me acompañó intelectualmente como ninguna de las otras, fue como nadie exigente testigo del desarrollo de mis libros, y yo de los suyos. Era diligente como investigadora donde yo era perezoso, cuidadosa de los detalles donde yo me perdía en generalizaciones, manejaba mi vida sin proponérselo y era mi pareja sin abrumarme. Era la antípoda de Ana, no había en ella nada externo que brillara de un modo natural o involuntario. Como en las buenas vetas de las grandes minas, había que cavar bajo su apariencia, penetrar la superficie para encontrar las riquezas. Por ejemplo, era infinitamente mejor desnuda que vestida. Leyendo alguna diatriba de Hamlet contra las mujeres que reciben una cara de la naturaleza y se hacen otra con afeites y artificios, María Angélica había decidido desde muy joven ostentar una pobre indumentaria, ocultarse bajo ropas flojas y zapatones desangelados, llevar el pelo al aire tal como brotaba de su cabeza redonda, sin someterlo a peine o peluqueros salvo cuando la proliferación selvática de la cabellera empezaba a atraer las miradas, justamente lo que su cuidado desaliño quería evitar. No obstante, apenas se pasaba la barrera franciscana de su facha, aparecía una mujer sorprendente de lujos físicos. Bajo los gruesos lentes de carey, capaces de afear cualquier rostro, una mirada atenta descubría de inmediato dos ojos grandes, de un extraño color agrisado que sólo encendía sus tonos invitadores a la luz del día. Bajo los frecuentes vestidos sin talle, de tirantes y petos de uniforme escolar, había dos pechos grandes y un talle esbelto avaramente escondido por los atuendos de monja. Bajo las faldas amplias que se empeñaban en no entallar las formas, había una abundancia de escultura griega, con lo que quiero sugerir aquellas redondeces que la tiranía de la flacura andrógina ha separado del gusto moderno. Supe de aquellos tesoros ocultos la noche que celebramos el fin de mi libro sobre las inercias políticas coloniales del país. Había tardado cuatro años en dar a luz un librito de escasas ciento cincuenta páginas donde había destilado lecturas enciclopédicas y una visión original, creo, la única que pude tener en el curso de una vida que ha producido demasiados libros. Sólo ese, sin embargo, el de las inercias en la historia y en nuestra historia, acaso merezca perdurar por su enjundia juvenil y su serenidad adulta, por su elegancia enciclopédica y su nitidez analítica, aunque no por su estilo, pienso, que hubiera podido ser más diáfano, menos filosófico. Quizá valoro de más aquel libro por el hecho de que su terminación quedó unido a la memoria de mi primera noche tumultuosa con María Angélica Navarro. Brindamos en mi casa a solas el día que llegaron los primeros ejemplares de la imprenta, disfrutamos ahí mismo de una cena que, como era mi manía, mandé pedir de un restaurante amigable. Luego vino la noche, que fue nuestro día, el mejor de todos los que tuvimos juntos, tal como resplandece todavía hoy en mi memoria.

»En los meses de mi trámite de divorcio, mi vida se había complicado, como dije, por mi regreso a Carlota y por las escapadas de Regina Grediaga que venía a mí huyendo de su mundo doméstico. Regina combatía con nuestros encuentros rejuvenecedores, las primeras evidencias de su edad delgada, elegante, pálida, en cierto modo intemporal, marcada siempre por sus modos de muchacha. Pero había incurrido ya en su primera cirugía para desvanecer arrugas en los párpados y suavizar la línea, muy tenue pero insoportable para ella, que caía del pie de las aletillas de la nariz a la comisura rosada de sus labios. Habíamos encontrado al fin la confianza de los amantes habituales sin habernos vuelto habituales. Sus reapariciones no tenían otra regularidad que la de sus deseos, a veces menos que eso, el solo gusto de vernos y hablar, o el morbo de que le contara los entretelones de alguna trifulca cultural o alguna polémica periodística que, contra mi deseo o mi propósito explícito, han llamado sin embargo, año tras año, mi atención. La irregularidad de las apariciones de Regina con su aura de fetiche de la adolescencia, mantenía intacta mi atracción por ella, lejos del hartazgo, el desamor o el tedio. Por aquellos tiempos Carlota me anunció que viviría un año en Suiza bajo lo que ahora sé fue el intento de fincarse como pareja con un pretendiente austriaco, mayor que ella. Decidí entonces suspender su búsqueda y rehusarme también a las solicitaciones de Regina para concentrar mis afanes en María Angélica, la mujer con quien había trabajado hombro a hombro durante casi ocho años y a la que descubría apenas en toda la plenitud de sus encantos. Fuimos felices y fieles, independientes y autónomos. Tanto, que me es difícil concebir ahora cómo aquel acuerdo culminante de mi vida amorosa desembocó en la fiesta abierta que siguió. Era un hombre feliz, saciado física y mentalmente. La fiesta sin embargo vino a mí con el poder incontestable del azar, que es el sentido mismo de la vida.»Pero eso quiero contárselo después, porque es un asunto largo. Ahora quisiera escuchar de usted algo sobre las cosas del día.»

Le hablé del informe publicado esa semana que atribuía la muerte de un candidato presidencial a la acción de un asesino solitario.

– ¿Ha leído usted el informe completo? -me

preguntó Adriano.

– Sí.

– ¿Le parece verosímil?

– No.

– La verdad tiende a ser inverosímil o insoportable -dijo Adriano.

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