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En la siguiente comida, volvió a su relato:

– Una estadística vulgar de los salones de clase es la de la alumna enamorada del maestro o el maestro abusando de su prestigio con la alumna. Es una estadística universal, con lo que quiero decir: inevitable. Había visto brillar esa fatalidad en los ojos de mis alumnas muchas veces, lo mismo en las regulares de mis cursos que en las mujeres un tanto ociosas, pero de cabeza abierta, que organizaban seminarios privados para entretener sus días. Había rehusado siempre la pesca en aquellos lagos cautivos. No sé si queda claro por mi relato, que pone juntas a mis mujeres y parece multiplicarlas, pero mi disposición amorosa es más bien exigua. Me han gustado largamente las mujeres, de toda clase y condición, pero no he tenido ante ellas el impulso del predador ni la promiscuidad del mujeriego. He sido un exclusivista, un reservado, en cierto modo un abstinente y, aunque parezca extraño, un monógamo, propicio a la rutina y a la repetición más que a la novedad y a la aventura. En los tiempos de mi concentración exclusiva en María Angélica, la vida se movió de pronto como un huracán y me puso frente a otra cosa. De la mujer que voy a contarle, me avergüenza decir que era mi alumna, pero lo era, aunque de una condición extraña. Pertenecía a la misma generación del más insólito de mis alumnos, el mejor y el peor de todos ellos, a quien usted conocerá de sobra, aunque sólo sea de oídas. Me refiero a Carlos García Vigil, cofundador del diario donde usted trabaja, precursor de usted y de tantos talentos académicos como el suyo en eso de ir a buscar el vellocino de oro a las redacciones de los periódicos.

– No el vellocino de oro -precisé-. Sólo un poco de aire fresco y vida pública. Pero usted tiene razón: yo llegué al diario siguiendo el camino de Vigil, que para nosotros fue legendario.

– Las muertes prematuras facilitan la fabricación de leyendas -dijo Adriano con súbita amargura-. Pero no son sino eso: muertes prematuras, desperdicios de la suerte. Llevo años pensándolo y todavía no entiendo qué buscan ustedes en los periódicos. Qué buscaba Vigil, qué busca usted. Ya conoce mi obsesión, la hemos hablado muchas veces. Vigil habría sido un historiador sin igual, un escritor extraordinario. Fue sólo un periodista malogrado. No estoy haciendo alusiones personales -sonrió-. Se lo digo abiertamente: cuide que no le suceda lo mismo. En todo caso, lo cierto es que Vigil ejerció una poderosa atracción sobre mí desde el primer momento, una atracción irritante, polémica, entrometida. En el fondo, supongo, una atracción paternal. Todavía hoy me descubro discutiendo con él, tratando de corregirle la vida, como si aún viviera, como si pudiéramos corregir lo incorregible. El caso es que Vigil ejerció parte de su poder de atracción acercándome a sus compañeros de clase. Por razones pedagógicas, en materia de trato con mis alumnos he guardado siempre una distancia magisterial, hasta pedante. Como a usted le consta, nuestros encuentros eran siempre en el salón de clase y sólo ocasionalmente en mi casa, para desahogar cuestiones académicas. He procedido así con todos mis alumnos, salvo con Vigil y su generación, y ahora con usted. Vigil me invitaba a sus círculos de discusiones, y luego a sus fiestas. Ya sabe usted, esas fiestas juveniles de malos alcoholes y exageraciones de la edad que terminan con frecuencia en puñetazos. Acudí primero a una reunión del círculo, luego a una fiesta, luego a otra, al final a varias. De pronto, cierta noche, en las postrimerías de una de aquellas fiestas, me vi lleno de alcohol, tirado en un diván con una joven alumna besándome con urgencia adolescente. Algo adolescente, en efecto, despertó en mí, un flujo de vida desafiante, nueva. Pasada cierta edad, decía el poeta Jaime Sabines, la juventud y el amor sólo pueden adquirirse por contagio. Digamos que esa noche padecí un agudo contagio de ambas cosas. Volví a casa al amanecer igual que un lobo joven después de la caza, sin sueño ni fatiga.

«Hasta entonces, mi fusión con María Angélica había llenado por igual mis deseos y mis pensamientos. Había potenciado mis certidumbres en torno a la superioridad del pensar sobre al hacer, las ventajas del claustro sobre la intemperie, del día sobre la noche, de la armonía sobre el exceso, de la rutina plácida del amor sobre el rapto de la aventura. Las caricias inesperadas de mi alumna barrieron todo eso como quien limpia de una brazada los papeles viejos de un escritorio. Se llamaba Cecilia Miramón. Era hija de un padre mayor y tenía debilidad por sus mayores. La tuvo por mí, suponiéndome un sustituto de sus fantasías infantiles. Las fantasías infantiles están llenas de duendes y hadas, pero están cruzadas también por la perversidad de las pasiones, como si la edad adulta acechara al niño desde muy temprano. La niña quiere entrar inocentemente a la recámara de sus padres para ver lo que sospechan sus glándulas dormidas. Así empieza su historia de adulta precoz y niña eterna. Acaba metida con un hombre mayor dueño de todos los arreos que delatan a la figura buscada del padre, la alcoba prohibida, los oscuros celos infantiles. Todo eso está muy visto y dicho. Lo que no siempre se dice es el enorme placer que esos desplazamientos pueden darle con el tiempo a la niña transgresora y, sobre todo, el placer sin fronteras que puede darle un amor joven por el padre a un adulto joven capaz de suplirlo en las fantasías de su hija. Cecilia era hija, como yo, de un padre talentoso, escritor de altos registros perdido sin embargo, como tantos, en la noria de la falta de estímulos de la vida intelectual mexicana: más alcohol que lectores, más servidumbres burocráticas que oportunidades literarias, vocaciones sin eco en la gran muralla de un país bárbaro y provinciano. En fin, una vieja historia que sólo el tiempo ha empezado a curar, como todo en la historia. Fui beneficiario de ella en el cuerpo joven y fresco de Cecilia Miramón, quien acudió a mí como a todas sus cosas, con una energía sin límite que escondía cierta necesidad de aturdimiento, la urgencia de perderse en el ritmo huracanado de sus propias acciones. "Me emborrachas", decía Cecilia en nuestras sobremesa, que discurrían, es cierto, por los rieles del vino abundante y los siempre penúltimos brindis. En realidad se emborrachaba ella, al principio con gracia, se llenaban de humedad sus labios y de lujuria sus ojos; después, a mitad de la tarde o de la noche, era como una doncella envilecida, un animal en celo, hipnótico y belicoso que había que domar para amar. Yo no había estado con una mujer de la edad de Cecilia Miramón desde que tuve a medias a Regina, antes de su boda. Eran increíbles para mí la dureza de sus carnes, la rapidez de sus glándulas, la flexibilidad de su cuerpo. Volvía con renovado fuego sobre mí haciéndome sentir que era yo quien la incendiaba y no sus años. Acaso envejecer no sea sino una forma de hacerse lento, de perder velocidad y prisa, lo mismo que ilusión y deseo. Las fáciles humedades de Cecilia Miramón denunciaban las lentitudes de María Angélica. Cecilia podía irrumpir en mi cubículo de la Universidad una mañana para obligarme, con prisa envanecedora, a tenerla ahí mismo, sentado en mi sillón profesoral con ella encima, urgida, amorosa, adolescente como el primer día. Me reía de mi mismo después, recordándolo con risa de hombre libre, zafado de sus convenciones (la corbata, el peinado, los sombreros, los miedos). La novedad de Cecilia y el surtidor veloz de sus pasiones no trajeron, como podía esperarse, un desencanto de mis amores viejos, en particular de mi amor por María Angélica, única con quien competían en ese tiempo. Por el contrario, el pacto con Cecilia y sus desvaríos abrió una ventana de nueva lujuria con María Angélica. Antes de darme cuenta iba de un lecho a otro con entusiasmo de principiante, retomando en uno lo que acababa de dejar en el otro, del mismo modo que empezaba un libro apenas ponía los ojos en las líneas finales del anterior, como el goloso en el siguiente plato o el místico en la siguiente epifanía. María Angélica y Cecilia eran mis epifanías alternas. Durante casi un año la única tentación de mi vida, el único afán, fue tenerlas, ir de una a otra sin saciarme de ninguna. Pagaron aquella afición mis libros y mis clases, que abandoné sin reconocerlo; gozaron mis glándulas, y también mi cabeza, dichosa de aquel abandono. Fui feliz y ellas, creo, también lo fueron, María Angélica sin saber de Cecilia y sin otra aventura, creo, que mi compañía; Cecilia sabiendo de María Angélica y gozando doblemente por la ignorancia de la otra. Había entrado por fin en la alcoba prohibida, ejercía su dominio sobre la posesión de la mujer mayor que sus años odiaban y su cuerpo traicionaba con alegría.

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