»La trasgresión de Cecilia se prolongaba hacia mí, desde luego, como si yo fuera la puerta de entrada al casino, la primera mesa entre muchas donde apostar su necesidad de vértigo. Era generosa con su cuerpo y universal en sus deseos, con pasión que me recordaba a Carlota. Suscitaba en mí los celos que sólo había suscitado la misma Carlota, pero Carlota porque me había hecho sentir un muchacho tonto, Cecilia porque me ponía en la situación de ser un adulto imbécil. Me echaba en brazos de Cecilia loco de celos, ansioso de vida, dispuesto a algunas bajezas para conservarla, como darle trabajo que no podía hacer para hacerlo con ella, para mantenerla cautiva al menos por esos momentos. Toleré que me presentara a su novio formal para compartir conmigo el placer malsano de engañarlo juntos, al tiempo que yo aceptaba, con celos incontrolables, su recíproca traición. Con ninguna de mis mujeres toqué como con Cecilia los límites de la abyección y la perversidad que acompañan sin embargo, tan frecuentemente, la pasión amorosa, el extraño placer de dañar y ser dañado, gemelo del impulso de proteger y cuidar, las ganas de reñir junto a las de comulgar, de engañar y ser fiel, de herir y de idolatrar: los extraños límites de la pareja, tan misteriosa como ingenua, tan oscura como transparente. Fue natural, pienso ahora, que aquella vecindad espiritual convocara la física. Una mañana, sorpresivamente, levanté el auricular del teléfono en mi estudio y ahí estaba la voz ronca, siempre insinuante, de Carlota. "Regresé", dijo, "Más vieja, pero siempre dispuesta para ti." "Y yo para ti", contesté, sin pensar. Nos vimos esa misma tarde, por primera vez en cinco años. El paso del tiempo estaba en su rostro; también, sobre todo, en mi mirada. A sus cincuenta y seis años, Carlota seguía joven de peso, de atuendo, de gesto y de actitud. Había incurrido en su segunda o tercera cirugía, no recuerdo. Le habían endurecido los pechos, estirado el vientre y suavizado las facciones. Mantenía la cintura esbelta, los brazos y las piernas delgados, parejo el color de nuez obtenido del sol y el aire libre. No tuve trabajo alguno para entrar de nuevo en la zona eléctrica de nuestro trato, la zona de siempre a pesar de los años. Supongo que incurrí en caricias prestadas de Cecilia, porque al final de nuestro encuentro, Carlota dijo: "Acusas todos los síntomas de tener novia joven." No hice comentarios pero entendí que el suyo probaba de algún modo la continuidad de nuestra pertenencia. Acepté la dicha de tenerla de nuevo junto con la certidumbre de que, a partir de aquella tarde, no repartiría mi tiempo entre dos sino entre tres mujeres, perspectiva extenuante que llenó de omnipotencias juveniles mis huesos renovados. Dejé de ir al instituto el horario completo para pasar más tiempo con Cecilia y Carlota, cuya frecuentación reducía el dedicado a María Angélica y a mis tareas académicas. María Angélica dijo algo sobre mis ausencias intelectuales, como si reprochara las físicas, pero las físicas, lejos de disminuir, habían aumentado y había poco piso convencional a su sospecha de mi infidelidad, la cual me hacía desearla más que nunca, aunque pasara menos tiempo con ella.
»Veía a Carlota una o dos veces a la semana para comer o cenar en su casa; recibía a María Angélica una o dos noches en la mía, casi siempre los fines de semana en que podía dejar a sus hijos con Matute. Con frecuencia salíamos juntos de la ciudad. Cecilia era imprevisible, pero constante. Me asaltaba en mi casa por las tardes o en mi cubículo por la mañana. Casi siempre quería seguir a comer o ir a un centro nocturno que no debía perderme. Me gustaba Cecilia pero me fastidiaba su entorno, del que se había apartado Vigil, casado prematuramente con una mujer que corrigió sus hábitos sin mejorar su vida. La dejó pronto para salir a la intemperie de la que no regresó. Almorzaba con Cecilia o salíamos de copas por la noche, y yo bebía entonces tanto como ella. Así, normalmente, lo que había empezado en amores por la mañana o en la tarde terminaba en amores por la tarde o la noche. De modo que tenía mujer todos los días; a veces, por fortuna pocas veces, dos veces cada día. No me quedaban bríos para otra cosa que leer novelas, de preferencia intimistas, pero tampoco me importaba. Gozaba aquella vagancia de ánimo laxo atento a la ocasión amorosa con su secuela de pereza y suspensión del mundo, quiero decir: el mundo de la investigación al que me había entregado como quien funda una iglesia de consumo personal. Los credos de aquella iglesia parecían desdibujados, remotos. Mi vida crecía en un lugar contiguo pero infinitamente distinto del que había elegido hasta entonces. Una tarde, en un descanso de aquel remolino, me descubrí hablando por teléfono con Regina Grediaga para invitarla a tomar una copa. La buscaba por primera vez desde nuestra separación, la encontré tan dispuesta como si ella me hubiera buscado. Seguía venturosamente casada, tenía un amante y cinco hijos, el mayor de los cuales había entrado a la Universidad. Se conservaba delgada, lánguida, irresistiblemente hermosa para mí, que amaba en ella menos a una mujer que un arquetipo, el arquetipo de la mujer perdida. Amaba en Regina lo que no pudo ser. Ella, por su parte, había ganado sentido práctico y humor de mujer hecha. Se sometía a sus esclavitudes conyugales sin renunciar a los sueños de su cuerpo ni a los lugares secretos de su independencia. Solíamos vernos al mediodía en un hotel donde almorzábamos juntos. Nos metíamos en la cama hasta caer la noche. "Hechas todas las cuentas", me dijo una vez, "a nadie he querido más tiempo que a ti." "Lo mismo digo", respondí, y los dos decíamos la verdad. Seguimos viéndonos de cuando en cuando, cada tres semanas primero, luego cada quince días, hasta que me encontré preparando en mi agenda nuestro encuentro de cada semana, cuidando que nuestras horas no tuvieran rival en las otras que eran también ya parte obligada de mis días.
»Para completar el torbellino, me faltaba una sorpresa, pero esa se la contaré en nuestra siguiente comida. Me doy cuenta al contarle de que la vida transcurre más despacio que sus cuentos. Narrar, si algo, es quitar el tiempo muerto de la vida. Tome su turno ahora. Cuénteme las cosas de la República.»
No hay en mis cuadernos el registro del tiempo muerto al que aludía Adriano, sólo de su siguiente andanada narrativa. Adivino en mi caligrafía de esa ocasión una vivacidad de más, hija de los coñacs de sobremesa y de la prisa del enigma por encontrar su fin. Según mis transcripciones, limpiadas aquí de otros temas, Adriano siguió su historia con un inesperado circunloquio. Dijo:
– Asunto de historiadores es aburrirse en congresos y simposios oyendo a los colegas repetir los hallazgos de su especialidad. Yo era un adicto a esas convenciones de la repetición, reconocía en ellas algo humilde y profundo sobre la verdad de la historia. A saber, que es imposible descubrirla. Conviene dedicarse a ella como se dedican las hormigas al hormiguero, confiando en que la actividad se explica por sí misma y que todo responde a un designio mayor, cuyo sentido se nos escapa. Acudía a esos simposios con humilde orgullo de artesano, a repetir algunas variantes de mis hallazgos, a oír las reiteraciones de otros sobre los suyos. Siendo todavía muy joven, en mi primer simposio de historiador profesional, oí a una joven doctora de la Universidad de Texas resumir su tesis doctoral sobre la movilización agraria de México en las guerras de independencia. Era mayor que yo quince años. Durante los siguientes treinta, todo lo que supe de ella, simposio tras simposio, fue que se hacía vieja añadiendo información al mismo tema de su tesis doctoral. Murió como la experta mayor en la materia. Sus conclusiones fueron revisadas, en gran medida destruidas, por la investigación sobre el mismo tema de un alumno suyo, su asistente, que dedicó dos décadas a completar y corregir el tema de su maestra inolvidable. Los dos tenían razón o no la tenían en absoluto: sus vidas habían tenido el sentido de alcanzar juntos ese conocimiento y de contradecirse y no alcanzarlo. Al separarme de ella, Ana Segovia empezaba a padecer aquel destino profesional con la ampliación interminable de su primer asunto historiográfico: la historia de la efigie de la Virgen de Guadalupe. Andaba en el tercer reinicio de su investigación sobre el tema, ampliado ahora al arte pictórico religioso de las dos orillas, América y España. Buscaba el origen de la virgen morena mexicana en la técnicas de los pintores anónimos que habían llenado de vírgenes moras la Es paña de la reconquista, en particular algunas capillas extremeñas, tierra de nuestros conquistadores. Luego de evitarla minuciosamente casi cuatro años, injustamente saturado de mi vida con ella, me la topé en uno de aquellos simposios. Nos cruzamos al entrar a la cena del primer día. El azar quiso que esperáramos juntos unos minutos la asignación de nuestros lugares. Ana despedía una exquisita fragancia de limón, usaba unos zapatos altos que arqueaban sus pies y mejoraban sus piernas. Se le habían hecho unas bolsas pequeñas bajo los ojos, su frente parecía más amplia, su boca más grande, sus dientes menos blancos. De pronto, envuelto en la fragancia de limón, volví a verla simplemente como era, como si nada supiera de ella ni la vida hubiera gastado lo nuestro. Al terminar la cena, la busqué en el bar del hotel donde se hospedaba. Me hice el turista casual hasta que di con ella: "Te estaba buscando", le dije. "Tenemos que hablar." "Hablar es mi especialidad", respondió Ana. "Junto con los historiadores maduros y los curas renegados." Nos sentamos en un rincón del bar y hablamos como si no nos conociéramos. Se había casado con un industrial de la cerveza, hijo de un emigrante gallego. Tenía dos hijos y una hostilidad fratricida contra María Angélica, su amiga y sucesora. "No la culpes a ella, cúlpame a mí", le dije. "La culpo a ella porque a ti no puedo odiarte", me dijo. "No sé por qué, pero quedaste a salvo de ese sentimiento." "¿Es decir?", pregunté. "Es decir, que en materia de amores, como tú dices, siempre hay alguien que anda corto y alguien largo", dijo Ana. Añadió: "Te recuerdo que no fui yo quien se fue de nuestra vida juntos. De hecho, no me he ido. Simplemente me casé con otro." Pasamos esa noche en mi cuarto de hotel y lo que faltaba del congreso aturdidos por el reencuentro. Nuestros cuerpos habían aprendido en otros cosas distintas de las que sabían hacer juntos. Había una extraña novedad en la restitución del hábito de querernos. Fue una sorpresa y una revelación. Al separarnos en el aeropuerto, Ana me dijo: "Voy a proceder en esto como si no hubiera sucedido, como si se tratara de un sueño. Si no fue así, desmiénteme con tu siguiente llamada. Si me llamas, yo iré a buscarte para seguir soñando."