«La noche de mi llegada tenía en el contestador telefónico llamados de María Angélica y Carlota para cenar. Había también un mensaje de Regina, reprochando mi abandono. Pero nadie estaba en mi ánimo salvo Ana Segovia, a la que había expulsado por años, sin razón alguna, como a una enemiga, de mi vida. Me eché en la cama boca arriba a pensar en ella. Pero a la hora de marcar el teléfono no la llamé a ella, sino a Cecilia Miramón, a quién hallé dispuesta a perderse conmigo en una noche de rumba. A la mañana siguiente llamé a Regina, a María Angélica y a Carlota, pero sólo quería oír la voz de Ana. La llamé también. Cuando vino al teléfono me brincó el corazón. Pensé que su marido la habría tenido aquella noche. Tuve la especie de celos que describe Spinoza, el odio por las humedades de otro en la mujer que amamos. Pasé la mañana odiando al marido de Ana, imaginándola desnuda, abierta para él en su lecho utilitario. Después, el mundo se aclaró, la evidencia de mis compromisos se me vino encima. Tenía que ver a María Angélica, dormir con Carlota, citarme con Regina, dejarme atacar por Cecilia y reincidir en Ana. El cielo se había llenado de estrellas y yo no tenía tiempo para mirarlas una por una. Era el mes de febrero, empezaba el año que yo llamo de la dicha mayor. Aquel año, en distintos tiempos, con distintos ritmos, tuve a la vez a todas las mujeres de mi vida. Todas y cada una, las cinco, una tras otra y de regreso. Nunca las quise tanto como cuando las tuve a la vez. Quiero decir: cada vez a cada una.
»Yo tenía entonces cuarenta y seis años, Carlota Besares cincuenta y seis, Regina cuarenta y cuatro, María Angélica treinta y siete, lo mismo que Ana. Cecilia Miramón tenía veintiséis. Por ahí tengo el cuadernillo con mi diario de aquellos meses. Me avergüenza su materia porque no es sino un registro envanecido de mis días fornicarios, una bitácora de presunción adolescente. Debo decir que consignaba aquellos hechos llevado por la sorpresa más que por la vanidad. Tampoco me quedaban energías intelectuales para escribir otra cosa. Había perdido el rumbo del camino al que había dedicado mi vida. Quizás, pienso ahora, lo había encontrado porque el hecho es que, en medio de la culpa constante de no leer, no estudiar, no anotar, no escribir, venía el barco ebrio del placer, el barco de la dicha terrenal, hecha de saciedad y extravío. Fue mi año dionisiaco en el sentido pobre del término. No hubo nada divino en él y nada quedó del ejercicio de sus misterios, salvo la molicie gozosa y el espíritu húmedo, rendido a los mandatos de las vísceras, las maravillosas vísceras que secretan sin pensar, pidiendo siempre más de aquello que las sacia y las lastima.
«Pasaba los fines de semana con María Angélica en su pequeña finca de campo. Era mi remanso. Los lunes por la noche eran para Carlota con una regularidad que lejos de adocenar hacía único nuestro encuentro. Los horarios de la casa de Regina Grediaga dejaban sólo el mediodía del miércoles para nuestro encuentro. Nos escondíamos del mundo en el penthouse de un hotel de moda al que llegábamos y del que salíamos separados por razonables intervalos de tiempo. La reincidencia con Ana tuvo una especie de avidez adúltera. La veía por las mañanas, a la hora en que hacen el amor las mujeres casadas que atienden su casa, con hijos y marido. Nuestro horario se cruzaba con las irrupciones matutinas de Cecilia Miramón, que me asaltaba en el cubículo, una hora después de mi encuentro con Ana. Trabajaba esos días doble jornada sexual. El exceso era un rejuvenecimiento, henchía mi vanidad, pero me dejaba vacío de todo propósito que no fuese alguna otra forma de rito sensual, como beber o comer, abandonarme a la contemplación de lo inocuo, caminar por el bosque de Tlalpan, escudriñar su flora, alimentar sus ardillas, cuidar mis uñas con una manicurista, elegir minuciosamente la corbata. Me aficioné entonces, como dije, a la lectura de novelas, me volví adicto al cine, a las compras y a las revistas del corazón. Eran todas páginas del libro analfabeto del placer, el libro de la vida gozosa. Me acostaba tarde y me levantaba tarde, asunto por completo ajeno a mis hábitos, y no había en mi cabeza sino el cuerpo de mis mujeres bañado por la memoria de sus detalles, sus posturas, sus gemidos, sus palabras. La memoria incitaba la lujuria, lo mismo que el vino frecuente, la variedad de los cuerpos y la miseria de los sentimientos. Estar con Ana inducía perversamente la búsqueda de María Angélica, a quien Ana odiaba tan intensamente como la odiaba María Angélica y por la misma razón, o sea yo. Según Ana, María Angélica la había traicionado como amiga quedándose conmigo. Según María Angélica, la sombra rencorosa de Ana me impedía establecer con ella el matrimonio normal que deseaba. Aquella repulsión mutua las volvía atractivas alternativamente para mis bajos instintos, tan diferentes de lo que hubiera pensado nunca sobre la complejidad de los sentimientos. La rivalidad de una me echaba en brazos de la otra. Pronto descubrí que era casi siempre después de estar con alguna de ellas cuando sentía necesidad de Regina Grediaga. Regina preguntaba despectivamente por Ana y por María Angélica. Las tres me hacían sentir su celo por las otras, codicia que encendía triangularmente mi deseo por ellas. Ana y Regina sabían de mi relación estable con María Angélica y se las ingeniaban para hacerle sentir su presencia irregular. María Angélica desconocía mi recaída en Ana y mis citas con Regina, pero los recados telefónicos de una y otra dejados en el instituto o en mi casa, terrenos de María Angélica, eran demasiado públicos para ser inocentes.
»Carlota y Cecilia vivían en un mundo aparte. No peleaban entre ellas por mi exclusividad, ni con las otras. Carlota era confidente de mis amores, una liturgia de pleno derecho, anterior a todos ellos. En su cama habíamos hablado de todas las apariciones y las pérdidas, con la única excepción de mi recaída en Ana Segovia, que le ocultaba a Carlota por amor propio, pues le había hablado demasiado mal de Ana. A Cecilia nada había que contarle, porque nada buscaba saber, sólo quería tomar el botín del momento, no ser su propietaria. Sabía de mi relación con María Angélica y daba por descontada la existencia de otros amores, en cuya evolución mostraba un interés secundario, como el médico en los síntomas de una enfermedad trivial. Carlota era mi madre concubina, indulgente hasta la complicidad; Cecilia mi hija transgresora, cómplice hasta la indiferencia. Más allá de la vanidad del narciso mirándose en los ojos de sus mujeres, el paso de un estanque a otro no carecía de rigor pedagógico. Por una parte, íbamos envejeciendo juntos. Las conocí jóvenes y no las dejé de ver muchos años seguidos. No envejecieron para mí con esa inmediatez de lo viejo que tienen las fotos. Usted se va acostumbrando a los cambios del rostro, que son los cambios del tiempo, y sigue viendo en esas facciones apenas cambiadas la misma traza del momento primero, la misma mujer de veinte años tras el rostro de la mujer de cuarenta, del mismo modo que ve en el espejo al mismo joven de dieciocho tras las arrugas del viejo de sesenta. Por otra parte, íbamos envejeciendo diferencialmente. Carlota había sido una fragante mujer de treinta años cuando la conocí y era una alegre cincuentona que se acercaba delgada y sin complejos a los sesenta. Mi novia adolescente, Regina Grediaga, era tan joven o tan vieja como yo mismo, que caminaba al medio siglo. Ana y María Angélica veían enfrente la raya de los cuarenta, amenazante como el cargamento de arrugas que iba echando sobre sus rostros el espejo. Cecilia no era ya la estudiante anárquica que se había echado sobre mí en una fiesta, sino una mujer joven acechada por los primeros fantasmas del alcohol. La diferencia de sus edades era una enseñanza sobre los rigores del tiempo. Veía en Carlota las debilidades del cuerpo que acabarían teniendo las otras. La imprudencia de mis movimientos amorosos la lastimaba a veces donde antes la enloquecía. La rapidez de las glándulas y la dureza de los tejidos de Cecilia desafiaban mi resistencia; sus movimientos exigentes podían a su vez lastimarme en un pronto de amores imperiosos. Cecilia se me colgó un día del cuello y me echó las piernas a la cadera para que la penetrara cargándola. Al terminar, tenía una lesión en la espalda de la que no me he repuesto cabalmente. Un día me dijo: "Te habrás dado cuenta de que de un tiempo a la fecha me haces el amor con los calcetines puestos." "¿De cuánto tiempo a la fecha?", pregunté. "Unos seis meses", me dijo. Sentí ese día que la edad me había alcanzado, mejor dicho, que yo había alcanzado la edad en que todas las cosas empiezan a suceder por primera vez. Esos detalles aparte, como he dicho, aquel año tan ajeno a los hábitos de mi vida califica sin competencia alguna como el de la dicha mayor. Acaso porque era otro el que parecía vivirlo, porque en ese aluvión de las cosas juntas pude dejar de ser yo y fui otro, inesperado, sorprendente, sin misiones excesivas que cumplir ni el desánimo de no haberlas cumplido. No puedo contar aquellos meses sino por las entradas del cuaderno que registra fechas y situaciones. No registra lo esencial porque la felicidad no tiene la buena memoria de la desdicha, es un estado de suspensión que no sabe describirse, no tiene palabras ni historia, sólo suspiros, risas, inocencia, plenitud. Aquel año fue el momento mayor, sin rival, de mi historia. Ahora bien, como muestra la historia, el momento de la mayor altura de las cosas es también el principio del descenso, el punto inicial de la caída. Como en la historia del imperio romano, en mi imperio polígamo la decadencia fue más larga y en algún sentido más grandiosa que su momento estelar.