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»Pero se ha hecho tarde. Empezaré a contarle la caída de mi imperio en nuestra siguiente comida. Ahora conviene que yo vuelva a mis libros y usted a su periódico, el cual ojalá se venda poco mañana: será un indicio de que nada grave le ha sucedido a nadie, cosa que no es noticia pero que tampoco está mal, para tratarse de un día cualquiera del siglo XX.»

En la semana siguiente a nuestra comida, Adriano tuvo una gripe invernal que se complicó hasta los diapasones de la neumonía. Fue como si al llegar al clímax de su narración llegara también a un clímax de su vida. Recibí una llamada de Gildardo, el chofer, confiándome la situación de su amo -palabra que nada y todo dice de la relación entre ambos-. No tenía a quién más acudir, me dijo, y agregó, misteriosamente:

– La Doñita está de viaje, no hay quien lo atienda.

Decidí que lo internaran en un hospital privado. Llegó inconsciente a la sala de terapia intensiva. Durmió entre tubos y sondas hasta que abrió los ojos fatigados dos días después de farfullar fiebres, apariciones y conjuros. Convaleció una semana en el hospital, sin más visitas que la mía y la custodia fiel de Gildardo. En una de mis visitas pregunté por la misteriosa identidad de La Doñita.

– Es la señora Cecilia, que lo visita cada semana y ordena la biblioteca -respondió Gildardo.

– ¿Cecilia Miramón? -pregunté.

– Desconozco su apellido -dijo Gildardo-. Para nosotros es la señora Cecilia y le nombran en la casa La Doñita.

– ¿Quién la nombra?

– La señora Águeda chica-dijo Gildardo.

– ¿ Y quién es la señora Águeda chica?

– El ama de llaves de don Adriano -explicó Gildardo-. Cuando yo llegué ya estaba. Su madre había estado antes con don Adriano, creo, desde que murió su tía en el año de la canica.

Cuando lo dieron de alta, fui a visitarlo a su casa. Había estado en su biblioteca portentosa un día que nos reunió a sus alumnos para consultar ahí libros que no había en la Universidad. En aquellos lejanos tiempos, su casa era una mansión renovada en sus maderas y su fachada, con un aire patricio puesto juguetonamente al día. Ahora era una mansión vieja de paredes grietosas y maderas estriadas. Había una hilera de macetones con flores secas en el corredor de la entrada. En la biblioteca, ordenada años atrás, había pilas de libros en el suelo, rastro de indolencia más que de bibliomanía. Las rinconeras atestadas de expedientes viejos y el vestigio resinoso de puros fumados concienzudamente, hacían que la casa oliera a descuido, a casino español, a ciudad de principios de siglo.

Adriano estaba sentado en un sillón de su estudio, con un libro sobre las piernas, mirando al jardín de rosales apagados cuyo único lujo era una enorme araucaria por cuyas ramas simétricas trepaba una bugambilia. Tenía la mirada fija, vidriosa, fatigada, con una vejez que no había visto antes en sus ojos.

– Me arrastró pero no me llevó -dijo, con sonrisa forzada-. En todo caso, el asunto es menos grave de lo que me había imaginado.

Debí poner cara de no entender porque Adriano aclaró:

– Me refiero al asunto de morirse. Llevo todos los días de mi convalecencia tratando de recordar algo de los días que estuve inconsciente. No recuerdo nada. No hay una sola huella de angustia o dolor. Podría estar muerto ahora. Habría sido un tránsito limpio, sin un rastro de sufrimiento. Quizá he perdido una oportunidad -sonrió-. No me entienda mal: agradezco enormemente su oportuna decisión de hospitalizarme y todas sus atenciones. Le debo la vida, no estoy listo para irme todavía. Pero he aprendido algo aquí: lo temible no es la muerte, sino la enfermedad. Hay que pedir a los dioses una vida larga o corta pero una muerte súbita.

Dijo eso y tragó un sofoco. Entendí que estaba todavía en una línea frágil, haciendo un esfuerzo desmesurado para atender mi visita. Le dejé los libros que llevaba y me despedí, prometiendo que llamaría. Al pasar por la cocina, rumbo a la calle, vi a la mujer que Gildardo llamaba Águeda chica. Era tan vieja como Adriano. Estaba sentada en una mesa frente a la estufa, con la mirada igual de lejana y vidriosa que el dueño de casa. Era la hija de su nana, bautizada así en memoria de la tía de Adriano. Habían crecido juntos hasta que Águeda chica se fugó con el novio al bordear sus dieciocho años. Regresó mujer madura, sin hijos ni novio ni memoria de lo que había sucedido con los años frescos de su vida. Su madre había muerto en su ausencia. Como si la penara por omisión, Águeda chica se radicó unos años en el servicio de Adriano. Volvió a irse después, al cruzar los treinta años, con una nueva aventura. Regresó con un hijo enfermo de polio que no podía estarse quieto y murió despeñado del techo de la casa de Adriano en la época en que cambiaban la teja del altillo y él quiso subir por la escalera para raspar, cementar y empotrar las tejas como los albañiles que caminaban por las alturas. Águeda chica penó esa nueva muerte y volvió a irse, ya mujer madura, con otro amor sin nombre que se le cruzó en el camino. Volvió sola otra vez, también sin decir palabra, con una cicatriz en el hombro que se pensó siempre herencia de algún pleito con su amor tardío. Sentó sus reales finalmente en el servicio de Adriano, inútil y silenciosa, tal como habían sido según Gildardo sus aventuras y su vida, cosas que, bien pensadas, vienen finalmente a ser lo mismo: las aventuras y la vida.

Las versiones rivales de Gildardo sobre Águeda chica fueron confirmadas por Adriano semanas después, cuando escuché su voz nuevamente fresca por el teléfono. Creí conveniente visitarlo de nuevo. Me invitó a comer en su estudio, más ordenado y luminoso ahora, lo mismo que su atuendo y su mirada. Había envejecido, no sé cómo decirlo, para bien. Ahora era un anciano pleno, sin la gota de juventud rebelde que había hasta entonces en sus setenta y dos años. Parecía un viejo en paz con sus años viejos, más tersas sus canas, más pausada su voz, más irónica y libre del culto de sí mismo su memoria.

– Si no me equivoco -dijo-, tenemos una historia a medio contar.

– Así es -respondí.

– Para estas cosas hacen falta dos -siguió Adriano-. Por mi parte le digo que yo quiero acabar de contar la historia. Le pregunto si usted quiere terminar de oírla.

Asentí, desde luego. Adriano hizo una disquisición sobre los viejos como narradores compulsivos, la verdadera tribu de aquellos a quienes les va la vida en contar porque su vida se reduce poco a poco a ello. Luego de ese circunloquio, reinició su historia.

– Creo haberle dicho que en esto de mis mujeres, como todo en la vida, apenas toqué la cima empezó a caída.

– Eso me dijo, aunque mejor trovado -acepté.

– Mejor trovado, pero lo mismo. El tema es este: si los hilos de algo pueden cruzarse, tarde o temprano habrá un nudo. De los cinco hilos de mis mujeres, dos iban por fuera, sin posibilidad de cruzarse con los otros ni entre sí. Me refiero a los hilos de Carlota y Cecilia Miramón. Pero los otros tres hilos iban compitiendo en el mismo carril. Terminaron enredándose. El pleito por el amor es un pleito por la exclusividad. Es un asunto de juventud posesiva. Mis mujeres y yo estábamos lejos de ser jóvenes, pero el amor rejuvenece y es parte de su juventud enredarse y pelear. El pleito por mi exclusividad fue un asunto de Ana, de Regina y de María Angélica, un pleito nacido, como siempre, más de los impulsos que de los derechos. Salvo María Angélica, que mantenía conmigo una especie de matrimonio con domicilios separados, las otras tenían todas campamento aparte: Ana y Regina tenían marido, hijos y casa; Carlota y Cecilia, tenían libertad sin límites y juegos sin centinela. Irónicamente, como siempre, la cadena de aquella plenitud empezó a romperse por el eslabón que parecía más seguro. Fue la furia de María Angélica la que agrietó la pirámide. Curiosas las reglas de la trasgresión, tan sutiles y tan costosas. No era escandaloso que alguien me viera comiendo con María Angélica en un lugar de moda, era parte de mi rutina. Fue intolerable en cambio que un día me vieran salir del hotel con Regina Grediaga dos amigas comunes de Ana y María Angélica. Fue la única vez que salí junto con Regina del hotel, de su brazo, celebrando supongo la continuidad de nuestros amores. Esa única vez estuvieron sentadas, una en el lobby y otra en el bar, dos amigas de Ana y María Angélica. Eran suficientemente amigas para saber la historia de Regina, la intrusa del pasado, la prueba mayor de mi mal gusto y mi inconfiabilidad. Fueron suficientemente enemigas para, en nombre de la amistad, decirles a sus amigas lo que habían visto. El tóxico actuó de inmediato. "Te vieron con tu novia la vieja", me dijo María Angélica la noche siguiente en que cenamos. María Angélica era más joven que Regina y podía llamarla vieja, pero como yo veía a Regina joven creí que María Angélica hablaba de Carlota. Negué rotundamente el hecho, con certidumbres que en vez de tranquilizarla, la agraviaron. "Te vieron", porfió y yo porfié: "Mientes y te mienten." María Angélica dio paso entonces a la descripción precisa del lugar, la hora, el vestido de Regina, mi propio atuendo. Cuando entendí mi error, estaba sepultado por el alud de sus verdades. Regina había dejado suficientes indicios de nuestra ronda amorosa para que María Angélica la sintiera desde tiempo atrás merodeando su gallinero. Yo había negado aquella ronda tantas veces como sospechas había tenido María Angélica. Mi mentira de ahora probaba las mentiras de antes. De un solo golpe, el rosario de mentiras resultó demasiado grande para pagarlo en una sola exhibición. "No quiero volverte a ver en un buen tiempo", dijo María Angélica. "Y me asumo, desde ahora, desligada de ti." Fue el primer desgajamiento. Me perturbó su partida, fue más amarga aún porque se daba en medio de mi exhibición como un charlatán. No me sentía infiel ni charlatán por el hecho de ocultar a mis mujeres la existencia de las otras. Yo lo justificaba dentro de mí como un acto de cortesía. La moral de la infidelidad es la discreción. Querer a una no me hacía querer menos a la otra y en un sentido no las engañaba dando a otras lo que no podía dar sólo a una. Ninguna, salvo María Angélica, me daba su amor en exclusiva. Yo no lo exigía de ninguna. Nadie tocaba el tema, pero todos sabíamos que en nuestros amores estaban presentes al menos cuatro personas, como quería Freud, pero de un modo literal, cada una de ellas y yo, y sus maridos y sus amantes. Todo esto es confuso, pero era abrumadoramente real; también, a su manera, de una transparencia perfecta. La ruptura de María Angélica rompió la premisa en que estaba fundado todo el silogismo de mi imperio polígamo. Esa premisa era: si nadie se da en exclusiva, nadie ha de reclamar exclusividad. María Angélica partía de otro lado: vivía solamente para mí y me quería sólo para ella, lo cual, tratándose de un historiador que peinaba canas y escribía libros de temas antiguos, no parecía demasiado pedir. El rechazo de María Angélica me quitó la sangre fría, la buena conciencia para lidiar con las exigencias de mi circo. De pronto, tuve miedo de perderlo todo, y empecé a asegurar lo que quedaba sin asegurarme primero de que estuviera inseguro. El pecado de los inteligentes es pasarse de listos. Cuando a la semana siguiente Ana Segovia tronó frente a mí porque su amiga me había visto salir del hotel con Regina, pensé que podría contentarla de mi infidelidad con Regina contándole que eso había provocado ya mi ruptura con María Angélica. Fue un error fatal. Ana odiaba a María Angélica porque la había traicionado como amiga, pero no estaba celosa de ella. La vivía como una resignación de mi edad. Había aceptado su existencia en la categoría de premio de consolación. Ignoraba en cambio mi relación con Regina, que había sido siempre su fantasma, el enigma pendiente, la mujer a la que yo había querido hasta el punto de haberme instalado por años, cuando la perdí, en la vecindad tentadora del suicidio. Sabía de mi relación con María Angélica. Lo de Regina, en cambio, era una novedad para ella. Aceptar la existencia de Regina para anunciarle mi ruptura con María Angélica, lejos de tranquilizarla por la vía de la venganza, la enervó por saberse engañada y oírlo de mis labios. Lo de María Angélica era una afrenta asumida, lo de Regina una infidelidad nueva. Salió de mi casa dando un portazo. No volví a saber de ella hasta que respondió mi enésima llamada telefónica con un énfasis insuperable de mujer airada ante las cámaras de una telenovela. Dijo: "No sé quien es usted, ni sé qué pretende llamándome. Si persiste en su intento, tendré que informarlo a mi marido." Me reí un largo rato con su salida. Me dije luego, con angustia de propietario: "De las cinco que tenía, nada más me quedan tres." Luego, con orgullo de macho herido, parafraseé a aquel general idiota. Me dije: "Volverán". Luego puse en práctica la estrategia sugerida por un escritor mexicano, Jorge Ibargüengoitia, para hacer frente a una situación desesperada: me serví un whisky y esperé un milagro. «No fue un milagro lo que siguió, sino una aberración. Supe en aquellos días, por la vía siempre dura de los hechos, que María Angélica tampoco había honrado sus pretensiones de exclusividad. En el vaivén de sus dudas por los síntomas de mi pluralidad amorosa, llamémosla así ahora que estoy viejo y usted escucha sin inquina, había buscado su compensación en el más duro lugar donde podía hallarla. Me cuesta decir esto y decírselo a usted, aunque todo mundo lo supo en su tiempo. Se acordará usted de mis querellas intelectuales con Galio Bermúdez.»

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