– Me acuerdo -dije.
– Bueno, pues María Angélica no tuvo mejor idea que engañarme con él.
La revelación de Adriano me completó un cuadro de época. Galio Bermúdez y Adriano Alemán se habían pasado décadas peleando aquí y allá, por una cosa y por otra, hasta representar para distintas generaciones dos polos antagónicos de la cultura y la vida pública del país. Galio Bermúdez era un filósofo alcohólico, durante un tiempo asesor del gobierno, cuya inteligencia provocadora solía irritar a Adriano. Frente a algunas reflexiones históricas de Galio esparcidas al pasar en sus colaboraciones con diarios y revistas, Adriano abandonaba su proclamada indiferencia ante el barullo de la prensa, y respondía a los artículos de Galio, que se prodigaba sin recato en el ágora, con elocuencia y brillo comparables sólo a la impopularidad de sus opiniones. Aquella rivalidad había producido una de las grandes polémicas intelectuales del país, con Adriano señalando la herencia monárquica colonial de la vida política mexicana y la urgencia de salir de ella, mientras Galio apuntaba la conveniencia de reconocer y utilizar aquella herencia, ya que era imposible cambiarla, para gobernar el país según sus costumbres autoritarias efectivas. Desde el fondo de sus libros antiguos, Adriano quería la modernidad, el cambio de la historia profunda de México. Desde la piel enervada de sus artículos periodísticos, Galio desnudaba las utopías fantasiosas del cambio mostrando las inercias reales que el país llevaba en la espalda. Desde la historia vieja, Adriano soñaba con el cambio. Desde el presente deforme, Galio invitaba a no tomar atajos y a respetar la tradición. Uno era monje de cubículo, alérgico a la vida pública y sus instrumentos, empezando por la prensa. El otro era un vividor del mundo, harto de la pureza y de las ideas sin riesgo, adicto a la turbia aleación de cada día. Adriano desconfiaba de la luz pública, Galio se desvestía sin rubor alguno frente a sus lectores. Como estudiantes habíamos acudido a aquel duelo de décadas con fascinación y encono, dividiéndonos en bandos según sus argumentos. La revelación de Adriano me completaba el cuadro de esa rivalidad en el ámbito de la vida privada y la volvía, de algún modo, esférica, perfecta.
– Digo engañar -siguió Adriano-, pero engañar es una palabra que describe mal los hechos. Primero, yo había sentido la ronda de Galio sobre María Angélica, igual que ella la de Regina y Ana sobre mí. Siendo estudiante, María Angélica había tenido un affaire con Galio, su maestro, del que había salido huyendo como de un manicomio. La huella había quedado en ella, sin embargo, y Galio se acercaba a tentarla de cuando en cuando, oliendo la posibilidad de reanudar aquella asignatura pendiente. Yo le había hecho a María Angélica por lo menos una escena de celos a propósito de aquellas rondas. Ella había negado la verdad de mis sospechas. Pero yo sabía que María Angélica era la mujer adecuada para despeñarse en Galio. Era un lago tranquilo que pedía a gritos una tormenta. Había tenido un chubasco la primera vez y tuvo el ciclón completo en el año de mi dicha mayor que fue para ella una desdicha. Sus pérdidas por aquella reincidencia con Galio llegaron hasta mi propio patio, la tormenta me barrió también a mí. Empezando porque María Angélica no me ocultó nada. Una vez que rompió nuestra alianza, paseó frente a mí sus amores con Galio como si me arrojara huevos podridos al rostro, haciéndome sentir un astado de gran tarde, digamos, en La Maestranza de Sevilla. Los paseíllos de María Angélica con Galio desbarataron mi moral polígama y facilitaron el derrumbe en los otros frentes. Es verdad como dice que los males no vienen solos, sino en rachas, lo mismo que la melancolía. Así conmigo aquella temporada, distintos hechos adversos se acumularon en el horizonte como autorizados por la depresión de perder a quien juzgaba la más segura de mis mujeres. Ya le conté mi error de aceptar frente a Ana Segovia que Regina era la causa de mi ruptura con María Angélica, y la salida teatral que hizo Ana del elenco de mi dicha. Poco después de eso, las cosas terminaron de descomponerse también con Regina, con Carlota y con Cecilia. Fue un proceso fatal que puedo contarle en detalle siempre que Gildardo nos renueve el café y usted se sirva unos coñacs maduros, hoy que no debe volver al periódico y puede oír sin preocuparse de los hechos urgentes del día.
Le dije a Gildardo que nos renovara el café y Gildardo se lo dijo a Águeda chica. Siguiendo las instrucciones de Adriano, me serví un Armagnac maduro de una botella que había esperado por años en un librero del estudio. Era mi día libre, en efecto, había perdido por enésima vez a la mujer que amaba, no tenía nada que hacer y encontré un consuelo en escuchar las pérdidas de otro.
Durante siete armagnacs maduros (con lo que quiere decirse copas dobles, embarnecidas, barrigonas), desde el atardecer pajizo hasta la noche cerrada, escuché a Adriano contarme las pérdidas restantes de su imperio polígamo.
– La enfermedad es una forma del desamor -dijo Adriano-. Sólo la salud puede amar, sólo ella quiere fundirse y gastar sus energías en el otro. Es el combustible de Eros. La enfermedad concentra al enfermo en su propio dolor, lo separa del mundo y de los otros, lo recluye en el infierno de sí mismo. La enfermedad apartaría de mí a Carlota; la salud, en cambio, se llevó a Cecilia Miramón. Empezaré por esta última. Al doblar sus treinta años, Cecilia tuvo la primera de sus grandes crisis alcohólicas. Como le he dicho, tomaba mucho y se jactaba de ello como un rasgo de su libertad. En realidad la tenía tomada el alcohol, era su prisionera. Al principio bebía con aires dionisiacos de fiesta, como una celebración de las potencias de la vida, como un desafío vital de sus límites. Después, como un hábito que por lo general se desbocaba y se iba más allá de lo previsto. En aquella segunda fase la recogí dos veces de la estación de policía, ebria y con delitos que pagar encima. En cualquier otro país habría pasado un tiempo en la cárcel. En el nuestro, salió libre a las veinticuatro horas con algún dinero y dos telefonazos. La primera de esa veces había subido su automóvil a las jardineras de una famosa glorieta de la ciudad, en cuyo centro había una gran fuente desde donde disparaba flechas imaginarias una hermosa Diana cazadora. Cecilia había entrado a la fuente, había subido a la estatua con el gato hidráulico del auto en la mano para destruir el arco y el perfil en bronce de la diosa. Abolló ambas cosas. La cosa no habría llegado a más si el patrullero que subió a bajarla de la fuente, después de la batalla con la diosa, hubiera procedido con menos confianza. Se acercó a Cecilia como a una borracha exhausta, porque la vio sentada en el agua de la fuente, a los pies de la estatua, efectivamente vacía por el esfuerzo, y quiso arrestarla tomándola del brazo. La furia macedónica volvió entonces al brazo de Cecilia, que asestó un tremendo mandoble lateral sobre el casco del policía, reventándole el oído. La recogí en la delegación esa noche con huellas de golpes por el arresto, el labio inferior roto, un pómulo macerado. Seguía riendo todavía bajo los efectos del alcohol cuando llegamos a la casa. Nada quiso sino más alcohol, antes de rendirse a la fatiga del día. Llevaba tomando y girando por la ciudad desde el almuerzo que habíamos tenido dos días atrás, donde bebió suficiente para dormir sin pensar hasta el día siguiente. La había dejado de hecho en su casa, en su cama, con un último gin en la mano. Se levantó poco después a perseguir la noche en compañía que no quise averiguar. Apenas recordaba lo que había hecho las últimas veinticuatro horas, los lugares donde había estado, su ataque general sobre la diosa de la fuente y sobre el policía. Cecilia bebía con encono, su despegue alcohólico era contagioso, tenía el sonido de la risa, el sabor fresco de la juventud. La zona sombría de su fiesta llegaba poco a poco bajo la forma del exceso. De pronto, a medio restaurante, estaba gritando a los cuatro vientos lo feliz que era o zapateando en la mesa unas peteneras de su invención. Su fase de decir sin tapujos lo que pensaba podía alcanzar dimensiones homéricas. Al salir de un cóctel cuya única animación eran los despropósitos de la propia Cecilia, respondió a las miradas femeninas que atestiguaban nuestro paso con un dicterio memorable: "A mí lo borracha se me quita mañana, pero a ustedes lo frígidas, nunca." La segunda vez que tuve que rescatarla fue de una redada que me avergüenza recordar. La levantaron junto con un ramillete de mujeres por ejercer la prostitución callejera. En medio de su borrachera le dio por saber en carne propia lo que era venderse y despreciar al comprador. "No hay nada tan repugnante como un hombre que compra a una mujer", me dijo al salir de la comisaría, escupiendo a los lados en señal de su desprecio por el recinto. Vivía aquello como parte de su libertad, no como el principio de su esclavitud frente al alcohol. "Tengo tantas ganas de vivir que a veces quiero morirme", gritó una vez, desnuda, desde el balcón de mi casa. Estuvo a punto de caer al jardín, en uno de los brincos de su euforia. Poco después de mi pérdida de María Angélica acudí en rescate de Cecilia por tercera vez. Me llamó una amiga suya. La encontré en su departamento, inconsciente, bajo los efectos de lo que supuse una congestión alcohólica. La lavaron y la revivieron en el hospital. El médico me dijo que presentaba un cuadro de intoxicación múltiple no sólo alcohol, también cocaína, barbitúricos, somníferos, excitantes, antidepresivos. Tardó cuarenta horas en recobrar la conciencia. Tenía una cruda como un continente. Aun en esas condiciones su juventud resplandecía con cierta dignidad estoica, ennoblecida por el dolor. "No me quiero morir", dijo cuando me senté a su lado en la cama del hospital. Me preguntó si podía pagarle un tratamiento de desintoxicación. Se internó cinco semanas. Salió rubicunda, despintada y nueva. Le hice una comida de recepción aquí en la casa, sin un rastro de alcohol en la mesa. Ella fue por una botella de vino y la escanció para mí. No tomó una gota. "Voy a ser buena niña y a vivir mi vida buena", me dijo. Pregunté si la vida buena me incluía. "Más que a ninguno de los otros", me dijo. "Pero no en la misma forma que hasta ahora." "¿Es decir?", pregunté. "Todas mis relaciones amorosas han sido parte de mi enfermedad", dijo Cecilia, repitiendo la lección aprendida en la cura. "Unas deben terminar, otras deben encontrar su nuevo lugar en mi vida. Tengo que pensar todo de nuevo. Mejor dicho, tengo que sentirlo, en particular lo nuestro. No me has llevado al campo de batalla, más bien soy yo quien te llevó, pero has sido parte de la guerra y necesito apartarme de todo eso, al menos por un tiempo." Más contundente que sus palabras era su presencia. Había perdido las maneras húmedas y cachondas, asociadas en ella al alcohol y sus efectos. Junto con el alcohol, le habían secado la sensualidad. Donde hubo una mujer precoz había ahora una joven apagada, su espíritu estaba en paz pero su cuerpo había perdido el fuego de la fiesta. Me dijo al irse que me llamaría más que antes, porque necesitaba de mi memoria para reconstruir sus heridas de guerra. Entendí que me había devuelto al lugar de donde acaso no debió moverme, el lugar de su maestro protector, la encarnación venerable más que la tentación erótica de su lesión paterna. Así perdí entonces a Cecilia Miramón. Me asomé a verla marcharse desde el balcón. Al verla caminar de espaldas sobre la calle empedrada tuve resignación adulta de su cuerpo joven, limpio de sus demonios y de mí.