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»A1 día siguiente comí con Carlota y dormí con Regina. Eran, en estricto sentido, las únicas dos mujeres que había tenido en mi vida. Todo lo que yo pudiera saber entonces de la intimidad de una mujer lo había sabido por ellas. Otro tanto aprendí de cada una, cuando las tuve juntas, por el hecho elemental de compararlas. Lo entenderá quien se haya visto en la situación: no pude sino compararlas y aprendí de la comparación, como si en vez de dos mujeres tuviera mil, como si la mezcla de una con otra las multiplicara y me hiciera dueño de los secretos de una legión. Por ahí estarán todavía en un cuaderno los informes de sus diferencias, informes tomados en el campo, como dirían los antropólogos, horas, a veces minutos después de atestiguar los hechos narrados. No era fácil tomar esas notas, porque el hecho mayor a observar era la renovación del milagro, la plenitud de las horas pasadas alternativamente con Carlota y Regina en el supremo placer de mi clandestinidad frente a una y otra, la dicha corsaria de engañarlas sin consecuencias, ese placer cardinal, acaso originario, de tener a dos mujeres a fondo sin que ninguna de las dos supiera mi doble juego. Fui feliz esos días como un delincuente prófugo, a salvo de las reglas que lo ciñen o de las fuerzas que lo persiguen, feliz como sólo puede serlo un abogado tramposo que gana un caso perdido o un animal doméstico al que el azar le devuelve el sabor de la vida salvaje, el rito de la caza o la defensa de su territorio. Tuve días de amores alternos hasta llegar al martes de la comida que me había invitado Ana Segovia. Ahí tuve mi primer crisis positiva de conciencia. ¿Podía ir a ese almuerzo inocente manchado de mi clandestinidad promiscua, apenas levantándome del lecho de Carlota, envuelto todavía en las caricias melancólicas de Regina? Como suele suceder, mientras dudaba descubrí lo increíble, a saber, que me había enamorado de Ana Segovia antes de haberla tratado. Estaba dispuesto a pagar en su aduana o a quemar en su altar mis cosas fundamentales, antes de que me las pidiera. Las cosas fundamentales que yo tenía entonces no eran sino las que acababa de adquirir, las dos mujeres que habían contado en mi vida, multiplicadas al infinito por la confluencia de sus dones. Finalmente eran mías las dos, cada una a su manera, como no habían sido de nadie más. Esta vanidad de propietario fue fundamental en aquellos días. De la lesión de haberlas compartido con otros, me compensaba el hecho de estarlas teniendo de aquella manera extraña, perversa, simultánea y, sobre todo, inconfesable. Hay esto en la confidencia del amor: sólo es confesable lo que ha quedado atrás, lo que de algún modo ya no cuenta. A veces, ni eso. Yo supe que podría contarle a Ana Segovia mis aventuras, pero no los detalles de mi relación con Carlota y Regina, ni siquiera los rasgos generales, acaso ni los nombres. Podía dejar a Regina y Carlota porque empezaba a querer monógama y lunáticamente a Ana, pero no podía decirle a Ana de la existencia de las otras sin que reprochara mi infidelidad esencial, sin que gritara, con esa pretensión imposible del amor, que sin embargo rige sus cuitas: "O eres mío o no lo eres, sólo mío y de nadie más." Siempre hay alguien más, pero el amor que nace, el amor que corta las aguas, no entiende de compartir sino de poseer. Hay que vivir toda la vida para entender que ese amor es imposible. No coincide ni puede coincidir con los hechos, y sin embargo es el único real, el único que, como dije, separa las aguas y funda el mundo amoroso. Las ganas de fundar un lugar aparte con sus propias reglas tiene como único mandamiento el que gritan desde el primer día los amantes primeros: "Quiero ser tuyo, quiero que seas mía." Ni más ni menos que eso: tener todo lo que eres, darte todo lo que soy. Es un asunto de tan alta como inútil filosofía, pero así es.

»No sé cómo seguir, una vez más he hablado demasiado. Supongo que ahora le toca hablar a usted. Le contaré en nuestro siguiente encuentro cómo decidí casarme y lo que de esa medida siguió. Dígame sólo una cosa, por curiosidad, ya que apenas me ha dejado ver sus preferencias en esta historia. De las mujeres que le he contado, ¿cuál le interesa más?»

– Ana Segovia -dije.

– La última en aparecer -registró Adriano-. Le interesa más el relato que las mujeres que lo forman. Tengo esa ventaja sobre usted: sé lo que sigue, aunque lo sepa a tientas. En compensación por esa ventaja, le prometo que voy a contárselo todo, sin guardarme nada, por la sencilla razón de que mientras se lo cuento a usted me lo voy contando a mí mismo. Yo también quiero recordar qué sigue.

En la siguiente comida, Adriano abrió el fuego apenas tomó asiento en nuestra mesa, antes de dar el segundo sorbo a su primera copa de vino, como si en efecto le urgiera su relato más que a mí. Lo agradecí enormemente, porque la historia de sus mujeres se me había ido volviendo un asunto neurótico, al punto de que sus interrupciones no me dejaban casi escuchar los otros temas de la charla. Era una música intrusa que abolía las otras aun si no estaba siendo tocada, sólo por la inquietud de saber que estaba ahí, lista para fluir en cualquier momento, detenida por el capricho o la indecisión del narrador, el cual, por ese solo motivo, aparecía ante mis ojos como un déspota o un abusivo o un avaro o un mentiroso o un sádico menor que especulaba a mis costillas con el encanto de su historia. Adriano siguió:

– Ana Segovia fue mi primera y única esposa. De habernos sostenido en aquella condición, hubiéramos cumplido cuarenta años de casados este año. Ana Segovia era una mujer hermosa. Regina y Carlota eran irresistibles a su manera: lánguida y misteriosa Regina, física y eléctrica Carlota, muy llamativas las dos, pero no hermosas como Ana. Aun en sus atuendos disminuidos de estudiante radical, Ana atraía las miradas hacia sus formas llenas y esbeltas a la vez, unas nalgas erguidas le salían sin un exceso de grasa de una cintura de niña, y aquellas piernas largas, de huesos fuertes y rectos, bien cubiertos por músculos redondos de piel fresca. Sus pies eran angostos pero de empeine alto, los talones eran fuertes y tersos, sin el asomo de un borde calloso, y los dedos de los pies largos, con las uñas rosadas, dando testimonio de que la sangre y la humedad no faltaban en la más ínfima de las ramificaciones de aquel cuerpo. Era un cuerpo sano, ligero como una gaviota, lleno de cavidades y ondulaciones inconscientes de su perfección. Ana era insensible a su belleza, del todo indiferente a ella, lo cual volvía su presencia arrolladora, casi demoníaca. Años después vi por algún azar médico la radiografía de su esqueleto. Era tan bella en cada hueso, tan perfecta en cada coyuntura, tan equilibrada en cada proporción, que parecía un dibujo de Leonardo, su cráneo sutil, su columna de alambre, sus brazos como filamentos, los huesos de sus caderas como una mariposa, los de sus piernas como de una garza. El lirismo siempre es inexacto y cursi, pero en el caso de Ana el lirismo era congénito a su cuerpo, a sus huesos, a la delicadeza y el poder de sus articulaciones. Era un cuerpo lírico, vestido o desnudo, de lejos o de cerca, por lo que ofrecía a los ojos y por lo que podían mirar los rayos equis.

«Había quedado de verla al mediodía de un martes. El lunes anterior dormí con Regina por quinta noche consecutiva. El sueño nos venció cuando amanecía y dormimos hasta muy tarde, tanto, que perdí una audiencia en tribunales. Apenas tuve tiempo de bañarme, dejar a Regina en su casa y correr a mi almuerzo esperado. Literalmente puede decirse que salí de los brazos de Regina rumbo a los de Ana Segovia, la cual, como he dicho, gustaba de cocinar porque odiaba los restaurantes. Vivía sola en un departamento que acababa de dejar habitable y al que le faltaba, según ella, la celebración del estreno. "Esto no es un departamento", me dijo al llegar. "Es el primer escalón de mi libertad. Cada objeto que hay aquí significa que mandé al carajo a mi familia y me conseguí mi lugar propio, donde hago lo que me da la gana. Por ejemplo invitar a comer a abogados de dudosa reputación. O sea, tú. Supongo que serás bastante alcohólico, pero sólo tengo una botella de vino y un poco de tequila." "Soy más alcohólico que eso", admití, "Si me lo permites, podemos remediar nuestra escasez con un telefonazo." "¿Con un telefonazo? Pues a ver", retó Ana, señalando el teléfono. Llamé a la tienda de ultramarinos donde compraban las dotaciones vinateras del despacho. Hacían entregas a domicilio y una de las sucursales quedaba cerca de la casa de Ana, en un barrio de calles empedradas y camellones de árboles centenarios del sur de la ciudad. Encargué una dotación adecuadamente snob de vinos franceses. Tardaron en llegar menos de lo que tardé en pedirlos. Cuando el dependiente entró con el paquete y yo puse la dotación sobre la mesa, Ana tuvo un ataque de risa y asombro, el estupor de quien se rinde ante el truco de un mago. El departamento era pequeñito, apenas podía caminarse sin tropezar con la mesa o con la cama, asunto del todo propicio a mis ilusiones. Puse las botellas en la cama porque no cabían en la mesa. Cuando las estaba poniendo sentí a Ana abrazarme por detrás como si yo fuera Santa Claus y ella la niña que agradecía los regalos de la Nochebuena. El símil no es gratuito. Lo que sucedió después fue digno, en efecto, de Santa Claus. Me refiero a que no hay constancia en ningún relato, antiguo o moderno, de que Santa Claus haya tenido alguna vez una erección, ni de que su figura generosa tenga nada que ver con esa otra forma de la satisfacción de los deseos que los clínicos llaman en sus manuales intercurso sexual. Supe que no iba a ser ese el caso apenas sentí el cuerpo de Ana, radiante de sus formas duras, estampado en mi espalda, como si mi propio cuerpo diera un paso atrás y todo yo me volviera de pronto un espectador frío de mí mismo, incapaz de tocar el exterior y cruzar la línea invisible del deseo. No conocía esa sensación ni había tenido esa experiencia. Ana empezó a besarme, pero sus besos, lejos de encenderme obraron el efecto de un empalago. Una cosquilla ocupó mi garganta y aplacó todavía más lo que debía levantarse. Siempre que pienso en aquella jornada con Ana pienso en la fecha fallida de la Revolución Mexicana, el día en que todos los ganosos del país debieron levantarse y nadie se levantó. La conciencia de lo que iba a suceder impidió multiplicada-mente que sucediera. Empecé a darme instrucciones de calma, consejos de paciencia, y a poner en juego las cosas que me encendían con Carlota o con Regina, pero ni el repertorio de mis mañas ni el de ellas fueron suficientes. Tampoco el de Ana Segovia, que consistía en abrirse sin reticencia a la inspección de mis manos. Nada produjo el alzamiento buscado, el alzamiento que yo hubiera deseado de las proporciones de una conflagración mundial.

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