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«El libro salió publicado en una fecha particularmente propicia. El día de su presentación en la Universidad se anunció que yo había obtenido el premio nacional de historia. Por la noche, María Angélica me exigió una de las cenas que le gustaba tener conmigo, solos y bien vestidos en un lugar elegante, donde todos nos vieran. Fuimos a un restaurante del sur que tenía unos jardines y salones de banquetes. En uno de aquellos jardines María Angélica había organizado una fiesta sorpresa, con amigos, alumnos y autoridades. Ana Segovia estaba en primera fila, radiante, con un rubor infantil en los pómulos. Me besó en una mejilla y a María Angélica en las dos.

»Las mujeres son animales complejos, invencibles; nosotros, los hombres, luego de muchas vueltas, somos sólo sus muñecas. Conforme me acerqué a los sesenta años, aquella ductilidad de las mujeres, su inteligencia superior de propietarias de largo plazo, me fue confortando, lavando mis culpas de mujeriego sui generis, amante de unas cuantas mujeres que habían pasado más tiempo en la cama y la vida de otros, a ninguno de los cuales, sin embargo, habían querido tan reincidentemente como a mí. Yo era su excepción; ellas, juntas, mi fatalidad. El arte de nuestros amores era reincidir, habíamos reincidido la mayor parte de nuestra vidas. Al punto de que era ya una imposibilidad tácita separarnos. Yo de ellas, ellas de mí y de la presencia reincidente de las otras. Ahora, dígame usted, sólo por curiosidad: ¿con cuál de las mujeres que le he referido se hubiera casado usted?»

– Con cualquiera. Con todas -le dije.

– En cierto modo yo me acabé casando con todas ellas -sonrió Adriano-. Fui como el polígamo Pastor Venegas, pero sin sus agallas. No fundé familia, no incurrí en el tedio conyugal, en las hipocresías de la monogamia, ni en los alardes de la pro-miscuidad. ¿Qué es el amor sino una intermitencia? No es un estado sino unas ganas del otro que vienen y se van, tal como se iban y venían mis mujeres, siempre en el pico de las ganas, a salvo del tedio y de la compañía hueca que es el agua en que nadan las parejas felices.

– ¿Volvió a ver a Regina Grediaga? -pregunté.

– Sí -dijo Adriano-. Por un camino sinuoso. Ese camino empieza el primer día de cursos del año en que cumplí sesenta. Fue un día terrible para mí. En la noche de ese día me enteraron por el teléfono de la muerte de Carlos García Vigil. Supongo que le interesará saber eso. Vigil me había acompañado por la mañana a mi clase inaugural. Solía hacerlo para halagarme; también, supongo, porque le gustaba recordarse en aquel día veinte años atrás. ¿Usted conoció a Vigil en el periódico o en la escuela? -me preguntó.

– En el periódico. Aunque en realidad no lo conocí. Yo entré al diario cuando él salía.

– Fue más hijo mío que ningún otro -dijo Adriano-. Quiero decir: me hubiera gustado que fuera mi hijo. Discutía con él sin parar su abandono de la historia por el periodismo. Al mismo tiempo, envidiaba con una sonrisa oculta su vida loca, llena de conexiones inesperadas. Cuando murió, tuve acceso a sus papeles. Entendí hasta qué punto la suya era una vida loca. Le contaré algún día algo más de todo eso. Lo pertinente para nuestro relato es que Vigil penaba, sobre todas las cosas, la muerte de una mujer. Se reunía con otras por las razones más diversas. Por consuelo, por lujuria, por compasión. Y hasta por autodenigración, porque no descartaba a algunas espeluznantes reinas de la noche que se cruzaban por su camino. Usted me recuerda mucho a Vigil, aunque falta en usted, por fortuna para usted, aquel demonio doble de la insaciabilidad y la culpa, aquellas ganas de estar en el mundo para poseerlo, someterlo, mejorarlo, pero al mismo tiempo no tener los arrestos de mezclarse en sus malas artes y en sus agujeros podridos, sin lo cual es imposible poseer el mundo. Recogí los papeles de Vigil cuando murió, me los trajo una mujer amiga suya, su pareja. Escribí un híbrido tratando de completar la novela que Vigil había empezado a escribir. Por ahí está entre mis papeles, junto con los diarios y los manuscritos de Vigil. Una vida perdida, pensé entonces. Pienso ahora que una vida como pudo ser. No hubo un reino perdido en aquello, hubo un reino dilapidado, como todos los reinos al final. Nadie ha dicho, salvo la Ilus tración, equivocadamente, que la vida humana puede ser perfecta, en vez de ser el desperdicio atrabancado que es. Mientras seguí el rastro de Vigil en sus cuadernos me alarmé de su promiscuidad y de la intensidad de sus pasiones. Al final fui atraído por ellas. Yo me había adscrito, con más vigor en cuanto más pasaban los años, al ideal de la vida perfeccionada por el conocimiento, puesta a salvo de las pasiones por la razón. Spinoza ha señalado con claridad que eso es imposible, que la naturaleza humana no es domeñable y que, como la otra, está hecha de bajas y altas pasiones, igual que hay días de tormenta y días soleados. Le cuento todo esto porque a usted le interesa Vigil, pero también porque entre sus papeles apareció una foto que fue la que me puso en marcha hacia Regina Grediaga. Era la foto de la mujer cuya ausencia Vigil penaba. Se llamaba Mercedes Biedma. Era el amor perdido de Vigil, su amor insomne, la pérdida que lo llevó a todas las otras. Mercedes Biedma apareció primero en una tarjeta de la investigación histórica que hacía Vigil, una especie de oración donde Vigil lamentaba su ausencia. Apareció después en los cuadernos del diario de Vigil, ubicua y obsesivamente; por último, Mercedes Biedma era el centro de la novela que Vigil escribía. De pronto, en un sobre apareció su foto. Fue como un puñetazo para mí. Tenía las mismas facciones lánguidas de Regina Grediaga, la misma frente altiva, los mismos ojos abiertos como una invitación. Regina había vuelto de su exilio unos meses atrás. Yo había tenido el impulso de buscarla, pero me había guardado de hacerlo porque no quería repetir la situación desastrosa de mi imperio polígamo de una década atrás. La frecuentación de Mercedes Biedma en la historia inacabada de Vigil se me impuso al principio como una nostalgia de Regina Grediaga. Se fue volviendo después necesidad de verla, tocar y comprobar su existencia, afirmarla contra el espejo roto de Mercedes Biedma, la mujer perdida de Vigil, tan parecida a la Regina de treinta años, cuyo rostro se había quedado en mi cabeza como el rostro que aparecía siempre que pensaba en ella, ennoblecido por unos aires tenues de muchacha y un anacronismo romántico de cortejo marcial.

«Busqué a Regina movido por Mercedes Biedma. La encontré en un estado maravilloso y lamentable a la vez. Vivía en un penthouse frente al parque, unos metros arriba de las palmeras de tronco delgado que oscilaban en el viento como penachos de cometas infantiles. Supe su domicilio por su hermano, a quien encontré, luego de dos décadas de no verlo, vuelto comandante de una de las zonas militares del golfo. Le anuncié mi visita a Regina con una tarjeta formal y obtuve su aceptación con otra. Me recibió impecablemente vestida y peinada, alta, esbelta como en todos sus días, los hombros sin un asomo de rendición o fatiga, los largos dedos y los grandes ojos sugiriendo caricias inalcanzables como siempre, en medio de un lujoso departamento de dos pisos, con escaleras que subían haciendo una curva de cisne y un candil pendiente del techo artesonado. La sala era enorme, el comedor también, tras unas puertas de madera labrada. Más enormes aun porque estaban prácticamente vacías de muebles, como si Regina acabara de mudarse o fuera la vendedora que espera al cliente para mostrarle el piso en renta. Frente a la chimenea, solitario, había un sofá de tres sitios, una lámpara de flecos y una mesita de cubierta de mármol con un teléfono blanco. "Sólo mi recámara está completa", dijo Regina, con humor resplandeciente. "Todo lo demás se ha ido caminando al empeño. Me siento como una antigua aristócrata quebrada cuyos acreedores se la llevan poco a poco. Cuando la casa de empeño entre a mi recámara, cuando empiece a llevarse mis joyas, venderé el piso y me iré a vivir a un sitio modesto como ha de ser mi vejez." Puso un servicio de té y me explicó. El marido había rehecho su fortuna pero no quería volver a México. Sus cinco hijos, todos varones, se habían marchado de la casa muy jóvenes, adolescentes, a estudiar a otros países. La soledad de Regina cara a cara con su marido acabó de secar la relación hasta hacerla intolerable. Regina padecía la vida en España, y una nostalgia enferma por México, por su casa, por sus padres, aunque su casa hubiera sido vendida y sus padres hubieran muerto años atrás. Decidió regresar al lugar donde había hecho su vida, aunque las razones de su vida estuvieran radicada en otras partes. Es verdad que la capital de México

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